Por Mariana Miranda

   “Tengo siete años; ella sesenta y tantos… Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro.”

                                                     Truman Capote, “Un recuerdo navideño”

       No podemos negar, que en general, a esta altura del año, a muchos nos agarran reminiscencias de nuestras primeras infancias o de tiempos más o menos pasados. Tampoco podemos negar que conciente o inconcientemente nos esmeramos (en forma voluntaria o no) en  hacer lo que popularmente se dice “balances” (como si fuéramos meros contadores) del año que se termina o de nuestras vidas (esto suele suceder, también, en las celebraciones de los decanatos: a los 30, a los 40, a los 50 y etc. si usted es uno de los afortunados que ya a esa altura tiene la suerte de seguir cumpliendo años).

     La Navidad, seamos católicos o no, es una festividad que pega bastante. A algunos más, a otros menos, pero a todos, increíblemente, por algo, nos pega. Lo mismo el fin de año. Aunque para fin de año, la “onda” sea más dicharachera y parrandera que (como en general corresponde) para conmemorar el nacimiento de un Cristo que terminó (como también en general corresponde) martirizado en una cruz en donde lo pusieron los mismos que en su momento lo siguieron (¿destino de revolucionario?). De todos modos no podemos negar que sino todos la gran mayoría de nosotros festeja la navidad (el nacimiento de Cristo). Después nos arrepentimos de su muerte y volvemos a festejar su resurrección los domingos de pascuas. Son cosas que en verdad no entiendo como “festejables” pero bueno, las festividades son así (aclaro que nunca fui católica por estas mismas cuestiones que no entiendo).

      De todos modos siempre se consideró a la Navidad como una fiesta de la familia y para pasar con la familia, incluso si el dicente no tiene familia, siempre busca, en general, pasarla con  quienes considere de una forma o de otra “sus seres queridos” (que la mayoría de las veces en general no son coincidentes con los miembros que integran lo que los psicólogos llamamos “el grupo familiar completo” ni mucho menos, son la gente de la vida, la que uno conoció a lo largo de los años, en distintas actividades o en distintos lugares, los amigos del alma, que uno dice…). También se considera a la Navidad como una festividad para los chicos, sean de la edad que sean, en donde se da prioridad a la gente de la primera infancia (de ahí que en  la mayoría los recuerdos más placenteros respecto de la festividad pertenezcan a esta época). Entre otras cosas, esto es, porque hay guita para regalarles a los chicos, para los grandes con el budín y la sidra alcanza y sobra. Son pocos los que a esta altura se regalan, sean devotos del Papá Noel o no (personaje foráneo si los hay que fue penetrando como la vanguardia de  la Noche de Brujas desde los estados juntos de la norte América, para variar…)

Más allá de las nostalgias o no de las navidades pasadas, las de nuestras infancias, las actuales no vienen muy bien barajadas, ya que  a esta altura del año  la térmica sube junto con la impaciencia popular por salarios que no alcanzan premios de fin de año que suenan a dádivas misericordiosas, el impuesto a las ganancias que no se arregla nunca sumado al  IVA y a los salarios desmesurados que cobran algunos sectores (cancilleres, embajadores, diputados, senadores, jueces y magistrados, funcionarios judiciales en general) más la calamitosa situación de los amplios sectores de la población que están desclasados  o a los que se considera directamente excluidos sociales porque están desocupados, analfabetos estructurales o funcionales, y mucho más cerca del narcomenudeo y del crimen que de cualquier otra actividad de subsistencia. No es que la térmica suba junto con la impaciencia popular por  la guita que no alcanza para el festejo, pero… cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia…

      La cita con la que abro esta nota, pertenece a un cuento magistral y perfectamente escrito por un autor extraordinario (Truman Capote), relato al que algunos llamarán peyorativamente “lacrimógeno” (¿más o menos que el “Cuento de Navidad” de Charles Dickens?) pero que no por ser un cuento triste deja de ser la más hermosa historia de una amistad entrañable (plagada de complicidad incondicional) entre un niño de siete años y una anciana, al que él describe como una prima lejana (“somos primos muy lejanos  y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria”) , “pequeña y vivaz, como una gallina bentam”, con “el rostro igual de escarpado y teñido por el sol y el viento que el de Lincoln”. “Ella sigue siendo pequeña”.

