Por Gustavo Fernetti  (especial para El Vecino)                                                             

¿Quién no se ha sacado fotos grupales?

En esta época de las selfies y la autorreferencia, se ha establecido –dicen algunos especialistas- una cultura de la imagen, liviana e intrascendente.

La foto grupal, como testimonio del agrupamiento, hoy es siempre una foto feliz. Los fotografiados están sonrientes, divertidos, ligeros de preocupaciones, por lo general en una fiesta.

Esta costumbre, sin embargo, no es nueva.

Va a salir el pajarito

Con la llegada del daguerrotipo, la foto se convirtió en una especie de competencia para el cuadro y el fotógrafo, el enemigo del pintor. La foto era relativamente rápida, copiaba los detalles con fidelidad y permitía  establecer cómo pasaríamos a la posteridad. La foto de casamiento, de recién nacido y –claro- la del difunto eran las que definían gráficamente la historia de las personas.

La foto mostraba, al comienzo, personas serias y rígidas, en riguroso traje de ceremonia e invariablemente simétricos, en caso de ser cinco, se agregaba algún florero que hiciese pendant a la familia geométricamente despareja.

Se vuelven comunes las fotos de parejas de esposos, de mellizos y gemelos, las fotos de grupos grandes ordenados, fotos de obreros, de trabajadores, de chacareros, de picnics y de fiestas. Las fotos, sin embargo, son en su mayoría solemnes, poseen un punto de fuga central y no hay lugar para la interpretación: es medio bobo, seguro que algo sabe, parece pensar en una mujer, quedan anuladas con la pose centralizada y la mirada al frente, ausente, seca e inexpresiva.

Como bien cuenta Pierre Bourdieu en “El campesino y la fotografía”, en estas fotos austeras y rígidas  el fotografiado es un personaje, un alguien dentro de la gente que lo rodea:

“se fotografía lo que el lector de la fotografía aprehende: no son, propiamente hablando, individuos en su particularidad singular, sino roles sociales ―el novio, el que toma la primera comunión, el militar― o relaciones sociales ―el tío de América o la tía de Sauvagnon”

Dado que la foto representaba la realidad (supuestamente) , no tardaron en aparecer fotos crudamente reales: pornográficas, de desnudos y cosas peores sucedían delante de la cámara y eran rápidamente vendidas a un público masculino ávido de demasías.

A veces éstas eran mujeres en calzones, pero en esa época era más que suficiente. No eran raras las tarjetas picarescas, las “carte de visite” con sonrisas atrevidas y las  postales con fotos de prostitutas, indicando nombre y dirección, tal vez con un poemita alusivo.

No tardaron en aparecer fotos donde la chacota era el tema.

La botella, la botella.

Existe en una revista Caras y Caretas de 1905, una foto donde se muestra a un abuelo, su hija y tres nietas, con un cartel que reza “Las Fieras”, mirando risueños a la cámara  a través de la reja de su jardín. Hoy diríamos que es una foto medio pavota, pero tiene sus virtudes. Es intergeneracional, posee una broma y la gente sonríe.

Es a partir de los años 20 cuando la fotografía se desacartona.

Las mujeres sonríen, los hombres miran hacia otro lado y la pose se vuelve lateral. No es raro que aparezcan grupos de gente en pose canchera, distendida, muy distinta a la pose de sastrería de 1900.

Broma fotográfica empieza a ser un lugar común de fiestas y agasajos.

La idea es sencilla, hay una fiesta y se llama a un fotógrafo. Este dispone más o menos a los comensales o invitados y saca una o dos fotos. Luego, la foto se compra, por parte de los que desean tener un recuerdo.

La foto jocosa, cuya esencia es hacerse el vivo delante del fotógrafo, tuvo cierta variedad, pero en todas estas fotos de fiesta, hay un gesto fundamental: tomar vino del pico de la botella.

Esta bobada parece haber cundido en todas las fotos jocosas. Casi no hay foto de evento –navidades, reuniones de amigos, casamientos- donde no aparezca el espontáneo que toma vino, cerveza o sidra directamente de la botella.

