Está el aro de Tamara, pequeño y metálico, que colgaba de su oreja izquierda cuando la vi. Vi el pequeño aro pero lo que miraba era su cabeza rapada, resaltando la curva de sus cejas y los vértices de pelo naciente a los costados de su frente. Ella estaba sentada frente a un tostado y un vaso de coca y más allá, a un señor mayor que la escuchaba sin consumir nada. Supuse que podía ser su padre, un amigo e incluso un amante pero no seguí con la cadena de asociaciones. Me interesaba más otra cadena, la que vinculaba la cabeza rapada de Tamara con mi propia decisión de raparme la cabeza, unos treinta y cinco años atrás, si mal o recuerdo.

Entonces no había punks ni tampoco circulaba la moda de afeitarse el cuero cabelludo de modo que mi decisión bien pudo ser tomada como un gesto de vanguardia, injustamente apreciado por mis pares. Ellos solo festejaron lo excéntrico de verme salir de la peluquería ubicada debajo de la pensión en que vivíamos con Edy con la bocha reluciente. No sabían que detrás de mi gesto había una razón más íntima, alejada por igual de la estética callejera y de mi condición de chico rompebolas (Edy y yo eramos catalogados de chicos rompebolas).La razón era que mi pelo lacio y largo empezaba a caerse mientras se ponía graso y oscuro. Un pelado en ciernes y un trauma de aquellos, porque yo venía de una generación de rockers, que quise conjurar de un modo drástico.

En la mesa del bar Tamara y el hombre mayor charlaban hasta que el hombre se levantó y salió luego de saludarla. Ella terminó su sándwich y se quedó mirando por la ventana. Yo seguía el tamborileo de sus dedos junto al plato vacío mientras esperaba que sus ojos hicieran un paneo por el interior del bar sin muchas expectativas. Mis expectativas en realidad se reducían a cero y tampoco sabía qué haría en caso de tener que hacer algo. Pero encontré en el movimiento de sus dedos finos una señal que tal vez no había.

-Te puede parecer tonto – dije, luego de levantarme y acercarme a su mesa -. Pero me gusta tu cabeza.

Ella me miró por primera vez debajo de sus cejas marcadas y me dijo.

-Es un poco tonto pero no me importa. A mí también me gusta.

Y su expresión se fue distendiendo sin llegar a la sonrisa. Luego me dijo que no tenía muchas ganas de charlar pero tampoco estaba interesada en verme ahí parado. Me senté, le dije mi nombre y ella me dijo que se llamaba Tamara. Las primeras frases fueron cortas y frías y yo me limité a pedir dos cafés. Ella cambió el tono cuando le conté de mi cabeza rapada con una máquina cero. Mis expectativas pasaron de cero

a uno.

Hay chicas que andan por ahí buscando datos del pasado o de un tiempo que no conocieron. Tamara parecía ser una de ellas. Yo le conté de la época en que salir con el pelo largo era todo una aventura. Ella me dijo que trabajaba en una biblioteca de barrio y que le gustaba leer. Le dije que había escrito algunos libros y que disponía de un par de ejemplares, si le gustaban los relatos.

En casa le regalé un ejemplar de Historias con Mujeres, que es mi libro menos feliz pero era el que tenía a mano. No recuerdo la dedicatoria porque, a cierta altura, suelen repetirse. Sé que agarró el libro, lo hojeó ligeramente y me preguntó qué otras cosas me gustaban aparte de su cabeza. Sonó como un avance pero yo dudé que fuera un avance.

 

Tamara era muy joven, tenía una boca grande de dientes parejos y una nariz respingada entre sus ojos de un castaño claro.

-Me gustaría pasar mi mano por tu pelo rapado – dije, con total sinceridad.

– ¿No es mucha confianza?

-No sé – dije-. Eso lo decidís vos.

Se quedó mirando hacia abajo la tapa del libro, que tenía en su regazo y mostraba a una mujer desnuda, apagó el cigarrillo en el cenicero de madera y se quitó el aro de su oreja izquierda.

