Por Daniel Briguet

 

Al cruzar el paso a nivel, el antiguo paso a nivel, ella recuerda. Y lo que recuerda son planos o escenas fijas, fotografías tal vez, donde lo que ocurrió hace mucho se descompone en fragmentos a los que le falta el movimiento y solo conservan el color algo gastado del tiempo cuando se acumula.  El salón del club Alumni, visto en perspectiva desde las butacas de atrás que a veces se usaban para las funciones de cine. Parejas bailando en el medio de la pista, la música de Procol Harum y un tema que se repetía, la mirada de él, tímida pero penetrante a la vez, observándola desde una silla ubicada junto al escenario. La miraba únicamente cuando pensaba que ella no podía verlo y ella se preguntaba por qué. No eran amigos, nunca habían tenido un trato pero eso no suponía que no pudiera semblantearla durante un baile. ¿O acaso los bailes no estaban hechos para ligar?

Al volante del Rally, la memoria de él corre más rápido, como si estuviera sintonizada a las ruedas del coche. Omite los detalles, casi todos los detalles, busca los hechos de mayor relieve. Aquella reunión para celebrar los 25 años de su promoción en la escuela primaria. Y una duda recurrente: a la reunión concurrió gente invitada de otros cursos pero ¿en qué grado estaba ella? Nunca pudo precisar eso él que filtraba sus recuerdos según el fichero que le proporcionaba el inventario escolar. Recordaba el almuerzo posterior al acto y su vestido mini de color blanco y escote en la espalda y las pecas que bajaban de sus hombros como un hormigueo. Recordaba la tersura de su piel, aún más allá de los treinta y su pelo negro peinado en bucles que apenas daban vueltas alrededor de su rostro de pretty women. Después del acto hubo una comida y  durante y después de la comida, abundantes libaciones. Los dos estaban alegres cuando él se ofreció a llevarla en su coche hasta su casa. Primero a Raquel y luego a ella, ya que parecían moverse en tándem.

-Sacame de una duda – dice él, después de poner un rebaje-. Cuando nosotros terminamos sexto, ¿vos en qué grado estabas?

-En tercero. ¿no te acordás?

-Vos sabés que mi memoria de la infancia está ligada en buena medida a los recuerdos de la escuela. Sin embargo, nunca te pude ubicar en el curso en que estabas.

-Tal vez porque nunca me ubicaste en la misma escuela. Nunca hablaste conmigo, ni en la época de los asaltos. Y ni me sacaste a bailar, aunque bailabas bien suelto.

-Era demasiado tímido o un poco boluqui.

-Pero con otras chicas bailabas.

-Porque tenía más confianza. A vos te veía como una reina.

-Andá, no me hagás chamuyo ahora.

-Te lo juro, Negra, para mí eras la mejor.

-Qué loco que sos – dice ella y sonríe, sus mejillas enrojecen y prende un cigarrillo.

El Rally toma la calle posterior a las vías, detrás de los silos y los galpones de depósitos. Alguna vez probó el coche de su viejo por esa calle recta de varias cuadras. Lo probó para ver hasta dónde daba.

-¿Te acordás cuando dejó de andar el tren? – pregunta él sin dejar de acelerar.

-Justo no sé pero debe hacer unos quince años.

-Era un tren de carga al que le ponían el último vagón de pasajeros, ¿verdad?

-Sí y andaba lentísimo, a paso de burro.

-Pero el nombre del barrio se mantiene.

-Seguro. El tren ya no anda pero el nombre se mantiene.

“Atrás de la vía” – eso lo descubrió después – era un nombre común en la llanura interminable que había habitado de chico. Nombraba el sector que estaba separado del conjunto principal del pueblo por las vías del tren si bien la localización “atrás” podía resultar arbitraria. Todo dependía de dónde se la viera. Era, en cualquier caso, el barrio de la gente más pobre y a veces más brava, de los cuchilleros, los yiros y los que enseguida se iban a las manos. Por azar o vaya a saber por qué, algunas familias de clase media quedaron de ese lado cuando se homologaron los planos de la villa. Eran pequeños manchones de civilización rodeados de barbarie, según la división sarmientina, y a ese sector pertenecía ella.

Antes de frenar frente al portoncito donde está su casa, él mira hacia el otro lado, el monte de eucaliptos, y esboza una sonrisa.

-¿Qué pasa?

-Nada, miraba el monte y me acordaba de la otra vez que te traje.

-Vos querías ir al monte a toda costa. Estabas desubicado.

-Después me di cuenta. Pasa que el monte era uno de los lugares a los que nunca había venido.

-¿No? Qué raro.

-Mi vieja me marcaba de un modo que yo no me diera cuenta. Creo que no le gustaba mucho que me mezclara con el bandidaje. No sabía que los chicos son chicos precisamente para eso: para mezclarse.

– ¿Y vos cuándo lo descubriste?

– Bastante después, cuando salí solo, a la intemperie. Pero no quiero hablar de eso ahora. La hora predispone a la tristeza.

La hora es el crepúsculo, subrayado por el sol naranja que se va ocultando detrás del horizonte. Ella enciende otro cigarrillo, como si estuviera  inquieta.

-Vos eras el mejor alumno y tu vieja trató de educarte de acuerdo a eso

-Sí, ¿sabés cuál es el problema? El mundo no está hecho para los mejores alumnos.

-¿Y para quiénes está hecho?

-Para tipos que se la banquen. Pero ya está. El otro lugar que no conocí fue la zona del canal.

-¿Nunca te viniste a bañar al canal?

-Nunca. Con mis amigos, cuando comentaban, me hacía el sota.

-¿Y cómo aprendiste a nadar?

-Una vez que fuimos a Río Tercero, mi viejo me enseñó. Mi viejo me enseñó a nadar y a manejar, lo otro corría por mi cuenta.

-¿Vos querés decir que no te daba mucha bola?

-No sé si no me daba bola o quería que me hiciera por las mías.

-Te voy a hacer una confesión. Yo, de chica, también iba al canal. A la hora de la siesta, cuando mis tíos dormían.

-¿Y te bañabas?

-Claro que me bañaba.

-Según me contaban, una de las reglas de los que iban era bañarse en bolas. ¿Vos la respetabas?

-Claro. Pero era una péndex.

-¿Una péndex de cuánto?

-Y, calculá unos ll o l2 años. No estaba desarrollada.

-¿Y nadie te quiso meter mano?

-Me respetaban. Sobre todo el Juan, que era el capo de la barra.

-Uy, otra historia densa, mejor dejémosla

El gira el cuerpo para agarrar su cigarrillo y darle unas secas. Ve sus  piernas enfundadas en los vaqueros algo desteñidos. Quince años o más atrás, las posiciones de ambos eran similares pero ella tenía un vestido corto que permitía apreciar sus muslos redondos.

El se tentó y bajó su mano, firme y segura. Tal vez porque no tuvo tiempo de pensar. Pensar era un obstáculo en estos casos. Bajó su mano y llegó al fondo de su entrepierna mientras sus bocas se unían en un beso prolongado. La boca de ella sabía a frutillas. El miró al costado y sugirió lo del monte.

Ella sonrió como si hubiera escuchado un chiste.

-¿Estás loco? ¿No se reclinan estas butacas? – y tanteó abajo hasta encontrar la palanca. Tiró a un costado y el respaldar del asiento retrocedió. Ella hundió su mano debajo de la falda y se quitó la bombacha. Luego dejó que él se colocara en el medio y apoyó las plantas de los pies en el parabrisas, segura de sus movimientos.

-¿No querés saber el final de la historia?

-¿De Juan? Ni en pedo. Con lo que escuché me basta.

-Okey, pero conmigo siempre fue gamba. Hasta me llevó a andar a caballo.

-¿A caballo? ¿Y adónde?

-El canal recorría un tramo por el campo de los Murúa. ¿Te acordás? Bueno, en el campo sabía haber caballos pastoreando. Un día el Juan me dice: acompañáme. Llegamos hasta donde estaba la tropilla, me acercó a una yegua tordilla y me ayudó a subir. Solo me dijo que era mansa y no anduve mucho. Pero nunca me olvido.

-¿Vos subiste a la yegua en bolas?

-Seguro. Nadie me iba a ver ahí.

-No era porque te vieran. ¿No sentiste nada?

-Al principio, como un cosquilleo. Pero en ese momento lo que más contaba era el caballo.

El toma el atado de Lucky de arriba del tablero y enciende un cigarrillo. El sol ya se puso y solo quedan algunos reflejos rojizos sobre el cielo.

-¿En qué pensás ahora?

-Hasta que me contaste lo del caballo, estaba pensando en la otra vez que te traje y curtimos acá. Ahora alterno con imágenes tuyas caminando desnuda por el campo.

-Supongo que no habrás venido con malas intenciones.

-No soy tan boludo, no creas. Solo recordaba.

-Para vos debe ser mejor que para mí.

-¿Por qué?

-Una boludez, no me hagás caso.

-Negra, si algo aprendí de lo poco que te conozco es que no sos una mujer de hablar porque sí, ni siquiera cuando estás jodiendo.

-¿Para qué volver sobre el pasado? Pasó hace mil años. Además, cuando te hablé de Juan dijiste que no querías historias densas.

-Pero esta que no me dijiste supongo que me involucra. Y quiero saber.

Ahora es ella la que toma el cigarrillo de él y da unas secas. El humo golpea el vidrio de la ventanilla mientras la noche va cubriendo de a poco la calle.

-Tiempo después de que te fuiste tuve un atraso y el atraso fue un embarazo.

Lo dijo con una dicción clara y casi neutra. Pero él lo sintió como un codazo al hígado.

-¿Por qué no me avisaste?

-¿Para qué? ¿Qué hubiera ganado?

-Te habría podido acompañar.

Ella lo mira con alguna suficiencia, como si lo sobrara.

-No digás boludeces.

-¿No pensaste que yo tenía algo que ver?

-Todos tienen algo que ver pero la que lleva el bulto es mamita.

El ya no distingue la línea del horizonte, solo el perfil de un galpón que cierra la calle, unas cuadras más adelante. El galpón y la manga de descargar el cereal. Y entre ambos un pedazo de cielo de un azul eléctrico.

-Ayer pudo ser más grosso, hoy es solo un mal recuerdo o ni siquiera eso.

-¿Te había pasado antes?

-¿Si me pasó? En París dicen que hay una cigüeña que cada vez que ve partir a un viajero argentino, le pregunta si no me conoce. ¿Sabés por qué? Quiere saber quién es la mujer que primero hace un pedido y después se arrepiente

-Lo siento.

-No tenés por qué. Yo fui más responsable que vos. Fue el quinto raspaje y después de examinarme, el médico dijo que no podría tener hijos.

-¿Qué edad tenías?

-Treinta y tres o treinta y cuatro. ¿Importa?

-¿No te importó a vos?

-Siempre pensé en tener hijos. Lo deseaba. Pero las cosas no se dieron de ese modo.

A él lo invade un malestar como si cada paso que diera, más allá de la dirección, lo llevara a través del tiempo. El año anterior su hija viajó a París y le contó que es una ciudad donde de cada casa sale una chimenea y por la calle las parisinas parecen combinar los colores de sus atuendos. Lo curioso es la cigüeña que vuela a ras de los techos sin posarse en  ninguno.

Se inclina sobre ella.

-¿Te puedo dar un beso?

-No, así está bien –dice ella y apoya su mano en una mejilla de él y besa con suavidad la otra.

-No tenía otra intención.

-Ya lo sé – dice la mujer –  pero este es el momento de comportarnos como las personas maduras que somos.

Luego abre la portezuela del Rally y se baja. Los jeans desteñidos ciñen unas nalgas que ya deben  estar flojas. Pero a él no le importa porque solo ve a una niña descalza sobre la gramilla, con un vestido mini y luego a la misma niña, al fondo del salón,  hablando con Julián, un chico más grande que ella, y Julián aferrándola de un brazo de un modo casi brusco. Se comentaba – ahora lo recuerda – que ella salía con chicos más grandes.

La música es de Procol Harum, “Con su blanca palidez.”

La mujer enfundada en sus jeans se da vuelta y pregunta:

-¿Me vas a escribir algo?

-Algo no muy largo – dice él, como si hubiera sabido la respuesta-. Creo que ya tengo el título.

-Hacemelo llegar cuando lo tengas.

-Okey. ¿Me dejás un pucho?

Ella saca su atado de un bolsillo y lo arroja hacia el coche.

-Te los dejo. No voy a fumar más.

– ¿Segura?

– Escuchame: Llego a casa, me hundo en el frasco de Rivotril y dulces sueños.

– Tené cuidado.

– ¿Cuidado? Al final vos sos un gil. ¿Con quién estás hablando?

– Con la mejor.

Y, bueno. La mejor sabe lo que hace – dice ella y gira sin muchas ganas, como si le costara seguir marchando.

El enciende el motor y acelera hasta que logra levantar el capot del Rally, como si fuera el hocico de una yegua galopando. Toma velozmente la curva que dobla el camino, siente el ruido de las vías contra los neumáticos, siente un cosquilleo entre las piernas, el coche que vibra, mientras sobre el parabrisas se dibujan las plantas de dos pies más bien pequeños. No es una alucinación pero tampoco el fruto de una percepción ordinaria, es el flash de una piel apenas curtida que retorna, vuelve a acelerar sabiendo que necesita desprenderse de esa carga adicional, del hormigueo de pecas que lo recorre, busca un cigarrillo y aprieta el botón del encendedor en el tablero justo en el momento en que, no muy lejos de ahí, ella se arregla un mechón de pelo negro veteado de canas frente al espejo y vacía luego en su boca un frasco que debe contener alrededor de cuarenta pastillas, dos o tres veces, el frasco y después un vaso grande de agua y piensa, todavía lúcida, que las canas no desentonan para la edad que tiene y recuerda, última imagen nítida, el vaivén del cuerpo de él rodeado de sus piernas, antes de caminar hacia la cama, de tantear adónde está el colchón, tirada con la cabeza sobre la almohada ya no piensa. Es solo un flujo de manchas de distintos colores, acostada y con las piernas estiradas, los párpados que bajan y la piel que reluce a la luz del velador con su blanca palidez.