Por Gustavo Fernetti

 

A diferencia de las ovejas y los tigres, los seres humanos no toleramos la uniformidad. Estos bichos se diferencian sutilmente unos de otros, pero de manera de poder ser elegidos con mayor prontitud en el apareamiento y las marcas corporales asumen un rol para la selección sexual.

El ser humano, en cambio, carece de marcas evolutivas concretas como rayas, manchas o colores que le permitan a la hembra o al macho seleccionar automáticamente la pareja más fecunda o sea “presentarse”.

Esta carencia biológica se suple –es un decir- con marcas corporales dictadas por la cultura. Veamos algunas.

El Síndrome Colestone

La más sencilla es el peinado, la limpieza, el arreglo de lo que se posee.

Cualquier madre obliga a sus niños a tener las uñas cortas, el pelo más o menos aplastado y a bañarse. Estas conductas permiten generar una conducta de aseo personal y la marca de la limpieza es más quitar que poner.

 En las clases medias estas conductas se llevan a un extremo de frenesí. Una uña sucia puede generar un comentario adverso que el desarreglado evitará con espanto. Ni hablar de una diarrea mal contenida, que puede generar un prolongado ostracismo voluntario.

Uno de los motes más estigmatizantes es el de “sucio”. Un olor demasiado selvático puede clasificar con prontitud.  , por lo que compraremos shampoos, cremas limpiadoras, jabones y cepillos cada vez más especializados y personalizados de modo tal de ser limpios “a nuestro modo”.

Así, el perfume se adaptará a la piel del usuario y el jabón será el adecuado a nuestras eccemas, el champoo tendrá emolientes naturales, caramidas o extracto de escamas de esturión, siempre que nos dé un touch personal, irremplazable.

Elegiremos entre cientos de miles de colores de tintura, sólo para ser diferentes a ayer y aunque en el fondo seamos unos malos bichos, el pelo dirá que somos otra cosa, por lo general mejor.

Basados en esta verdad irrefutable, el cabello recibirá no sólo tinturas, sino también peinados especiales, cortes a medida, batidos, lavados y oxigenados de manera de ser uno mismo cambiando lo que se es. Una peluquería posee tantos perendengues que es imposible recordarlos a todos y tal vez está bien que eso sea así, por el bien de nuestra pelambre. En ocasiones, un exceso puede ser catastrófico. O bien, en el afán de ocultar las canas masculinas, ganarse el mote de “Carmela” en alusión a la famosa tintura para hombres.

Las fiestas ponen en crisis el modelo del arreglo personal, siempre. Una fiesta –para cada invitado- es un momento dramático en el que se deben ajustar todas las certezas previas sobre nuestro aspecto. ¿Estamos bien peinados? ¿Está bien limpio nuestro cutis? ¿Qué hago con ese deformante forúnculo en la mejilla?

Esto nos lleva, inevitablemente, a agregados y ortopedias, que veremos a continuación.

El señor y la señora Albalux

Intervenir en el cuerpo sin demasiado problema es sencillo también.

Desde hace milenios, se sabe que la forma más fácil de cambiar el aspecto de cuerpo es pintarlo.

Dejando de lado las pinturas de aborígenes  malayos, en la argentina siempre se usó el maquillaje, en un abrumador porcentaje por parte de las mujeres.

El maquillaje consiste en pintar ciertas partes del cuerpo con sustancias no permanentes para lograr ciertos efectos gráficos, como ocultar dos ojeras o acentuar el verde matador de unos ojos.

Así, la chica que se compra una paleta de colores y un polvo facial puede acentuar o disimular, esconder o resaltar ciertos rasgos.

Como cualquier mujer sabe, esto requiere cierta sabiduría, primero para saber que mostrar mejor y que no. Unos labios furiosamente resaltados en rojo perla no ocultarán el ancho de la boca, precisamente.

La subjetividad en estas evaluaciones, obviamente, generará efectos indeseables, inesperados o extraños, que las mujeres recuerdan muy bien y con frecuencia cruelmente:

“-¿Te acordás de Alejandra cuando se pintó de marrón abajo de la ñata? En vez de hacerla más larga parecía que tenía bigote.” 

Los hombres también se pintan, pero por lo general si son actores. El maquillaje escénico parece ser la única oportunidad para pintarse. Sin embargo, han surgido polvos, cremas y delineadores –a veces para los músculos de los brazos- de modo de simular pictóricamente un físico de historieta.

