En el epílogo y penúltima página de Crimen y Castigo, de 1866, su protagonista Rodión Románovich Raskolnikov –spoiler alert-, aislado y olvidado ya en su celda siberiana -para expiar sus propias culpas, no las de la sociedad-, tiene una última pesadilla (una menor dentro de esa larga y gigantesca pesadilla que es todo el libro): la humanidad es desolada por un virus desconocido que amenaza la existencia. Su efecto es simple, devastador e insólito: el que cae enfermo, cree tener siempre la razón:
“Soñó, en su enfermedad, que el mundo todo estaba condenado a ser víctima de una terrible, inaudita y nunca vista plaga que, procedente de las profundidades de Asia, caería sobre Europa. Todos tendrían que perecer, excepto unos cuantos, muy pocos, elegidos. Había surgido una nueva triquina, ser microscópico que se introducía en el cuerpo de las personas. Pero esos parásitos eran espíritus dotados de inteligencia y voluntad. Las personas que los pescaban se volvían inmediatamente locas. Pero nunca, nunca se consideraron los hombres tan inteligentes e inquebrantables en la verdad como se consideraban estos afectados. Jamás se consideraron más infalibles en sus dogmas, en sus conclusiones científicas, en sus convicciones y creencias morales.
Aldeas, ciudades y pueblos enteros se contagiaron y enloquecieron. Todos estaban alarmados, y no se entendían los unos a los otros; todos pensaban que sólo en ellos se cifraba la verdad, y sufrían al ver a los otros y se aporreaban el pecho, lloraban y dejaban caer los brazos. No sabían a quién ni cómo juzgar; no podían ponerse de acuerdo sobre lo que fuera bueno o malo. No sabían a quién inculpar ni a quién justificar. Los hombres se agredían mutuamente, movidos de un odio insensato.
Se armaban unos contra otros en ejércitos enteros; pero los ejércitos, ya en marcha, empezaban de pronto a destrozarse ellos mismos, rompían filas, se lanzaban unos guerreros contra otros, se mordían y se comían entre sí.
Abandonaron los más vulgares oficios, porque cada cual preconizaba su idea, sus métodos, y no podían llegar a una inteligencia.
Sobrevinieron incendios, sobrevino el hambre. Todo y todos se perdieron. La peste aquella iba en aumento, y cada vez avanzaba más. Salvarse en el mundo entero lo consiguieron únicamente algunos hombres, destinados a dar principio a un nuevo linaje humano y a una nueva vida, a renovar y purificar la tierra, pero nadie ni en ninguna parte veía a aquellos seres, nadie oía sus palabras y su voz.”
“Crimen y Castigo” (1866), Fiodor M. Dostoievski. Traducción directa y literal del ruso por Rafael Cansinos Assens