Por Bruno Del Barro

La Realidad en mayúscula, los hechos empíricos del mundo que vivimos y sus interpretaciones, parece hoy al alcance de la mano del hombre común, como si por fin hubiesen caído las barreras que nos distanciaban del conocimiento siempre en manos de alguna autoridad, ya sea un gobierno, la iglesia, la elite intelectual. Los medios parecen ser los fiscales de dichas autoridades y los periodistas se toman la libertad de decirnos, en nuestro propio lenguaje, qué están haciendo realmente u ocultando.

La Realidad se percibe hoy tal y como la muestran los medios masivos y las redes sociales: manifiesta a primera vista en un titular y en el desarrollo “minucioso” de un periodista, el cual asegura que su resumen es todo lo que se necesita saber, y debería agregarse: “todo lo que se necesita saber para que usted, pueda juzgar”; con la posibilidad de que nuestra opinión, sin medias tintas ni más pruebas, pueda ser bosquejada en un tuit de 140 caracteres, al alcance de nuestro dialecto sin preparación ni entrenamiento, y esto a primera vista, parece ser una buena noticia.

Un ejemplo de esto es cómo el espectador, convencido de poseer las pruebas suficientes, se atreve a juzgar a un “sospechoso” como ya condenado, llevándose a cabo el nuevo fenómeno llamado “condena mediática”, que se pasa por alto los tiempos y las complejas y necesarias instancias de la justicia y las probables decenas o cientos de fojas sobre la investigación real, mientras la investigación mediática por el otro lado, ya tiene su decisión y veredicto.

La sentencia es la nueva forma que toma la Verdad.

Primeramente los titulares así lo fueron implementando y los comentarios, los estados, los pies de fotos, los memes, las frases sueltas en redes sociales acabaron por ser hegemonía. Estos mismos axiomas y aforismos sin desarrollo ni ciencia –que podemos encontrar su germen en los dichos tradicionales de la sabiduría popular- hoy día parecen contener una verdad definitiva.

Finalmente, estas sentencias son aplicadas a casi todos los aspectos de la vida vulgar, desde los titulares periodísticos, los eslóganes publicitarios de productos o propaganda política, hasta las discusiones acaloradas en tertulias y mesas pretenden acotarse en firmes y hasta violentos “fallos” de pocas palabras sin más fuentes y argumentación que la “experiencia”, el “sentido común” o los medios de comunicación, lo cual es semejante a decir “a conciencia, no estudié ni investigué nada”.

Un ejemplo que conlleva al error en esta clase de comunicación es el hecho de que la mayoría da por supuesto que de una misma información o noticia, todos deben sacar idénticas conclusiones a la propia. “Existe la convicción firmemente establecida y por lo común no cuestionada, de que sólo hay una realidad, el mundo tal como yo lo veo, y que cualquier visión que difiera de la mía tiene que deberse a irracionalidad y mala voluntad”, decía el especialista en comunicación y psiquiatra Paul Watzlawick en su “Teoría de la Comunicación Humana” (1).

La hipótesis es que esta democratización aparente de la palabra, esta Verdad al alcance de la mano del hombre común figuradamente con voz y voto, no es consecuencia de un pueblo que por fin se apropió de las herramientas intelectuales otrora patrimonio de una elite cultural, sino por el contrario, esta elite, los nuevos poderosos, los dueños de la información y los medios masivos y por lo tanto de la Realidad, nos han engañado de que es así, de que el mundo es simple y homogéneo: nos han persuadido de la total prescindencia e inutilidad de todo aquel bagaje de conocimientos de las ciencias humanas (antropología, sociología, psicología, comunicación social, etc.) para interpretar el mundo.

Este es el engaño: la sociedad puede prescindir de todo esto, de toda profundidad y filosofía, y por lo tanto usted y yo, ciudadanos laburantes e iletrados que pagan impuestos, pueden ser “sabios” e “inteligentes” sin peldaños ni instancias, y ver el mundo “tal como es” a través del diario y la televisión, sin sudar una gota, sin agotamiento físico ni desvelo intelectual, sin ciencia ni método. Y yendo aún más lejos, sin siquiera la ayuda o el consejo de aquellos que sí se dedicaron con arrojo al estudio e investigación.

No se trata de otra cosa que de una treta demagógica, otra más en la historia de la humanidad, del amo al esclavo, de los señores a los vasallos, del burgués al proletario, del poder hacia el pueblo, para estimarnos partícipes y protagonistas, y por último y más importante, para asegurar la dependencia ciudadana hacia los medios de comunicación, íntimamente relacionados con el poder económico y político.

“La ciudadanía cree que está informada cuando está sólo entretenida”, dice la periodista española Rosa María Calaf.

Tanto como el problema, las soluciones parecen también al alcance de nuestro conocimiento limitado: nuestra opinión parece valer y nos consideramos protagonistas, rápidamente la compartimos en redes sociales y programas de radio y televisión reproducen nuestra palabra en una democracia de ensueño: no necesitamos ningún tipo de preparación para salvar a nuestro país. Realmente acabamos convencidos de nuestras soluciones para arreglar los problemas de una nación: inseguridad, corrupción, economía, política, derecho penal, inmigración, fútbol, etc.; que sospechosamente coinciden con la agenda mediática.

¿Hacia dónde vamos? Hacia un conocimiento que prescinde de toda acumulación de datos, de toda investigación concienzuda, alejado de todo desarrollo y especialización por más escueta que esta sea. Y no hablamos de especialización en el sentido universitario, en el que sólo valdría la opinión de académicos consagrados por diplomas; sino que los avances más elementales de las ciencias sociales de hace un siglo, reniegan de incorporarse al sentido común, a la sabiduría popular.

Bruno del Barro

9/8/17

(1)“Teoría de la Comunicación Humana” (1967) Paul Watzlawick, Janet Helmick Beavin, Don D. Jackson