Por Jorge Isaías
Un escritor, diría Piglia, escribe lo que puede y no lo que quiere. En todo caso, hace su camino por los lugares que elige, seguro de lo que no desea para ser el escritor que se supone que quiere ser. Con elegancia decía que si cada cual se dejara llevar por el deseo todos seríamos Dante Alighieri. Entonces -repetía- todo sería más fácil.
Un escritor, decía Juan Rulfo, no puede escribir con una palabra neutra. Y le dijo una vez a Héctor Tizón, que era su joven amigo y siempre lo consultaba, que el único que usaba un idioma para todos era el Papa. Quien hablaba todos los idiomas, pero a todos los hablaba mal. Le recomendó escribir como hablaban sus paisanos, esa modulación que el jujeño había aprendido de sus niñeras quechuas. Dicho con mis palabras, un escritor tiene que escribir en una palabra que tenga carnadura sin importarle si sigue el canon o la lengua estrictamente literaria. Al contrario, creo que cada vez que esté más cerca de la lengua hablada, mejor.
Acaso, como escribió Saer, la lengua privada apela a una originalidad más plena porque sale de la naturaleza y se mete en la historia.
Nuestro país ha instaurado un canon desde Buenos Aires que caló en la Civilización y Barbarie. Para la capital orgullosa y unitaria, lo primero, y lo segundo fue llamado Regionalismo. Tal vez para no ofender al patriciado con esa palabra que remonta a la época de Rosas y el caudillaje, que -como quisieron Sarmiento y los porteños- atrasaron al país 200 años.
Muchos escritores del Interior se pasaron a una lengua urbanizada y pulcra para no ser reconocidos y así se arruinaron muchos.
Sobre todo para dar razón a mi amigo Miguel Federik, el poeta de Villaguay, quien opina que los únicos acreedores al gentilicio de argentinos son los porteños, ya que los demás no lo somos. Respondemos por ser mendocinos, santafesinos, cordobeses, salteños y hasta rosarinos. Somos (vamos al baldón) escritores del Interior. Muchos se han malogrado porque han sido tan cuidadosos que no tienen identidad, son lo que los porteños quieren para nosotros, por más que nos hayamos criado en la selva misionera, en las sierras de Córdoba, en la llanura santafesina o en las islas del delta del Paraná.
Borges escribió: «Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como el mundo».* Y cuán desmesurados queremos ser nosotros, hombres que no desistimos de alabar los cielos abiertos, el viento sobre los pinos, el temporal que ruge en los matorrales solitarios, la mirada atenta que busca los pájaros por el aire, los gorriones que roban el fruto de los trigales, la última mariposa que poliniza sobre la alfalfa con sus flores blancas, el cielo que se traga para siempre esa bandada de flamencos de alas rosadas y la gaviota que persigue al arador solo en nuestro recuerdo empecinado en sostener la niñez muerta para siempre.
*Otra vez la metáfora, en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, 1928.