-No quiero que me acariciés – apuntó.

¿Cómo pasar mi mano sin llegar a acariciarla? Era una línea muy delgada que me propuse no cruzar. Me limité a gozar del roce con su pelambre incipiente, una sensación que yo conocía porque había hecho lo mismo con mi propio pelo treinta y cinco años atrás. De haber empujado tal vez hubiéramos llegado más lejos. En ese momento mi envión llegaba hasta allí.

El aro lo dejó olvidado sobre la mesa y con el tiempo pasó a formar parte del rubro Objetos Perdidos que luego rebauticé Hallazgos y Extravíos. Una vez que lo encontré me pregunté por qué se lo había quitado si fue todo lo que se quitó. Luego de dar vueltas por la gratuidad de ciertos gestos, me dije que era lo único que le faltaba para dejar su cabeza desnuda.

 

El aro de Tamara está encima del pañuelo negro de Ivonne. Negro con una franja multicolor. Ivonne vino una noche y al irse – estoy seguro de que se fue – me dejó el pañuelo que usaba como top, unos guantes con los dedos recortados y un reloj de plástico. Los guantes y el reloj se esfumaron pero el pañuelo todavía está.

Vi a Ivonne de espaldas al pasar frente al ventanal del minimarket. Charlaba con alguien sentada en la barra de adelante. No tenía el propósito de entrar pero al ver su espalda de piel morena y su hombro descubierto – el pañuelo apenas le tapaba el otro –decidí hacer un alto en el camino.

Menuda y de anteojos oscuros, Ivonne era lo más parecido a una chica sofisticada que había visto por aquí. Hablaba casi todo el tiempo y parecía encantada conmigo. A los diez minutos ya sabía que diseñaba ropa y los diseñadores que le gustaban y antes de la media hora me contó que tenía un tumor cerebral. No parecía puesta ni mitómana y no tuve más remedio que creerle. No me gustan las chicas parlanchinas pero el flujo verbal de Ivonne era tan envolvente que me mantuvo un rato sentado en la banqueta, tratando de saber quién tenía enfrente.

Luego caminamos por calle Santiago hasta el Parque Norte, que a cierta hora de la noche presenta un aspecto desierto. Nos sentamos frente al estanque, me preguntó si no fumaba y entendí qué se refería, limitándome a decirle que no. Entonces me dijo que se había colocado unos piercings en los pechos y me preguntó si no quería verlos. Antes de que pudiera contestar, ella se levantó el pañuelo top y me mostró un par de aros colgando de sus pezones. No fue un gesto procaz ni siquiera insinuante. Solo tuve la impresión de que sus pechos no estaban ahí para tocarlos sino para un registro breve, tersos como asomaban.  Fueron solo unos segundos al cabo de los cuales tiré una piedra al agua.

Otro rasgo de Ivonne: cada tanto repetía el nombre de Bárbara Peters. Se me ocurrió que aludía a una estrella de Hollywood, incluso llegué a pensar en los licores Peters. No pregunté nada porque suponía que ella suponía que yo debía saber. Hay chicas que se mueven así. Tiempo después vi el nombre de Bárbara Peters en el afiche de una obra de teatro. Era actriz pero de estos lares. Entré al local, un boliche de usos múltiples, y le di su nombre a alguien. Me señaló a una chica que arreglaba trastos para un ensayo, de cuerpo pequeño y rostro bonito. El primer impulso fue preguntarle por Ivonne pero casi enseguida desistí y me limité a saludarla con un gesto. Sentí que esa noche prefería no saber.

 

La edición en tapas duras de Madame Bovary que me dejó Ana también figura aunque no sé en qué casillero ubicarla. A veces pienso que fue un regalo y otras, un préstamo sin devolución. Cuando me lo trajo ella no agregó nada porque no era de hablar mucho. Y la prueba de mi incertidumbre respecto de la presencia del libro en casa fue que, luego de tenerlo en la biblioteca, decidí ponerlo en el cajón de Hallazgos y Extravíos.