Otras barrabasadas, como jugar con la cabeza del lechón asado o fumar un chorizo son secundarias, y la foto nunca pudo registrar las bolitas de pan en veloz viaje hacia el ojo de algún tío.

Por lo tanto, la chupada del pico parece ser “LA” broma.

Hacele cuernitos, que no se da cuenta

Con el tiempo, la profusión de fiestas y congas invadió todos los ámbitos de la vida cotidiana. Se empezaron a festejar egresos e ingresos, fines de año, aniversarios y la fiesta abarcó actividades antes rigurosamente de etiqueta, como congresos médicos y recepciones políticas.

Una de las áreas donde la broma fotográfica parece ser la estrella de la noche es la fiesta empresarial. Allí, “la joda” es aprovechar que no se está en la fábrica o la empresa. Dado que suele concurrir el gerente o directamente el dueño, confraternizar con estos personajes sin riesgo parece ser un campo fértil para la foto canchera.

En ese contexto ajeno a las relaciones de producción –al menos eso creen ingenuamente los invitados- el jefe se saca fotos con sus empleados, recibe bromas suaves pero claras (por ejemplo hacerle cuernitos, sacarle la lengua o apoyarle la mano en el hombro) y comparte las sonrisas. Tal vez el fotógrafo oficial registre eso, quizás alguno lleve la Kodak Fiesta con los flashes de cubo, para ese menester nocturno. Pero como le ocurrió al carruaje de Cenicienta, para el jefe estos atrevidos con permiso se transforman, al día siguiente, en un grupo de zapallos con sueldo. A las 7 a.m. basta de confianzas, la fiesta terminó, el reloj marca el horario y a poner el hombro, que el del jefe se puso anoche.

Una en que estemos todos.

Con el tiempo, la broma fotográfica se hizo cotidiana. Hay que pelearla para que cause gracia y a menos que uno sea un adolescente en la edad del pavo, a las dos horas nos olvidamos del chiste. A seis fotos por minuto, la gracia se disuelve en los megapixeles de la Canon Powershot. Son fotos destinadas a no perdurar.

Pero hay algo más que une a las fotos jocosas, más allá de tomar vino del pico o hacerle cuernitos  un  cumpleañero.

La foto jocosa reafirma lo serio.

La broma hecha al jefe, implica reconocer su jefatura. Hacer que se fuma un chorizo  es un acto que se hace luego de comer, no antes.

Como en el carnaval, hacer una broma fotográfica es un momento sublime en el cual se pone en crisis lo establecido, pero sin derribarlo. Al contrario, sin ese espacio sagrado, serio y solemne la broma no tendría sentido. Pasado ese instante, lo formal queda incólume e incluso reforzado. ¿Acaso el gerente no tiene derecho ahora a exigir más, ya que otorgó ciertas libertades? ¿Acaso jugar con la comida sólo se puede hacer a sobremesa, ya que la comida es sagrada y con ella no se juega? ¿No será que sólo los borrachos empedernidos toman del pico, y situarlo sólo se hace en una cena alegre?

Pasado el momento, volvemos a ser empleados sobrios, juiciosos, serios. Un borracho nunca se saca una foto bebiendo, lo hace a escondidas o en un bar, nunca en una Navidad, no querría.

Siempre hay algunos que no desean sacarse fotos. Ven ese acto como una invasión, un acto forzado por otro; los que se resisten a sacarse fotos no juegan, no participan en la broma y desean verse como ellos quieren, no como lo desea el fotógrafo. La foto jocosa implica una participación, y un consenso, sin eso es imposible.

Quien esto escribe cree que las selfies son una forma actual de la foto jocosa. No hay selfies severas, adustas, sino de personas que sonríen. Registran un momento feliz. Pero la foto jocosa implica jugar y en algún momento el juego se acaba.

La inmediatez y la fragilidad del momento es lo fotografiable, la foto-cachada es un monumento a eso tan efímero que es la felicidad.

No es poco.

 

Investigación;: arq. Gustavo Fernetti.

Imágenes: Diego González Halama