“Cuando te sacan el banquito y suena la campana te quedás solo”
RINGO BONAVENA

Empiezo por aclarar que la apertura de esta nota no responde al canon fijado por los manuales de periodismo, en tanto habla del cronista, el mismo Fisgón, y no del tema principal y sus protagonistas. Esta licencia me parece necesaria por estar vinculada a lo que quiero comentar y no me llevará muchas líneas. Solo diré que desde chico me atrae el box y que las primeras peleas las vi en el cine y la TV (Nombro una, solo para situarnos: “El estigma del arroyo”, con un joven Paul Newman en el papel del púgil Rocky Graziano). Fue recién después de los veinte, como parte de una deriva que me llevó a conocer zonas de la ciudad barrial o periférica, que tuve la oportunidad de apreciar el boxeo en vivo, en las veladas de fin de semana organizadas por el club Horizonte. Entonces descubrí dos cosas: el nivel de fiereza que podían alcanzar las preliminares de aficionados, desprovistos de recursos técnicos que amortiguaran los golpes, y los ruidos de los guantes al chocar, de un volumen y una crispación inaudibles en las transmisiones televisivas.
La otra licencia es una breve audacia: apurado por el cierre, decidí escribir sobre las superserie alrededor de Carlos Monzón, estrenada por Space el lunes 17 de junio, habiendo visto solo el doble capítulo de presentación. Y un dato intrascendente: mientras duró su prolongado reinado en la categoría de los medianos, el campeón no me terminaba de caer. Reconocía sus dotes de excepcional pegador pero, tal vez porque se perfilaba como seguro ganador, no despertaba mi simpatía. Me parecía que sus largos brazos llegarían a cualquier cabeza, como llegaban al punching ball, y que no había modo de contener su tarea demoledora.

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A poco de empezar, la escena en un gimnasio pone en evidencia que los golpes enguantados suenan como corresponde. Detalle no menor en un relato que debe hundirse en alguna forma de realismo y que la industria audiovisual debe haber incorporado hace tiempo. Mientras lo observa, Amílcar Brusa, quien será su manager y mentor, apunta dos cualidades del joven aspirante: pelea con sus sparrings como si fueran boxeadores profesionales y demuestra no tener miedo. Y cuando le pregunta por qué quiere pelear, Monzón responde: “Para tener dinero y mujeres”. Brusa lo mira y replica: “Acá se pelea para ser campeón”. El desarrollo posterior del ciclo dirá hasta qué punto se trata de opciones compatibles o excluyentes.

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La historia está pensada como un puzzle cuyos viajes hacia atrás rematan, de modo indefectible, en el crimen de Alicia Muñiz, segunda esposa del campeón. Los flash backs revelan que en su niñez y adolescencia, el protagonista debe librar un áspero y prolongado round contra la miseria y el desamparo. Es elocuente la escena en que el chico roba una olla para poder comer con sus hermanos y la sanción por tamaña felonía será que un adulto le queme las manos en el agua hirviendo. La lucha por la subsistencia es también un aprendizaje, según muestra el episodio de cazar una víbora con un arma de fuego – metáfora visual que puede ampliarse a voluntad – y la consigna de “disparar como un hombre”. ¿Acaso la vida en un medio hostil es un modo apenas velado de sugerir la forja del machismo que será un rasgo del Monzón mayor? Sin ensayar una respuesta, cabe la posibilidad de conectar esta parte con el eje narrativo del caso policial según opciones diversas, que van de la causalidad en un hombre predeterminado a una acción fatal o bien, de una explicación que toma distancia de su ferocidad para acentuar el peso del contexto.

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La historia de Carlos Monzón, el púgil más destacado que el país dio al mundo, no es entendible sin un registro del contexto social que lo formó y de reglas de éxito y promoción sustentadas en un particular sistema de premios y castigos. La dirección de Jesús Braseras, diestra en la faz fílmica, se aparta de la distancia mencionada al mostrar un retrato fijo de Monzón, usado a la vez en la promoción de la superserie, con la frente oculta detrás de mechones oscuros y ojos que parecen saltar de sus órbitas. De aire lombrosiano – Lombroso fue un autor cuya teoría consistía en identificar la inocencia o culpabilidad de un individuo según su fisonomía – inclina la percepción del público en una dirección en vez de mostrar los hechos como si estuvieran ocurriendo. Otro tanto puede decirse del fragmento adicional en que una especialista explica que el crimen cometido en l988, en una casona alquilada de Mar del Plata, debe considerarse un femicidio, palabra no usada cuando habitualmente se hablaba de “crimen pasional”.

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En la misma dirección se inscribe la intervención de Soledad Silveyra como madre en la ficción de Alicia. Impecable desde el punto de vista dramático, dice en un pasaje: “El es un monstruo (…) No quiero escuchar a sus amigos diciendo por la televisión que era un buen tipo”. Frase más creíble en la actualidad que en aquel tiempo o si se prefiere, más propia de la mano de un buen guionista y no de una madre atormentada por la pérdida de su hija. Por otra parte, tampoco es inesperable lo que puedan decir los amigos del inculpado en tanto la misma serie lo muestra desde el principio con gestos de lealtad hacia ellos. Otra cosa supone diferenciar lo creíble – rasgo narrativo – de lo verdadero – valor ético – y aceptar que un film o una tira en capítulos no debe ser edificante ni siquiera didáctica sino elocuente en la sucesión de imágenes y palabras que suministren al espectador los recursos para tomar su propia opción. Pero tal vez es pedir mucho en medio de una ola feminista que sigue agitándose, de una manera legítima, y con un caso tan resonante y delicado cuyo impacto conmovió al país.

