Por Bruno Del Barro

 

En las atormentadas jornadas de Friedrich Nietzsche solitario en las montañas, buscando un clima que consuele, aunque sea por unas horas, a su enfermizo cuerpo, escribió a retazos la mayoría de sus libros, cuando su jaqueca cedía y sus ojos humedecidos apenas podían ver mientras su mano temblorosa con suerte conseguía impulsar la pluma. Hacerse con papel y tinta tampoco era tarea sencilla, sobre todo con su miserable pensión, con la que a duras penas sobrevivía. Pero luego, una vez que el pensador reunía y corregía sus aforismos hasta conformar un compendio razonable, ¿cómo era la subsiguiente ardua tarea de que aquello se convierta en un libro impreso que llegue al gran público? A pesar de todos sus esfuerzos para ser editado y publicado, es decir, de dar a conocer sus pensamientos, debió esperar hasta varios años después de su muerte, luego de una década en la más absoluta demencia, para ser un filósofo respetado, un escritor moderadamente leído.

¿Qué sería de este personaje en la era digital, con la posibilidad de “publicar” a medida que cualquier idea, por más ligera, insípida y superflua que sea, se agolpara en su cabeza?

Muy probablemente, se perdería en el barullo de otras ideas y reflexiones. En la actualidad, podemos ostentar cierta “democratización” en la palabra: todos pueden decir espontáneamente lo que sea cuando sea, ricos o pobres, facultativos o iletrados. Pero al mismo tiempo, ¿no sucede una desvalorización de la misma? Nietzsche probablemente observaba cómo sus hojas limpias eran menos, los sitios donde habitar palabras disminuían, la tinta se acababa o secaba, la pluma ya no era firme, y era el caso de que la brevedad de sus aforismos, su concisión, era causa en gran medida de sus transitorios y fugitivos momentos de lucidez y claridad visual, no a su incapacidad de desarrollo. Las palabras y pensamientos eran un breve manantial que debía escatimar a pesar de su alma inquieta y revoltosa.

Las posibilidades de compartir una idea y para colmo breve, de una a la vez, no todas juntas e interconectadas, eran exiguas, privilegio concedido a unos pocos aristócratas de la cultura, que debían, no obstante, ser estas ideas principales y someterse los escritos a todo tipo de crítica y pulimiento, hacerlas engordar hasta formar un artículo o un libro, que igualmente alcanzarían un público limitado.

Este proceso escrupuloso y anticuado de conformar y desarrollar ideas en una sociedad poseía, sin dudas, una ventaja que se reflejaba en el “ideal” de conformación de una inteligencia muy particular en su tiempo, a la que todos se sometían: los pensamientos estaban obligados a convivir por mucho tiempo en la cabeza del pensador antes de ser compartidos de forma definitiva con el público. Estaban prácticamente forzados a madurar, a ser desarrollados, modificados, ampliados, profundizados, comparados con otros.

La concepción del pensamiento tradicional, entonces, disciplinaba a los hombres a complejizar sus ideas, pues no había forma de editar frases sueltas, sino, generalmente, sistemas complejos de pensamiento. Por el otro lado, la notable desproporción y desventaja de todo aquello, era la enorme mayoría de masas analfabetas e iletradas condenadas a la pobreza material e intelectual en un sistema injusto y poco democrático.

Por el contrario actualmente, en esta modernidad líquida nuestros hábitos y costumbres siempre re-significados por la era digital, apremia a nuestro pensamiento a reducirse a unos pocos caracteres, a hablar en pocas palabras, y en consecuencia a vivir e interpretar el mundo en pocas palabras.

La comunicación se ha reducido a lanzar algunas palabras sentenciosas, soberbias y terminantes sobre algún tema también superfluo en alguna red social; que también es un modo de sacarnos de encima la cuestión sin ahondar más, sin desarrollar.

“En lugar de reordenar el conocimiento en estanterías pulcras, la sociedad de la información ofrece cascadas de signos descontextualizados que están conectados los unos con los otros de un modo más o menos azaroso. Dicho de otra manera: cuando una cantidad cada vez más grande de información se distribuye a una velocidad cada vez más alta, la creación de secuencias narrativas, ordenadas y progresivas, se hace paulatinamente más dificultosa. La fragmentación amenaza con devenir hegemónica. Y esto tiene consecuencias en el modo en que nos relacionamos con el conocimiento, con el trabajo y con el estilo de vida en un sentido amplio.” *

La simplicidad deviene hegemónica. Los medios de comunicación comprimen tanto la información, que indirectamente comprimen también la realidad.

La Realidad en mayúscula, parece hoy al alcance de la mano del hombre común, se percibe simple, elemental, manifiesta y observable a primera vista, con la posibilidad de ser bosquejada en un tuit de 140 caracteres, o en un arrebato de indignación al comentar cualquier publicación en las redes, en un grito o amenaza, al alcance de nuestro dialecto sin preparación ni entrenamiento, y esto parece ser una buena noticia.

Sin embargo, esta democratización aparente, no es consecuencia de un pueblo que por fin se apropió de las herramientas intelectuales otrora patrimonio de una elite cultural, sino por el contrario, esta elite, los nuevos poderosos, los dueños de la información y los medios masivos y por lo tanto de la Realidad, nos han engañado de que es así, de que el mundo es simple y homogéneo: nos han persuadido de la total prescindencia e inutilidad de todo aquel bagaje de conocimientos de las ciencias humanas (antropología, sociología, psicología, comunicación social, ciencias políticas, criminología, etc.) para interpretar el mundo.

La sociedad puede prescindir de todo esto, de toda profundidad y filosofía, y por lo tanto usted y yo, ciudadanos laburantes e iletrados que pagan impuestos, pueden poseer opiniones y sobre todo conclusiones tan válidas como la de cualquier otro, pueden ser “sabios” e “inteligentes” sin peldaños ni instancias, e interpretar el mundo a través del diario, la televisión y la azarosa y errática vida cotidiana (experiencia), sin sudar una gota, sin agotamiento físico ni desvelo intelectual, sin ciencia ni método. Y yendo aún más lejos, sin siquiera la ayuda o el consejo de aquellos que sí se dedicaron con arrojo al estudio y a la investigación.

No se trata de otra cosa que de una treta demagógica, otra más en la historia de la humanidad, del amo al esclavo, de los señores a los vasallos, del burgués al proletario, en fin, de quienes ejercen el poder hacia el pueblo que no lo ejerce, para estimarnos partícipes y protagonistas, y por último y más importante, para asegurar la dependencia ciudadana hacia los medios de comunicación, íntimamente relacionados con el poder económico y político.

 

Bruno del Barro

07/07/17

 

* Thomas Hylland Eriksen, “La tiranía del momento” (2001), y Zygmunt Bauman, “Sobre la educación en un mundo líquido” (2012)