Elena miró al médico en el consultorio y repitió mentalmente lo que le dijo.

-Su marido está de última. No se escapa de ésta.

Pedro había tenido un ataque al corazón (que hoy llamaríamos infarto) y según el médico, tenía las venas “todas tapadas de grasa”.

Elena se resignó, a sus 27 años, a ser otra cosa de lo que era. Desde 1947, en que vinieron casados de Italia después de la guerra, sabía que no lo quería. Habían tenido dos hijos, ya algo grandes. Pedro tampoco tenía muchas consideraciones, se iba a trabajar a las cinco y volvía a las dos, dormía una siesta de dos horas y se iba al bar. Supuestamente. Todos sabían que tenía otra mujer –también casada- a unas cuadras de la casa. A las ocho Pedro volvía a comer y dormía hasta el día siguiente, en que iba a trabajar.

A Elena la rutina y la indiferencia le resultaban cómodas, no tenía que hacer más que lo que se esperaba de ella, o sea cocinar, limpiar la casa, atender a los críos, ir a la iglesia los domingos. Esto le permitía cierta libertad de pensamiento que destinaba a chusmear con las vecinas, debatir sobre Perón con la verdulera y criticar la ignorancia de las maestras de sus hijos.

Una  mañana Pedro amaneció muerto.

Elena lo supo cuando se levantó y sin demasiada alharaca fue a lo de su hermana, a pocas cuadras y le dijo. La hermana habló con su marido y el concuñado de Pedro tomó un taxi cachazudo hasta Caramuto y comunicó la novedad. A las dos horas, unos empleados de riguroso traje golpeaban la puerta de la casa de Elena.

Fueron solemnes, prolijos y respetuosos. La comitiva de la cochería estaba formada por un administrativo, un técnico y un médico que solicitaron papeles, auscultaron a Pedro y dictaminaron gravemente que estaba muerto. Pidieron también a la novel viuda que se retirara y una vez que ella les dio el mejor traje de Pedro, el técnico lo peinó, lo vistió y lo cubrió con una sábana a la espera del cajón. La caja de cedro rojizo, junto a toda una parafernalia fúnebre, llegó una hora después en un rastrojero celeste ante la morbosa mirada de los vecinos, que a las nueve ya sabían qué había ocurrido en lo de Pedro y Elena.

-“Es Pedro… mirá vos, 45 años… si vendía salud…” mentían en la vereda.

Despejada de muebles la sala, pusieron el lustroso ataúd en el suelo. El técnico y el chofer alzaron a Pedro y lo metieron dentro, luego alzaron el ataúd y lo apoyaron en dos columnas de metal niquelado. La tapa quedó apoyada en la pared, al lado de las doce sillas. Atrás de todo pusieron un crucifijo del mismo metal plateado, dispusieron una placa con el nombre del muerto y de la funeraria en un trípode y en la vereda, bien visible, una especie de copón metálico coronado con una cruz dorada y con una ranura; era como un buzón.

Gladys, la de la vereda de enfrente, fue la que inauguró el velorio. Llorando a los gritos –se sabía buena para eso- abrazó y besó a Elena, que fingió gratitud de buena vecina; también abrazó a los pibes, que moqueaban en la cocina y que no querían verla, pero fueron obligados. A partir de ese momento, todo fue un desfile de vecinos, amigos, compañeros de Pedro y algunos parientes más o menos cercanos; Elena nunca supo cómo se enteraron. Se puso a preparar café, entre todos los parientes aportaron algunas tacitas y aseguraron una mínima comida para la jornada, que sería larga. Los comentarios de ocasión menudearon.

-Pobre, está igualito… si parece dormido. No está tan amarillo.

-Se sabía que estaba en un hilo. Pero se la buscó.

-Pobres chicos, la que les espera…

-La caradura se animó a venir.

-¿Y cuándo lo llevan? No me puedo quedar.

Estos comentarios se repetían con variantes.

La viuda pasó la noche en vela -como correspondía- si bien durmió un poco en la cama que soportó horas antes a su marido muerto.

Amodorrada, Elena vio con alarma que un señor de unos 40 años se le arrimaba. Era el farmacéutico. Cuando no había nadie en la cocina, el hombre se arrimó a la viuda, a fin de darle las condolencias con cierta intimidad, no exenta de intención. La voz era ronca, como de actor.

-Elena, mi sentido pésame. Si necesita algo, cualquier cosa… cualquiera… no dude en ir al negocio y pedírmelo. Será bien recibida. El hombre la miraba fijamente a los ojos cuando dijo “cualquier cosa” y ella sostuvo la mirada húmeda todo lo que pudo.

El hombre también era viudo, Elena sintió la solidaridad y también la intención de la frase. Ya había tenido un par de “asuntitos” que no pasaron de un corpiño desprendido y unos manotazos generosos debajo del batón -con un amigo de Pedro- y algo más después, con un carnicero bastante fogoso. Eso duró unos meses, hasta que se aburrió del placer y de sentirse usada.