    Obviamente el autor norteamericano (autor de “Desayuno en Tiffany’s” y “A sangre fría” (novela con la que inaugura el género de la non-fiction novel) apela en este relato (relato que Julio Cortázar incluye en su antología  “Diez cuentos inolvidables”)  a su memoria y a los recuerdos de sus navidades en su infancia. Infancia complicada y difícil ya que según él mismo dice “mi madre fue la chica más guapa del estado de Alabama”, “a los 16 años se casó con un empresario rico de 28, a los 17 se divorció para ir a estudiar a la Universidad y a mí me dejó al cuidado de los numerosos parientes de la familia en ese estado”. En este sentido sorprende tanto la orfandad de ambos personajes como la complicidad del vínculo que establecen confundiéndose la voz del narrador que es el niño con la biografía del autor relatando que en “el viejo caserón de pueblo…viven también otras personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia”.

     El gesto de la anciana: hacer entre los dos con el poco dinero que pudieron ahorrar durante el año 30 tartas de frutas para regalar a los amigos, personas con quienes apenas hablaron o tuvieron trato, incluso el presidente Roosevelt, también el indio Jajá, quien vende wisky en plena ley seca y quien jamás ríe muestra el aislamiento de ambos respecto de su propio entorno familiar. Entorno que termina de fusilar el niño, al decir “Esta es la última Navidad que pasamos juntos. La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar”.

     Quienes han seguido  el derrotero biográfico de Truman Capote entenderán que su lugar nunca hubiera debido ser el colegio militar. También es significativo que adoptó el apellido del segundo marido de su madre, y también se entiende que tanto el niño como la anciana al momento del relato estaban muy vinculados entre sí pero muy aislados del resto del mundo, aislamiento que Capote llevó consigo durante toda su vida, a pesar del éxito inconmensurable que tuvo tanto en la literatura como en el cine. Este cuento también fue adaptado en una versión cinematográfica magnífica digna de verse, más recomendable aún es la lectura del relato, sea lacrimógeno o no es una tierna y emocionante historia de la amistad entre un niño y una anciana, tema no muy frecuentemente tratado (hay un vínculo similar en “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway  aunque el niño ya es un adolescente que quiere que el viejo, considerado “el mejor” le enseñe  a pescar).

 Si bien no todas las navidades son felices en general todos aspiramos a que lo sean (de ahí los deseos de felicidad desparramados por doquier para la fecha). Ser pobre (como es el caso del relato) no es un impedimento para la celebración. Ser viejo tampoco. Ser solo, mucho menos. En fin, está en cada uno tratar de celebrarlo como mejor pueda (o quiera). Es imposible dejar de buscar en las telarañas de la memoria, para estas fechas, las navidades pasadas que nos hicieron felices, las que cada uno recuerde, de sus años pasados, el año que nos regalaron tal o cual cosa, o el año que hicimos tal o cual otra. En general hay familias que las pasan siempre con la misma parte de la familia, o también, siempre se juntan en la misma casa o en el mismo lugar.

     Yo recuerdo aún, después de tantos años, las navidades pasadas  en mi pueblo en donde un vecino cortaba la calle (porque quería, era en la esquina de su casa) y organizaban mesas populares con parranda general para todos y todas (niños también y por sobre todo) con escenario y orquesta. Porque nadie te preguntaba si estabas solo o con tu familia o si estabas con bronca o si estabas triste o si tenías ganas de juntarte o no.  La navidad llegaba y había que esperarla y había que esperar las 12 para brindar todos juntos y desearnos entre todos la felicidad, no importaban los regalos, en realidad no los había, nunca los hubo, importaba juntarnos todos a comer y a brindar y después bailar y cantar hasta que asomara el sol del otro día…