Con Ana solíamos hablar de Flaubert. Ella decía que su estilo era perfecto – algo que ustedes habrán leído – y yo replicaba que la vigencia de Flaubert no estaba en el estilo sino en el personaje protagónico de su novela capital. En Madame Bovary, Flaubert había trazado un personaje que resistía las inclemencias del tiempo y reflejaba cierta condición de lo femenino hasta nuestros días. Solo bastaba cambiar el carruaje tirado por caballos por una Kawasaki de alta cilindrada. De ahí la histeria galopante y junto a ella, un don de ensoñación que rozaba lo perverso. La perversión, apenas encubierta, relucía en la frase del autor: “Madame Bovary soy yo”.

Estas pláticas amenas sucedieron a un período de acercamiento, sostenido en las cartas que Ana me enviaba a la radio donde hacía un programa. En las cartas, bien redactadas, filosas sin molestar, Ana firmaba como Moira. Un día, mientras fumaba un cigarrillo en la puerta de la FM, vi pasar una chica de jean y blazer azul que tiró un “hola” apenas audible. Llevaba el pelo lacio y corto, de un negro subido, y supe que era ella.

Cuando le pedí que nos acostáramos, Ana opuso reparos. No los típicos de una muchacha vueltera sino reparos que bordeaban la súplica. Tal vez mi error fue no saber esperar (Casi todos mis errores surgen de la ansiedad o la impaciencia). Ana fue una de las chicas más agradables que conocí. Aunque no era precisamente menuda, su cuerpo se deslizaba en mi cama como una brisa que entrara por la ventana luego de una tarde de verano. “¿Te puedo dar unos besos? – me preguntó una vez. ¿Cómo no iba a poder?

Después quise buscarla pero el tono de la voz de la madre, que atendía el teléfono, indicaba que mi oportunidad había pasado. Llegué a pensar en mandarle un mensaje que dijera: “Fui un boludo con vos. ¿No me das otra chance?”. Como se ve(o se lee), una boludez total.

 

 

Hay otros olvidos o extravíos que no fueron hallazgos así que prefiero no enumerarlos. Están, además, el Amenophis de Marcela – un muñequito negro con cuello de resorte que saltaba si uno lo oprimía – y la Pantera Rosa de la flaca Mónica. Quise guardarlos en el cajón aunque los dos fueron presentes a su modo. La pantera, en particular, es un trabajo artesanal hecho con pequeñas cuentas rosadas, hilvanadas por un hilo fino pero resistente. En el último año de la facultad teníamos un equipo que participaba de los torneos universitarios y al que yo había bautizado Lumpen. Por el modo de moverme y el color de la camiseta que usaba – de un salmón casi rosado – a mí me llamaban la Pantera Rosa. La flaca Mónica formaba parte de nuestro grupo de porristas sin porras. También solía arrinconarme contra una pared de calle Urquiza mientras hacíamos la cola para entrar al comedor. La flaca lucía cada vez más alta y sus formas crecían al borde de los límites pautados por la Naturaleza. El trabajo que se había tomado para hacer la Pantera y la soberanía de su contextura me excedían sin que yo pudiera hacer nada para equilibrar las acciones.

(De paso, apunto. El último partido de Lumpen fue frente a un equipo de Derecho, que estaba mejor preparado que nosotros y representaba los chicos canutos de entonces. En la cancha del La Salle, escenario habitual de los torneos, íbamos perdiendo por uno o dos goles cuando un foul del viejo Armando provocó una airada reacción de dos jugadores rivales. En menos de un minuto entraron a volar los trompis y cuando quise darme cuenta, vi la cara ensangrentada de un flaco de cuarto año cuyo nombre no recuerdo. Fue una tarde amarga sin porras ni porristas. Terminaba el 75, nuestro último año en la facu)

 

Y está por fin – con esta la corto – el paquete de fideos semolados Canale, que obviamente no podía guardar en un cajón del placard. Está en la heladera, desde hace un año o tal vez dos, cómo saberlo. Lo trajo Julieta un sábado a la noche con el propósito de preparar unos tallarines a la boloñesa. Y seguramente trajo otras cosas, dada su prodigalidad en estas lides, que no alcancé a ver. Yo solo vi los fideos Canale y los vi cuando ya era tarde.