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Fuera de estas observaciones, sería injusto no reconocer el valor del trabajo de cámara y los logros de un montaje (hoy lo llamaríamos edición) que despliega una historia fragmentada sin perder los hilos de lo que se quiere contar. Mauricio Paniagua y Jorge Román, en las fases de la juventud y la madurez del personaje, lucen ajustados, de rasgos físicos cercanos y, sobre todo, capaces de meterse en su piel sin revelar esfuerzos de composición. Y el término “piel” no debe pasarse por alto en una sociedad que presume de tolerante pero no ahorra críticas a los “negros villeros”, calificados de borrachines y pendencieros, cuando no de algo peor. Si guardamos fidelidad a la data de Wikipedia, la familia de Monzón, oriunda de San Javier, descendía de la tribu de los mocovíes, que vivieron en parte del Litoral antes de que lo ocupara la Civilización. Habitante de los márgenes, aunque trabaja en oficios varios hasta ser un pupilo rentado de Brusa, morocho criollo y para colmo, de sangre india, el hombre reúne atributos para acercarse a una bestia imaginaria, según la mentalidad del medio pelo, en otro largo round que deberá librar buscando el reconocimiento.

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Su suerte cambia de modo sustancial en 1970 al conquistar el título mundial de los medianos luego de derrotar al entonces campeón, Nino Benvenuti. Mantendrá el cetro durante siete años en catorce defensas de las que saldrá invicto. Su status empieza a ser otro: amigo del actor Alain Delon, amante de la bellísima Úrsula Andress, reconocido por el jet set europeo y elevado, incluso, a la categoría de semental o sex simbol. En condición de tal es convocado para actuar en varios films. En uno, “La Mary”, la ficción atraviesa las barreras del rodaje y se hace real a través del romance con la mismísima Susana Giménez. Es la dicha de los programas cholulos y las revistas del género: la unión entre el supermacho que surgió del barro y la estrella del shock. También protagoniza westerns spaguetti, como “El macho” y una película singular, incluso en la original filmografía de Favio: “Soñar, soñar”, junto al cantautor Gianfranco Pagliaro. Ambos componen una pareja de marginales que obliga al campeón a resignar su aire seductor. Y no lo hace mal. Su sueño – adviene el lector – es triunfar en la gran capital..

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“-Nadie le tocó la cara” sentencia un amigo, El Alemán, en rueda de café, aludiendo a una inteligencia para boxear que iba más allá de la potencia de sus golpes. “Briscoe se la tocó” – replico, nada más que por prolongar un contrapunto que no tiene resolución. Lo cierto es que Benny Briscoe fue un negro de cabeza afeitada, que avanzaba por el ring como un zombi o un robot, casi inmune a cualquier guante que lo pudiera cruzar. Y, aspirante al título, en una de sus arremetidas logra colar una auténtica piña que deja groggy al invulnerable campeón. Algunos aficionados deben recordar su rostro desencajado mirando el reloj y deseando tal vez que la aguja se mueva más rápido y le conceda el respiro que necesita para que suene la campana y pueda seguir.. ¿Habrá recordado Monzón aquella escena en el momento ver desde el balcón el cuerpo de Alicia Muñiz, tirado abajo sobre un charco de sangre? Seguramente no. ¿Y habrá recorrido algunas imágenes mientras su Renault 19 da vuelcos en la banquina que bordea la ruta que lo ve morir? (Última salida transitoria, para dar clases de box, de la cárcel en que purga su condena por homicidio simple)

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Surge de lo más abajo y muere penando una condena. La teoría del ídolo caído debería servir para dar cuenta del vínculo que liga el boxeo a la pobreza, sin concesiones ni prejuicios. Con más y con menos, el Mono Gatica, Ringo Bonavena, Víctor Galíndez, son los nombres más notorios de una lista que incluye a otros .La teoría aún no formulada debe responder algunas preguntas. ¿Entronizar a un ídolo que no puede sostenerse en su sitial? ¿O entronizarlo para luego verlo caer? Con la moraleja de que un mundo mejor, sin otros calificativos, no es un mundo para ellos. “Soy Carlos Monzón” dice Jorge Román, después de ser detenido, cuando advierte que va a parar a una cárcel común. Alarde de soberbia o pedido de prebenda, puede ser. ¿Pero la afirmación de identidad no aloja además otros sentidos? ¿O qué permanece entonces de lo que deja el sex-symbol, el actor solicitado, el rey del cuadrilátero que representaba a la Argentina? ¿Está condenado desde el principio (el estigma del barro) o pierde el control de un modo cruel y fatal?
Al asesino se lo condena. Al campeón se lo respeta. Esta escisión se ve en la calle, en los gritos de adhesión y de repudio Pero la espiral que conduce del hombre a la presunta bestia no es una cuestión personal.

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El género de las superseries plantea un diálogo con hechos reales que a menudo se parece a un intercambio. Si continúa su expansión, aquí como en el exterior, puede derivar en una nueva forma de realismo. De hecho, la proximidad de la imagen y su referente es marcada en tiras como la de Luis Miguel o el futbolista Carlos Tévez. Esta posibilidad de indagar para millones el entorno y sus historias debería incidir en el cambio de un estado de cosas, signado por la injusticia o la desigualdad, y no solo como confirmación de lo establecido, con el poder de los recursos audiovisuales. La serie sobre Monzón, en su lanzamiento, parece apostar a ver el pasado con ojos del presente. Es una apuesta y un desafío.

NB: Un día después de haber escrito esta nota, escucho de un parroquiano en el boliche
La versión de que Monzón peleó en Rosario, al menos en el Club Horizonte.
Y el hombre liga el dato al torneo Guantes de oro, sin más detalles. Me limito a reproducir lo escuchado