Por Maria Angelica Scotti

     Ésta es la nueva novela del celebrado autor alemán de EL LECTOR, libro que alcanzó difusión internacional (fue traducido a 30 idiomas), además de una exitosa versión cinematográfica. Schlink, juez de profesión nacido en 1944, ha desarrollado una amplia carrera como novelista, sobre todo dentro del género policial. El eje alrededor del cual gira MUJER BAJANDO UNA ESCALERA es un cuadro que representa a una mujer desnuda y que da origen a una historia de amor. El libro transcurre en 2 tiempos y 2 escenarios diferentes: el de la juventud, en Alemania, cuando brota el enamoramiento; y el del reencuentro, en Australia, durante la incipiente vejez. Los protagonistas son la hermosa mujer del retrato, Irene, y el narrador (en primera persona), un joven abogado que debe interceder en la controversia entre el rico empresario Gundlach, marido de Irene, y el pintor del cuadro, Schwind, quienes se disputan la posesión de la pintura y, a la par, la posesión de Irene. El conflicto concluirá con la huida de Irene junto con su cuadro, lo cual frustra los deseos y esperanzas de los 3 hombres. Ellos se reencontrarán con la mujer y su cuadro recién 40 años después. Se trata de una novela bien llevada, amena, ágil y hasta conmovedora en algunos pasajes de la tercera parte. No ofrece, en verdad, la complejidad psicológica ni la riqueza descriptiva y conceptual de EL LECTOR, aunque hay ciertos puntos de contacto entre los respectivos narradores-personajes. Ambos aparecen como “chiquillos” ante la mujer de la que se han enamorado: así lo nombra repetidamente Hanna al adolescente Michael en EL LECTOR (entre los 2 se interpone una diferencia de 20 años), mientras que el narrador de MUJER… es calificado por Irene como “un buen chico” (a pesar de que ambos tienen edades similares, pero él es inmaduro, temeroso e inexperto en el plano sentimental). Frente a ellos, las mujeres se muestran fuertes y seguras en la etapa juvenil. En la tercera parte de esta novela, Schlink se vale de un recurso interesante: como el protagonista es dado a las fantasías y al ensueño, Irene, enferma y un tanto envejecida, le pide que le cuente cómo hubiera sido la vida de ellos dos juntos si la hubieran compartido y, a lo largo de varias páginas, él suelta su imaginación y ella lo escucha como si fuera una niña ante un relato paterno. Otro recurso destacable es el “fraccionamiento” de una misma acción o diálogo en diversos capítulos breves, lo que confiere a la novela buen ritmo y tensión narrativa. No son pocos los aciertos de este libro: la fluidez de la prosa, la destreza en los diálogos y el diseño eficaz de los personajes, en particular el del protagonista-narrador, coherente dentro de su simplicidad. El reencuentro con Irene, a la que él cuidará amorosamente, lo llevará a cuestionarse su forma de ser (demasiado racional, “ordenada y excesivamente meticulosa”), su propio pasado (“Con qué valor ella había vivido su vida y qué timorato había sido yo en la mía”). Es ponderable también la imagen que traza de la vejez: sin ningún asomo de idealización sino, al contrario, exponiendo sus fealdades o miserias (“Irene tenía un aspecto tan malo, con la cara pálida, las mejillas hundidas y el pelo sudado”). Y, sin embargo, es la mujer que él finalmente prefiere: “ansiaba ver a la Irene mayor, a aquella Irene que había bajado la escalera para venir a mi encuentro, no a la Irene joven”.

Fragmento:

     -No te dejaré morir en una habitación blanca. Morirás aquí; cuando llegue el momento. Cuando se acerque el fuego, iremos a la barca, y cuando se haya extinguido, volveremos a la casa vieja y seguiremos teniéndonos el uno al otro todavía un tiempo más. Hemos perdido tantos días que no podemos prescindir de uno solo.

     -¿Me prometes que moriré aquí? ¿Pase lo que pase?

     Se lo prometí; ella se soltó de la barandilla de la terraza y se quedó dormida entre mis brazos. Por encima de las montañas empezó a llegar un humo negro que atravesó la bahía y el día se puso oscuro, a pesar de que el sol aún seguía en el cielo, como un disco blanco mate, tras la humareda. Luego vi llamas sobre una de las montañas, levanté a Irene y la llevé en brazos a la barca; mojé todos los trapos y los coloqué en las maderas de la casa vieja. De las montañas empezó a descender un viento impetuoso que combaba los árboles e hizo que la casa de arriba gimiera y temblara, y agitó tanto el mar que las olas golpearon el muelle. El aire sabía a cenizas y a sal.

     El fuego avanzaba montañas abajo y troncos arriba hasta las copas de los árboles, que se erguían como antorchas antes de caer abatidos, o explotaban y lanzaban trozos de corteza ardiendo al aire. Fui corriendo hasta la barca y la puse en marcha. En la bahía temblaba la tormenta de fuego, y brasas y cenizas se arremolinaban por el aire. La casa de arriba era pasto de las llamas; durante unos segundos el fuego amarillo rojizo dibujó las líneas y el contorno de la casa y lanzó llamaradas por las ventanas, antes de que los troncos sobre los que se había construido ardieran y se partieran, y todo se viniera abajo crujiendo. El fuego cruzó hasta la vieja casa de la playa, hizo saltar las ventanas de sus marcos y el tejado y el alero se hundieron con un estruendo.