Por Daniel Briguet

1 – RUBIA EN EL UMBRAL

 Una rubia de pelo ondulado y sujeto a una pequeña coleta. Ni alta ni baja, de cuerpo robusto sin llegar a rollizo. Los brazos firmes bajan de una remera de un rosa gastado y unas calzas grises cortan sus muslos. Una rubia matinal, tal vez teñida, que a veces veo luego de tomar un café en el market o al caminar hacia el quiosco de diarios. Precedida, al comienzo, de una pregunta propia de mirones o curiosos: ¿acaso es una chica que trabaja? Con el tiempo la pregunta se deshace en minúsculas partículas, al caer por su propio peso.

Comienzo a registrarla una mañana, después de las siete, parada en el umbral de una puerta que parece dar a un edificio poblado de pequeños departamentos. Luego saliendo o entrando, en una ocasión detrás de un chico de sus años – algo más de 25-, en otras bajando veloz de un taxi  o sentada en el umbral. Nunca mucho tiempo, no más del necesario. Para la rubia de ondas en el pelo, el tiempo debe ser dinero y cotizarse en moneda contante.

Chica que trabaja y se toma sus intervalos, como al caminar hasta la panadería de la vuelta o el market de la esquina y volver con una bolsita de medias lunas, dispuesta a desayunar. Entonces es solo una muchacha que participa de la rutina de otras, aunque no esté por empezar su jornada sino de terminarla.

   2- HOLA, BEBÉ

Hace muchos años, entre cuarenta y cincuenta, yo bajaba al andén de la estación Rosario Norte, caminando entre el gentío y llevando una maleta que me pesaba. Al salir a la calle, en dirección a la cola de los taxis, mis ojos tropezaban en la vereda opuesta con una larga fachada de boliches, comederos, alguna pensión y un par de hoteles, al frente de uno de los cuales había un pequeño cartel y la entrada a un pasillo custodiada por dos mujeres de edad incierta y atuendo pintoresco. Una de vestido corto y escote pronunciado, marcando la caída de sus pechos, hablaba con un hombre que acababa de acercarse. Luego de un breve diálogo, los dos caminaban hacia adentro y se esfumaban por el largo del pasillo.

  Entonces, adolescente, no conocía la historia de Pichincha ni sabía tampoco que el barrio contiguo a la estación y desplegado hacia el boulevard se llamaba Sunchales.  Menos imaginaba que un par de décadas después  me instalaría sin darme cuenta en una de esas calles a la sombra de  frondosos plátanos y fresnos más jóvenes, que a la noche solían cobijar la silueta de una percanta saludando con su clásico:

  – Hola, bebé.

    3 – LA SOMBRA DE SUNCHALES

  El cotejo entre la chica de calzas y la mujer de aire felliniano no tiene otro propósito que marcar los diferentes registros del sexo correspondientes a dos épocas separadas por cerca de medio siglo. Si la segunda es una prostituta que se exhibe como tal y a la vez parece guardar la entrada de un sitio con algo de prohibido, aunque cualquier cliente que pague puede acceder, la ropa y el andar de la chica rubia se confunden sin dificultad con el entorno cotidiano, a menos que un mirón se ponga a observar sus pasos. Es el tránsito, en las formas, del sexo como fetiche (Sunchales es la sombra cada vez más tenue de Pichincha) al sexo que se consume como un bol de cereales o un yogur. ¿Libertad sexual? En absoluto, hablamos de formas y la que domina en la actualidad expresa el efecto del mercado, disperso en la cantidad de “privados” y clandestinos que pueblan la ciudad. Por lo demás, el barrio actual no cuenta en ese sentido con más sitios de esparcimiento que otras zonas menos mitológicas.