El farmacéutico en cambio era casi una promesa de futuro, un caballero, pensó Elena y se imaginó desnuda debajo de él; sacudió la cabeza, algo asustada por sus pensamientos un poco inoportunos aunque en el fondo…muy agradables.

Amaneció.

A eso de las diez, el técnico de la funeraria dijo con solemnidad:

-Los que quieran despedirse del fallecido, acérquense porque vamos a proceder a sellar el féretro. El bien instruido empleado evitaba cuidadosamente las palabras “muerto”, “cerrar” y “cajón”, dentro de una severa política de la empresa. Sonó la llama del soplete y todos lloraron. Algunos, los menos relacionados con Pedro, a los gritos. El kiosquero apoyó la cabeza en el hombro del primo y la hermana de Pedro le pegó un par de débiles trompadas al empleado, que ya sabía que eso iba a ocurrir y aguantó.

Tres Kaiser Carabela de la cochería llevaron a la familia a La Piedad. En el primero iba Pedro con cuatro coronas colgadas a sus costados; a paso de colectivo, la recorrida fue larga desde Echesortu hasta Provincias Unidas, una hora y media.

En la entrada bajaron el cajón sin que toque el suelo y se dispusieron los que iban a  llevar el ataúd de las seis manijas: dos tíos, el cuñado y un amigo. Faltaban dos portadores, que fueron reemplazados por los choferes, de guantes blancos. Atrás iba la viuda y los hijos, algunos vecinos que fueron en taxi, más para no perderse el entierro que por cariño. Todos lagrimeaban y más por ellos que por Pedro.

-Dios mío, qué triste es este cementerio.

-Que descuido, por favor…

Llegaron al nicho, que estaba bien arriba. Se depositó el féretro en un soporte de caño cromado para que el capellán dijera una oración, que fue murmurada más o menos por todos. Luego dos sepultureros levantaron el cajón no sin esfuerzo, apoyando la punta en el hueco del nicho; Pedro quedó vertical y se oyó un golpe seco, lo que hizo que una de las mujeres se desmayara, disparando de nuevo llantos y gritos. Se hicieron más intensos cuando los sepultureros pegaron con cal la contratapa de cemento, con un número. Caramuto pondría la lápida definitiva cuando se pagara el material elegido: granito negro o Carrara, Cristo de bronce o cruz sencilla. La placa con las fechas y la foto ya estaba incluida en el servicio.

Los autos retornaron por Córdoba, ahora con mayor velocidad.

Al llegar a la casa al mediodía y a pesar del cansancio, Elena se volvió frenética. Despachó a los hijos a lo de su hermana y se puso a baldear la casa, toda la casa. Otras concurrentes al velorio, en ese momento hacían lo mismo: había que lavar la muerte, sacarla del hogar. Envolvió las sábanas mortuorias en papel de diario y las arrojó a la basura, dio vuelta el fúnebre colchón de lana y pasó agua de jane en las tacitas, antes de devolver las prestadas. Quemó algunas cosas de Pedro bastante comprometedoras: revistas, cartitas amorosas, un preservativo, dos fotos. Olvidos.

Pasó una semana. La nueva soledad no parecía abrumar a Elena, acostumbrada a estar sola en compañía y tomando mate revisó los papelitos dejados en esa especie de buzón, cartitas  que la funeraria había entregado antes de llevarse todo. Hizo una lista de agradecimientos, a escribir en otras tarjetitas ad-hoc orladas de negro, dejadas por Caramuto. Pasaría por la casa de los más cercanos, una vez olvidado el sofocón.

Restaba ver lo de la pensión a la viudez ante el Ministerio, de eso se iba a encargar su cuñado, muy amigo del ministro Giavarini. Cobrar lo de la fábrica, hallar trabajo para el mayorcito, contar los ahorros, vender algunas cosas. Sobrevivir, en suma.

Miró la foto de casamiento, sobre la cama, un cuadro ovalado de marco oscuro tallado, la foto estaba retocada al pastel para dar sensación de que era a color: Elena se veía joven, de 20 años pero triste, la roja boca piñón en un rictus de amargura, adelantándose a sí misma la infelicidad con Pedro. No se había equivocado.

Entre las tarjetitas estaba la del farmacéutico, de cartulina color celeste fuerte.

Suspiró.

La tarjetita tenía escritos un teléfono y una dirección, que no era la del negocio. Elena lo imaginó seductor, fibroso, saludable, disponible… sintió un calor interior que ya no recordaba. Pensó la excusa de un remedio, unas pastillas para la tos, algo. Ya se vería con el tiempo.

Decidió que un día iba a estar debajo de él, los dos apasionados, eso era casi un hecho para ella. Sólo había que diseñar la necesaria discreción sexual. Como siempre hizo.

Con una sonrisa, pensó que ojalá el hombre –algo que ella nunca iba a hacer- ya hubiese descolgado su cuadro de casamiento.

No quedaba del todo bien hacerlo delante de la finadita.

 

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama