Sería un error ver a este drama como un suceso exclusivamente soviético –es decir, cultural e ideológicamente ajeno, remoto– solo por el hecho de haber ocurrido en su tiempo y jurisdicción. Aquí veremos por el contrario un drama en el más amplio sentido humano, en el que lo político y lo científico están atravesados por lo psicológico: el hecho acaecido es estadísticamente tan improbable y potencialmente tan espantoso a su vez, que hasta los más cuerdos reaccionan en un primer momento de la manera más loca: negándolo.
Ante la posibilidad de que el núcleo del reactor haya explotado la lógica responde: “eso no es posible, nunca se ha visto algo así”. No importa que unos pocos lo verifiquen con sus propios ojos, la respuesta siempre será la misma: eso no es físicamente posible.
¿Y el fuego? ¿Y la explosión? Cualquier cosa pudo haber estallado, excepto el núcleo del reactor. Todas las formas indirectas de comprobación son en vano, cuando los dispositivos de medición indican que la radiación en el aire es extrema y supera a la emanada por la bomba de Hiroshima, los hombres más capacitados no dudan: ese aparato está roto o anda mal, busquen otro.
–No hay núcleo. Ha explotado –informa el empleado de la planta nuclear.
–Usted está en shock –responde el jefe, dando una explicación psicológica a la novedad del subalterno.
–La tapa no está, la chimenea está ardiendo, lo he visto –especifica.
–Sáquenlo de aquí –ordena a otros, ya que no se puede confiar en las informaciones de un empleado mentalmente disminuido–. Usted está confundido –insiste el jefe y suma la explicación científica negacionista–: Los reactores RBMK no explotan.
–El núcleo no está. Me he asomado directamente –verifica un segundo empleado visiblemente afectado, herido, enfermo.
–Usted está alucinando. Llévenselo a la enfermería –persiste el jefe en la interpretación patológica, asumiendo a su vez una actitud igualmente enferma, maníaca, rechazando todos los datos e informaciones de la situación. Y los trabajadores continúan su labor, cumpliendo con los procedimientos protocolares –y absurdos– como si los hechos no hubieran ocurrido.
Adjudicar la paralización y la negación a la mera maldad o estupidez, sería ingenuo, aunque el hombre de hecho sea malvado o estúpido, como Dyatlov, el hombre a cargo aquella madrugada del 26 de abril de 1986.
Este entorpecimiento de los sentidos en momentos decisivos afecta a los hombres más competentes y es perfectamente natural. De hecho, son quizá los más capacitados los primeros en negar la realidad, pues son ellos quienes saben a ciencia cierta de la probabilidad estadística para que una serie muy específica de factores den con un resultado inaudito o anómalo, y de sus fatales consecuencias. Eso ha explotado, diría una persona corriente con base en el sentido común. No, responde la autoridad, eso técnicamente no es posible, un reactor RBMK no explota. Y uno que es ignorante, debe someterse a la palabra autorizada.
Se da luego la situación inversa. Una científica informa de los peligros inminentes a una autoridad del Partido, y esta rechaza su opinión.
–Prefiero mi opinión a la suya –sentencia simplemente el subsecretario del Partido.
–Soy física nuclear –refuta la mujer–, y usted antes de ser secretario trabajaba en una fábrica de zapatos –termina, tratando de convalidar su punto de vista.
–Sí, fabricaba zapatos –confirma–. Y ahora estoy a cargo –añade terminante y se sirve una copa como para brindar–: Por los obreros del mundo.
Recuerda a otras catástrofes popularmente conocidas: el diseño del Titanic hacía teóricamente imposible su hundimiento, por lo que este sería negado hasta que ya fue demasiado tarde.
El caso Chernobyl no es solo una cuestión moral reductible al accionar de gente buena o mala, a las verdades y mentiras intencionadas como propone el discurso introductorio que realiza en frío el protagonista Valery Legasov (¿cual es el costo de las mentiras? El verdadero peligro es oír tantas que ya no reconozcamos la verdad). Más acertado es el planteo siguiente sobre la salud mental –Para ellos, un mundo justo es un mundo cuerdo. Chernobyl no tuvo nada de cuerdo–: el accionar de los involucrados fue errático y hasta demente, y esto no puede adjudicarse únicamente a mala voluntad.
–Creo que es hora de asumir… –dice un empleado en el momento decisivo en que la catástrofe ya ha ocurrido y es apremiante afrontarla.
–¿Qué quieres, Boris? –interrumpe otro lo más rápido posible– Si es cierto, habrá muertos. Millones. ¿Eso quieres oír? –Lo notable en esta y otras situaciones, es que el hecho no puede, no debe, ser pronunciado, como si al hacerlo fuera finalmente invocado, supersticiosamente.
La tragedia no debe ser enunciada por el lenguaje, porque se haría realidad. La negación en las palabras, en la comunicación humana, ocurre habitualmente ante sucesos psicológicamente insoportables, sin importar la inteligencia o la cultura de los sujetos involucrados.
Por último, la negación en la esfera política es probablemente la más conocida por todos. Sus esbirros son relacionistas públicos, y lo más importante nunca será la salvación física e inmediata del pueblo, sino la mala impresión que dará al mundo semejante bochorno, tal muestra de ineptitud y debilidad a los enemigos. Los primeros esfuerzos se concentrarán pues en contener la propagación de la noticia, y en segundo lugar en contener la propagación de la catástrofe, pero con el objetivo de no empeorar la imagen púbica de la nación, de un pueblo moralmente superior.
En las altas esferas de poder en Chernobyl, las palabras e informaciones directas y no diplomáticas sobre la verdadera gravedad del asunto son rápidamente interrumpidas por discursos retóricos donde se apela a lo patético (pathos), a lo sentimental, a la grandeza patriótica.
–Me pregunto cuántos saben cómo se llama este sitio. Lo llamamos Chernobyl, por supuesto. ¿Pero cómo se llama en realidad? –pregunta un anciano funcionario, símbolo de los valores originarios de la Revolución.
–Central Nuclear Vladimir I. Lenin –responden.
–Exactamente. Vladimir I. Lenin. Él estaría orgulloso de ustedes esta noche… A veces caemos presa del miedo… pero la fe en el socialismo soviético siempre tiene recompensa… Este es nuestro momento para brillar… (La patria nos necesita…) –Etcétera, etcétera.
¿Sería posible sobrevivir a este mundo sin una actitud negacionista, ínfima e imperceptible pero constante, ante los hechos malvados y enigmáticos de la vida cotidiana?
Finalizo con una analogía literaria: como en Dostoyevski, se despliega en Chernobyl un coro de individuos con psicologías particulares y nombres difíciles de pronunciar. Este conjunto concreto de individuos en un tiempo y espacio determinado, pueden representar sin embargo a cualquiera de los hombres y mujeres del mundo.
Bruno del Barro