Una forma especial –y más compleja- de pintarse el cuerpo es bronceándolo. Si bien está al alcance de todos –hombres y mujeres- el sol tiñe de marroncito la piel, dando un tono chic a la persona, pero también dejando la impresión de un ocio placentero en la playa, del cual el bronceado es la resultante. Para ello, se acudió a mezclas extrañas que lubrican la piel, la tiñen de castaño o la protegen de la quemazón. El bronceado generó también centenares de productos subsidiarios y no solo bronceadores: toallas, alfombrillas, anteojos, gorras y reposeras extensibles, lámparas que reemplazan al sol y el famoso Pancután.

Pero cualquier “tostado” sabe que es menester una larga exposición al sol, con flechaduras, quemazones, untado de cremas y áreas desparejas, comparaciones odiosas y elección de vestimentas ad-hoc. Tomar sol desnudo se convierte en un impedimento más.

Esto hizo que el bronceador se especializara tanto, que hay cientos de marcas, que además, para vender más su producto asustan con enormes números de dos cifras en el pomo al futuro bronceado, previniéndolo contra el agujero de ozono. Pero libre de cáncer y con un tono semejante al del caballo tobiano, el bronceado asistirá a una fiesta con amigos con la satisfacción del deber cumplido: parecer otro.

Popeyes

La marca más irreversible es, obviamente, la herida, la cicatriz. Pero suele ser involuntaria. Aunque los jóvenes alemanes se batían a duelo y sufrían cortes en la cara de los que enorgullecían, los argentinos odiamos las cicatrices de accidentes, operaciones y peleas. Antes, los marineros se tatuaban y eso generó la tradición de tatuarse el nombre del barco, un ancla o unas cuerdas en el antebrazo, luego de hacer la colimba. Era algo más bien vulgar, eventual y hasta corporativo.

Pero el tatuaje –una serie de heridas minúsculas, teñidas de color- se ha impuesto con furor desde hace al menos 20 años.

Muchísima gente se tatúa. Eligen diseños de todo tipo florales, épicos, tribales. Se los tatúan en el hombro, en la cintura, en zonas escondidas a la mirada de los mortales. El tatuaje duele y según ha contado un tatuador, el lugar del tatuaje revela el carácter de la persona además del dibujo: la zona baja de la espalda, hombre y el tobillo son las zonas de menor dolor. La parte posterior del muslo, el pescuezo y el dorso de la mano son los lugares que promueven el grito.

Los lugares no son cualquiera. No debe deformar, solo añadir belleza. El tatuaje de un loro barranquero en el rostro causaría risa y unos símbolos maoríes en la palma de la mano, serían algo ineficaz. Se prefiere el hombro, para  lucir en el verano al costo de pocas lágrimas.

¿Por qué hace eso tanta gente?

El tatuaje es irreversible, es para siempre y sufrir los avatares de nuestra piel. Sin embargo, jóvenes, adultos y ancianos se tatúan. Algo pasa.

Marcados

Quien esto escribe cree que las marcas personales son para resaltar entre los demás. Pero esa verdad de  Perogrullo se combina con otra: la del momento. No nos bronceamos, maquillamos o tatuamos en cualquier momento. Algo debe pasar y eso es una crisis personal frente a lo social. La gente –en realidad, la imaginación de ella, tal como la posee Mirtha Legrand- nos pone en un lugar no deseado. Tal vez sea un problema laboral, un ninguneo del grupo de amigos o un evento memorable. A veces sencillamente dejar de ser joven. Pero esa crisis del yo justifica el que yo sea otro para sortearla. A veces con pintura. A veces no.

El caso extremo es el del tatuaje: un acto doloroso e irreversible, para hacerse una marca personal que sólo yo leeré entre la multitud que se fijará en la belleza de sus propios tatuajes. Ya no es la pertenencia al ARA Almirante Brown del colimba de Punta Alta, que se reencuentra, 30 años después, con los otros tatuados del barco.

Esto es otra cosa.

Este onanismo dermatológico provoca un placer especial, ya que yo –que soy otro– soy un yo mejorado, añadido, dibujado y en última instancia mágico, irreal. Las marcas personales absolutas, al marcar borronean, disuelven. Tampoco puede ser cualquier marca o surtirá un efecto indeseado: quedar como un loquito, un freak. La marca debe estar aprobada, lo que genera una paradoja: me diferencio de todos, que hacen lo mismo que yo con el mismo método.

En tiempos de individualismo feroz, ser un yo absoluto e irrepetible, para el cual el mundo es un mero escenario, desemboca en la masificación; si todos se maquillan, se ensartan agudos piercings, se broncean hasta la metástasis y se tatúan, la oveja está a la vuelta.

Esta paradoja es propia de estos tiempos, donde yo soy el cuerpo, no mis ideales, que quedan siempre atrás de la piel y que –incluso- no deben verse nunca.

No vayan a creer que soy el mismo de siempre.

 

Investigación: arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama