Alejandro Dolina gusta de referir aquellos momentos de la historia y la ficción donde el desamor y su inevitable agonía, fueron metamorfoseados en obras de arte –muchas de ellas inmortales, como las de Goethe–. Dolina nos recomienda sutilmente un proceder digno, no una medicina.
Esta alquimia no transforma los metales en oro; no consuela, ni pretende hacerlo. Pero, asegura, es lo único decente que se puede hacer en una instancia de desesperación irremediable: sobrevivir dignamente.
Toda actividad, sin embargo, que procure entretener el cuerpo y la mente en tales circunstancias, quizá posea su porción de nobleza, su investidura heroica (anónima y silenciosa, como todo heroísmo verdadero). Dicho de otra forma, es atendible hacer cualquier cosa menos el intento patético e infame de retornar al pasado, de buscar a la persona que desea olvidarnos.
Las Ciencias de la Comunicación aportarían que el arte del desamor es una extensión de un acto dialógico, en solitario. El momento posterior a una ruptura en las comunicaciones, es cuando el abandonado más desea seguir hablando –polemizar sobre esa ruptura, tratar sus consecuencias, su injusticia, su sinrazón, su locura. Es una situación de impotencia por excelencia, porque es paradójica: a causa de una ausencia, más imperioso es hablarle al ausente. Su presencia invalidaría la motivación del decir.
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor.1
Seguimos delirando, gritando, llorando, pataleando –es decir, enviando mensajes, misivas– aunque no haya nada ni nadie enfrente, pero justamente porque no hay nada ni nadie enfrente. La soledad nos hace grandes oradores.
Esto suele acabar en una conversación verdaderamente pasional y extrema con uno mismo, durante terribles insomnios. Si los astros son propicios, puede desembocar –violenta y estrepitosamente– en arte, en poesía o música –donde lo desproporcionado y pasional tienen un lugar y son un valor.
El poema o la canción de amor puede correr el misterioso albur (para continuar homenajeando secretamente a Borges) de ser públicamente considerada o elogiada, pero sin cumplir su único y secreto objetivo: buscar la atención de quien la inspiró; reclamar, mediante el sincericidio y el autoflagelo, el regreso y la entrada en razón del amado ausente –que posiblemente desdeñe los versos al llegar a sus manos con una media sonrisa irónica, pues conoce al verdadero autor, a diferencia del resto del público, y sabe de su artificio.
Se puede ser excelente poeta y pésimo amante, y una cosa puede ser consecuencia de la otra (un buen amante es monótono y predecible).
Pero la Comunicación va aún más lejos en su ambición interpretativa del universo: todo es mensaje. Toda conducta, por más íntima, quieta o silenciosa que sea, está dirigida a Alguien, por más inmerso en la inconsciencia, por más fantasmal e impreciso que ese alguien o algo sea (un muerto, un arquetipo, una ciudad, un dios, un orden, un antepasado, un pasado, un otro-yo).2
(Cometer un enigmático gesto en solitario, en la soledad de la casa o la calle, una agitación brusca y aparentemente arbitraria, patear o mover algo, acomodarse el cuello de la camisa, cambiar el orden de ciertos objetos irrelevantes, una mirada, un rictus, pueden ser las reacciones o respuestas a preguntas o acciones remotas que ya hemos olvidado.)3
Según este omnipresente axioma comunicacional, el joven Werther fabulado por un joven Goethe, o el joven Grisóstomo de Cervantes, cuando se matan por amor, no están haciendo otra cosa que la continuación de sus escritos, de sus recados al objeto-amado-ausente. Un disparo en la cabeza puede ser el trazo que le pone punto final a un verso exquisito, puede ser la firma de una esquela, una despedida, un post scriptum, o el epílogo que confirma el título: Canción desesperada (El Quijote, capítulos XIII y XIV).
El suicidio como mensaje de amor o como su confirmación, es el más sincero por más desinteresado. El “no puedo vivir sin ti” son palabras vacías hasta que se certifican de esta sublime manera.
Estar enviando mensajes sin saberlo no sólo revela un destinatario ilusorio, sino una mirada constante, como un Gran Hermano, por sobre nuestras cabezas. Milan Kundera, mitigando la dureza de su teoría con la excusa de la ficción, asevera en su Insoportable Levedad del Ser:
Todos necesitamos a alguien que nos mire. Sería posible dividirlos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir.
La primera categoría anhela la mirada de una cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público [Verbigracia, actores, bailarines, oradores, políticos]. […]
La segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables organizadores de cócteles y cenas. […]
Luego está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona amada y en el salón se hará oscuridad. […]
Y hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los soñadores…4
Por último, mencionar que el arte del desamor suele tener más popularidad y solvencia que el de la estabilidad emocional, la del espíritu domesticado, la aburrida y serena correspondencia entre dos (Dolina dice que el tango “Me encuentro muy feliz con mi señora esposa” sería un fracaso).
Una de las posibles explicaciones sobre la mediocridad de un arte en la conformidad, es que el objeto a referir está enfrente, sin distancia, sin tensa incertidumbre, sin ausencia que nos someta a las revoltosas aguas de la desesperación, para volcar luego sus desechos a la guitarra o al papel. Para invocar, para simbolizar y revalorizar, se necesita, a lo menos, extrañar, pensar en alguien que no está.
1 Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes (1977)
2 “En primer lugar, hay una propiedad de la conducta que no podría ser más básica por lo cual suele pasársela por alto: no hay nada que sea lo contrario de conducta. En otras palabras, no hay no-conducta, o, para expresarlo de modo aún más simple, es imposible no comportarse. Ahora bien, si se acepta que toda conducta en una situación de interacción (incluso cuando se está solo) tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicación, se deduce que por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar. Actividad o inactividad, palabras o silencio, tienen siempre valor de mensaje…”
Teoría de la Comunicación Humana, Watzlawick, Beavin, Jackson (1969)
3 “El enunciado está lleno de ecos y recuerdos de otros enunciados […] [y] debe considerarse, sobre todo, como una respuesta a enunciados anteriores dentro de una esfera dada […]: los refuta, los confirma, los completa, se basa en ellos […] Por esta razón, el enunciado está lleno de reacciones-respuestas a otros enunciados en una esfera dada de la comunicación verbal […].
El enunciado siempre tiene un destinatario (con características variables, puede ser más o menos próximo, concreto, percibido con mayor o menor conciencia) […]”
Estética de la creación verbal, Mijaíl Bajtín (1979)
4 La Insoportable Levedad del Ser, Milan Kundera (1984)