Por Bruno Del Barro
La metamorfosis: del niño al adulto
Allá por el siglo XVIII y XIX, “nace la escuela en un mundo positivista, regido por una economía industrial, que por lo tanto busca obtener los mayores resultados observables con el menor esfuerzo e inversión posible, aplicando fórmulas científicas y leyes generales. La escuela era la respuesta ideal a la necesidad de trabajadores, y los mismos empresarios industriales del siglo XIX, fueron quienes financiaron la escolarización obligatoria a través de sus fundaciones.” (“La Educación Prohibida”)
La verdadera condición de la educación formal e informal de la actualidad continúa siendo un misterio para la mayoría. El sentido común histórico, ese que saca conclusiones sin profundizar en demasía, se figura que el niño es alguien que por su naturaleza nueva y virginal, es un libro en blanco que debe ser rápidamente educado en un tiempo económicamente determinado para poder vivir en sociedad.
¿Pero qué significa esto realmente? Entre tantas cosas, se entiende que el niño está disperso, no sabe qué es lo importante o no en la vida. El adulto, por educación, está enfocado en lo que se debe hacer y pensar para sobrevivir y vivir. En burdas palabras, el niño no tiene calle, y no es que no perciba al mundo o lo ignorase, sino que absorbe todo por igual, todo es relevante o nada lo es, con una curiosidad y ansia de mundo voraz, intuitivo, irracional, todos sus sentidos están alerta y en expansión.
Pero esto, no puede continuar indefinidamente. Esas energías deben enfocarse en lo que el adulto, según sus experiencias y estudios, considera apreciable y estimable.
Los hombres formados, y con pocas excepciones, parten de una premisa poco flexible: yo soy adulto, es decir, la máxima expresión de un “hombre completo”, colmado de conocimiento indispensable y vaciado de lo irrelevante, y por lo tanto, conozco “la vida”, por lo menos, más que cualquier niño. A priori, desde el vamos, se parte desde una superioridad moral y un proceder inexorable.
Un niño de entre 5 y 12 –se demostró fehacientemente- posee una curiosidad y una glotonería de saberes que todo adulto ya formado carece, pues ya discriminó lo “importante” y lo “descartable”. Un niño a esta corta edad, experimentó y experimenta –en presente continuo- el mundo en juegos, en dibujos, en historias y cuentos, en actividad hiperquinética –créase o no, calificado esto médicamente como un trastorno en el niño- y energía que está utilizando para descubrir todos los recovecos del mundo, como subir a los árboles o estudiar los pastos y las flores, el cielo y las estrellas, con una actitud y cosmovisión que el adulto ya ha perdido o relegado a un segundo plano, al territorio espacio-temporal que concede al ocio, por ejemplo.
El niño aprende a dejar de mirar arriba y a los costados, para aprender a mirar al frente, la luna deja de ser un pedazo de queso, los árboles dejan de habitarse y sólo dan sombra al auto o leña para el asado o el frío, las plantas y las flores tienen nombre y un lugar en los balcones para embellecer u otros fines estéticos; por otro lado, allá lejos en los campos, la tierra deja de ser naturaleza para transformarse en parcelas y hectáreas, cada metro cuadrado posee un precio, y todo lo que en ella crezca será una molestia o una pérdida si no es sembrada según las exigencias del mercado.
Ese adulto que aparece a una hora exacta en un frío salón de clases y es, por ejemplo, profesor de matemáticas o lenguas, ya ha olvidado las ya mencionadas “actividades libres” del niño, como arte y contemplación. No recuerda las plazas ni los árboles con detalle sino sólo superficialmente. Ha olvidado –o relegado o postergado- casi todo excepto lo que lo ayuda a sobrevivir en sociedad, es decir, la materia en que se especializa, burocracias y protocolos en eventos e instituciones, reuniones, cenas, supermercados, talleres mecánicos, bancos, etc., y con suerte, el lejano recuerdo de materias pedagógicas teóricas sin espontaneidad ni alegría.
El niño, en gran cantidad de actividades –como dibujo, juego, música o simple contemplación- supera al maestro. Y lo que debería desarrollarse como una clase o encuentro de intercambio de ideas y “negociación” (retroalimentación) –entre las capacidades del niño y el adulto-, se rige, en cambio, casi exclusivamente bajo el monólogo del maestro, del emisor al receptor, con un discurso “traído desde casa”, memorizado e incorporado, por su trabajo de redundar en una misma actividad año tras año, desobligado a “crear en situación” o improvisar para no ramificarse o “desviarse”, excepto que un niño demasiado intranquilo, que siempre lo habrá, interrumpa el ideal sendero de la homogeneización.
Cansado el maestro, agregamos especulativamente, de tanto trabajo o de problemas en casa, del paupérrimo salario, con muchas responsabilidades y casi ninguna distención, sin tiempo para imaginar y crear, aburrido y hostigado por compromisos y deudas.
De esta forma genérica descripta, los niños en la estructura escolar, en común acuerdo con la tradición, deben callar y “respetar,” no hacer ruido, con el único derecho de explotar comedidamente en el recreo para luego reprimirse nuevamente en los salones.
Este también, aunque poco se diga y se acepte tácitamente, es un aprendizaje: cuidar las formas y respetar los bodrios. Esta es la enseñanza de la escuela por excelencia: la vida estará llena de cosas que no queremos hacer, que hasta carecen de sentido y que incluso odiamos, y deberemos callar, por lo menos la mayoría de las ocasiones, nuestra crítica.
Llegar a horario, soportar al jefe y a los compañeros durante horas extenuantes, trabajar economizando la queja, negando impulsos y sentimientos posiblemente infecundos, utilizando nuestras capacidades cognitivas en actividades pragmáticas y productivas según la labor que “elijamos” –esto es un decir, pues en general, sólo nos “toca”, es lo que encontramos en el mercado laboral-, y lo que debemos pagar y comprar racionalmente.
El mundo tiene sus trucos, es despiadado, y cuestionarlo sólo puede llevar a la depresión y el desengaño.
“Nuestro problema para la comprensión de la escolarización obligatoria tiene su origen en un hecho inoportuno: el daño que hace desde una perspectiva humana, es un bien desde la perspectiva del sistema.” (John Taylor Gatto, autor y docente americano que ha ejercido como profesor alrededor de 30 años. Ha dedicado parte de tu vida a su carrera docente, tras la cual ha escrito varios libros basados en la educación contemporánea y la crítica de la ideología, historia y consecuencia de ésta.)
Bruno del Barro
24/01/17
Autores recomendados: Jean Piaget, Paulo Freire, Olga Cossetini, Maria Montessori, John Taylor Gatto.
-“La educación prohibida”. Película documental independiente de Argentina estrenada en agosto del año 2012. La misma documenta experiencias educativas no convencionales en países de América Latina y España, donde están representadas instituciones educativas con prácticas vinculadas a las ideas y pedagogías como la Educación Popular, Waldorf, Montessori, Cossettini, Educación Libertaria, Homeschooling y otras referencias dentro de la llamada pedagogía progresista.