A Julieta había llegado luego de un prolongado y sutil asedio. Mérito para ella, que se dejó asediar sin perder el aplomo, y para mí, que suelo borrarme después del primer intento. El escenario estaba montado en el austero living de su casa y la charla venía tan sostenida que me dio que pensar. Pensar, por ejemplo, qué debería hacer en los minutos siguientes. Hasta que advertí la dimensión de mi error. Yo no debía pensar nada porque la plática fluía en medio de una luz que menguaba con el avance del crepúsculo. La luz ambiental menguaba o disminuía, los dos seguíamos sentados en el mismo sofá y ninguno atinaba a encender el velador de pie, que estaba a un metro, o la bombilla de arriba. No atinaba o no tenía otra intención que sumergirse en esa penumbra densa que apenas dejaba ver los contornos, algunos perfiles. Yo sabía que ella estaba allí y ella sabía dónde estaba yo. Yo sabía además que debajo del suéter de Julieta latían unas enormes tetas. Las había visto en otra ocasión al inclinarse sobre la mesita del living para limpiar un cenicero. Alguna conexión debía establecer pero no tenía que preocuparme porque la luz cada vez más difusa, en franca retirada, lo hacía por mí. Nuestros labios se tocaron antes de que la oscuridad nos ganara. Debajo de la persiana a media luz ya no se veían las manchas de la pared de enfrente. El resto fue rápido, ella al menos se desnudó rápidamente y me condujo a paso apurado hasta su cuarto. Grácil y decidida, pude verla de cuerpo entero, antes de que perdiera la vertical, en un flash fugaz que mis ojos supieron resguardar.

Escribo estas líneas sin olvidarme de otros rasgos positivos. Fundidos en uno diría que  Julieta se perfilaba como una buena compañía para mitigar mis noches de soledad. Al menos, dos o tres noches de soledad por semana. No tenía pretensiones ridículas y sabía cocinar. ¿Acaso podía esperar más de una chica veinte años menor un lobo estepario como yo? Ninguna de los dos sabía que en sus bondades culinarias estaba el principio del fin.

Aquel sábado habíamos quedado en que ella pasaría por casa a las nueve y, según viniera la mano, se ocuparía de cocinar o saldríamos a comer algo por ahí. Alrededor de las siete yo escuchaba un disco de Rod Stewart mientras paladeaba un vaso de vino blanco. Decidí agregar un Clonagin de l mg porque había pasado un día trajinado y quería recibir a Yuli del modo más distendido. Me desperté a las diez y cuarto – 22.l5 para ser exacto – y luego de mirar el reloj sobresaltado, salí corriendo a la puerta de entrada. Obvio que no encontré a nadie. Solo vi, en el umbral, un paquete de fideos Canale.

Esa noche y los días siguientes traté de comunicarle a Julieta mi torpeza o mi pereza. Por el tono de la voz de su compañera de depto, me di cuenta que mi oportunidad había pasado. Con el correr de los días y atenuado el bajón, invité a Claudia, una amiga fiel, a cenar unos tallarines con salsa. Perdida Julieta, me parecía una picardía perder también los fideos. No preví – no podía preverlo – que en el momento de echarlos en el agua hirviendo me invadiría cierta desazón. Faltaba la luz difusa, esa penumbra que envolvía la piel de Julieta como un aura y que yo no estaba en condiciones de recrear con otra mujer. Claudia, que por algo era una amiga fiel, debió darse cuenta porque me dijo con naturalidad: “¿Por qué no salimos a comer algo por ahí?”.

De modo que el paquete de fideos Canale quedó en la heladera. A veces, al abrirla, me digo: “Lo tengo que tirar”. Pero no puedo hacerlo.