     4 – MUNDO NUEVO

 El fin del ferrocarril, ya lanzada la década del noventa, será un golpe irreversible para el cinturón del vicio que ajusta el recuerdo del pecado. Ya no habrá sitios para cabarets – aunque el Ave Fénix primero y La Rosa después intenten revertir esta tendencia – ni whiskerías, las patinadoras serán reemplazadas por furtivos travestis y hasta las sirenas de los barcos sonarán cada vez con menor frecuencia. La ciudad puerto pierde buena parte de su puerto y con él, se diluye el paisaje que supo darle intensa vida nocturna. El nuevo Pichincha es un barrio que avanza sobre demoliciones y nuevas construcciones, casas de dos pisos de fachada ostensible y aura residencial junto a boliches donde dominan los ritos de bailar y beber hasta el amanecer. Solo un par de   ámbitos gays – Station, el Refugio –, con  más permisividad en los desfogues e intercambios amorosos, recuerdan que por allí reinó el eufemismo de la “mala vida”.

 El otro puntal de la renovación urbana es la parquización de la costa, que da vueltas la ciudad y la pone mirando al río. El barrio deja de ser el murallón donde algo se termina para convertirse en el umbral, según el concepto de Benjamín, entre la franja urbanizada y el borde ribereño. En el nuevo diseño los recién instalados, miembros de una clase media próspera o una burguesía en ascenso, se mezclan un tanto con los antiguos vecinos, generando una coexistencia cuya definición cualquier observador atento puede preveer.

  (Aún a riesgo de cortar el hilo del relato, me resulta difícil registrar estos virajes sin apuntar mis paseos en cole por Rivadavia o frente a la estación, a cierta hora de la noche, con flashes fugaces que anunciaban en letras de neón el piano de Aldo Calderón o los contoneos de cuerpos apenas cubiertos por la luz de un spot, incluido el de Rita La Única. La fuga  de este túnel de tiempo desemboca en un joven paisano de notable contextura que camina entre la gente de Sunchales con la guitarra al hombro rumbo a un  duelo situado entre la realidad y la leyenda: Atahualpa Yupanqui y Carlos Gardel trenzados en una payada en el teatro Casino, por desafío del joven y con espectadores que ya no están).

.  5 – VECINOS Y PEATONES

Los vecinos nuevos entran y salen, rara vez se quedan a charlar en la vereda. Entran y salen en sus coches nuevos, que guardan en largos garajes, a veces con puertas levadizas y espacio para dos modelos. Andan siempre apurados porque para ellos, según canta Lebon, el tiempo es veloz y también cotiza. Y aunque el confort es la marca de su procedencia, los vecinos nuevos no siempre son opulentos. A veces son chicos o chicas  algo hippies que decidieron levantar carpa en un barrio de moda, afinar sus guitarras durante el crepúsculo y salir a comprar cerveza cuando otros vecinos están durmiendo. O son artesanos que trabajan como hormigas, fuera de toda relación de dependencia, y los fines de semana salen a ofrecer sus mercancías en la Feria de Artesanos, sita en el Parque Norte.

Los vecinos antiguos son cada vez menos, barren sus veredas y se detienen a charlar con un conocido. Sus padres tal vez vivieron en algún conventillo, que antes fue burdel en forma de U rodeando un patio central y luego, sería un departamento de pasillo. Se saludan entre sí y también al que pasa, porque está comprobado aunque poco se diga que la gente educada es la que labura.

Entre los peatones se ven negros del Caribe, haitianos o dominicanos, chinos que van o vienen de un súper, peruanos residentes y también brazucas. Aires cosmopolitas que envuelven al barrio y por extensión, a la ciudad toda, metida en una cuña subtropical que hace diferencia con la urbe de los primeros inmigrantes.

    6 – VUELTAS DE UN RESORTE

Al instalarme en el barrio – para no ser tan vago, hace unos 25 años –  un boliche tradicional, El Resorte, dominaba la esquina de Jujuy y Pueyrredón y sus aledaños. En El Resorte, se timbeaba y se apostaba, Chiquito Guastella controlaba el panorama desde la barra y una mesa de casin aguardaba la entrada de un nostálgico. La fauna era variada y se extendía desde profesionales con chapa hasta lumpenes de vida errante, como el emblemático Milanesa. A dos cuadras, frente a las vías del ferrocarril, estaba El Riel, último bar- almacén de la zona. En pocos años, los boliches primitivos desaparecieron barridos por la cotización del metro cuadrado, que impulsa negocios más rápidos, y la extinción de una cultura del cafetín que hoy casi no se ve. Permanecen algunos nombres pero aplicados a otros servicios y otros públicos (La recuperación del nombre es la búsqueda de sostén en una memoria que apenas persiste pero contribuye al vigor simbólico de los carteles nuevos)

     7 – EN BLANCO Y NEGRO

Mientras fajina copas colocadas sobre una mesa, el pelo rojizo y lacio le cae sobre la cara como si fuera lluvia y al levantar la vista, un par de ojos verdes impresionan a la primera mirada. Se llama Celeste y su look de moza en el turno tarde-noche puede considerarse ejemplar. Atractiva, de una elegancia informal, circunspecta,  atiende de un modo correcto y nada más. Al principio pensé que se trataba de una chica poco amable pero, luego de un tiempo, comprobé que lo suyo era una estrategia para sobrevivir con decoro en un ámbito que a veces se carga de muchos pedidos, algunas quejas y también, hay que decirlo, de lances de ocasión. El mensaje, extensible a muchas compañeras de oficio, es que la moza está disponible y a la vez no lo está.

Hace meses El Matutino publicó un relevamiento según el cual en el rectángulo imaginario de Pichincha – el barrio original estaba compuesto de un puñado de manzanas y no vale la pena insistir sobre este ítem –funcionaban 88 boliches. Una cifra enorme si se advierte que, aún agrandado, el citado rectángulo va de Francia a Oroño y de la última calle a un poco más allá de Salta. Y el dato vale porque, si hay locales que cierran, otros abren en forma simultánea y a veces en el mismo sitio. Sin perjuicio del propósito de construir un guetto de la diversión y el entretenimiento, la bola gastronómica da cuenta también de un rasgo característico de la mentalidad comercial rosarina. Rasgo que podría denominarse la competencia por emulación, lo cual supone una lógica reproductiva.

  Hay empresarios del rubro que instalan un boliche y con los recursos y contactos que les proporciona su experiencia en el mundo de la noche, logran hacerse de un público que cotiza la llave del negocio. En ese punto deciden venderlo, a una cifra muy superior a los costos originales, para instalar otro local a una o dos cuadras del anterior. La fiebre bolichera crece y lo hace a menudo a expensas de leyes laborales y condiciones de trabajo. Dicho de otro modo: no podría haber en Pichincha un enjambre de bares, restobares y anexos, si todos funcionaran dentro de las reglas. El compañero Barrio- nuevo tal vez no esté enterado pero muchos trabajadores de la gastronomía pueden dar fe de ello.

  En la esquina de Oroño y Güemes, sin ir más lejos, hay cuatro elegantes restobares, lo que da una idea de la población bolichera. En una ochava está Beat Memo, museo bar de repercusión por su bien montado tributo a la música y la historia de los Beatles. Enfrente funciona Queen´s, el más reciente, de impecable decoración y look distinguido, que fue noticia no hace mucho cuando una inspección descubrió 26 empleados en negro en su planta. Cualquiera sea la evaluación, Perogrullo diría que 26 empleados fuera de la ley son muchos . Se ignora si la noticia sirvió para corregir algo.

   8  – CUIDADO CON LAS TERMITAS

 La expansión de sitios de diversión empuja otros rubros y hoy pueden detectarse en diversos puntos del barrio algunas boutiques, centros de belleza, un par de inmobiliarias, un edificio de alquiler de oficinas, entre otras novedades. La misma edificación destinada a la vivienda sufre los embates de una ola constructora – o de reciclaje – que no respeta paredes vencidas ni antiguos frentes. En pasillos con departamentos se levantan piezas sobre piezas ya establecidas y casas de dos pisos que lucirían mejor con el frente a la calle. Esta ola alcanza uno de sus puntos más excéntricos en un centro de manzana al que se accede por calle Rodríguez y cuya obra me tocó soportar por más de un año, ya que soy involuntario vecino. Golpes de maza y piqueta desde temprano, mezcladoras girando en forma sostenida, albañiles caminando sobre mi techo, y todo tipo de bochinche ligado al levantamiento de paredes y la cobertura de revoques. Lo más curioso de este emprendimiento, que solo exhibía un cartel que decía – o dice – BELTRAN VENDE, es que sus dos pisos con tres departamentos cada uno ocupan la superficie antes cubierta por una casa tradicional. Seis por uno no es mala fórmula para aumentar el capital siempre y cuando los compradores sepan que no podrán organizar en el interior de sus domicilios partidos de paddle ni squash. La misma voracidad constructiva sino depredadora se extiende a otras manzanas del rectángulo mágico, amenazando con termitas que devoren hasta el cemento que tanto costó levantar (De paso, los ejércitos de hormigas invasoras son uno de los efectos directos de los trabajos de excavación y remoción de la tierra, propias de una industria que avanza en el sentido del progreso). No sé por qué, rato después de echar un vistazo al muro que sobresale de mi medianera, recuerdo un cuento de Isidoro Blaisten llamado “¿El sol, señor Beltrán?”.

    9 – HOMBRE AL PISO

Pese al boom edilicio y gastronómico y los coches de alta gama que recorren sus calles, Pichincha-Sunchales muestra aún vestigios de su pasado, como si aquel tiempo

encapsulado en el registro de unos pocos se resistiera a ser desalojado. Un ejemplo nítido son los descendientes de un grupo de crotos y marginales que solían instalarse en un rincón del Parque, antes de que se construyera la rotonda y se modificaran las vías de circulación. Más allá de su aspecto poco elegante, un rasgo los distingue: son los cuerpos que uno suele encontrar al volver a su casa, a la madrugada o durante el amanecer, tirados sobre el cemento o las baldosas, durmiendo sobre la superficie dura de una vereda porque no tienen otra a mano. No son muchos pero alcanzan a manchar el rostro rozagante de la onda residencial, como si detrás de una cupé Mercedes pasara un carro de cirujas tirado por un purrete. Unos domingos antes de tipear esta nota me acercaba al cruce de Pueyrredón y Jujuy cuando vi un bulto considerable en el lado oeste de la esquina. Era algo totalmente cubierto por una suerte de lona y lo curioso eran los movimientos que se notaban debajo de la lona, como si, de ser un tipo, se estuviera rascando. Aún con la espalda dura, el tipo estaba descansando y opté por seguir mi marcha. No sin antes comprobar que la ochava adonde estaba el bulto humano pertenecía a una flamante inmobiliaria.

    10 – DIOSA DE EBANO

  Otra mañana de domingo, más cercana. El sol forma un espejo sobre el asfalto de Jujuy y ni siquiera se ven chicos del rezago. Al acercarme a Alvear, veo una silueta que cruza la calle con pasos largos y un ritmo lento. Es una muchacha, es alta, de fibras largas, jeans ajustados y zapatillas. Es de piel color chocolate y junto al diseño de su cuerpo y el largo de su cuello, conforma todo un espectáculo. Nos cruzamos cuando sube a la vereda opuesta y milagrosamente, me mira. Le digo “hola” y me responde mientras sus ojos brillantes atisban, debajo del pelo teñido de un rojo cobrizo.

  Caminamos juntos. Ante una pregunta, me dice que su nombre es Vanessa y que viene de Haití. Es curioso: tiempo atrás conocí a una muchacha haitiana cuyo nombre, dijo al comienzo, era Vanessa. ¿Será una marca registrada en el Caribe?  ¿O solo un modo de despistar incautos? Por las dudas, no digo nada. No quiero asustar a una presa que en realidad no es una presa.

  Al llegar a la puerta de la chica de las calzas, ella se detiene y saca unas llaves.

-Que Dios te bendiga – dice, en un tono dulce, de dicción inobjetable.

 Acabo de estar con la Diosa de Ebano. Unas preguntas me recorren la cabeza.

-¿Habrá visitado Dios, en su juventud, el Madame Safo u otro burdel cercano?

-¿Habrá espiado por el ojo de una cerradura el cuerpo de una mujer que se desnuda?

-¿Habrá dormido una noche sobre una vereda de lajas o sobre adoquines?

 Preguntas sin respuestas.

 Lo real es que estamos en el barrio antes prohibido, cien años después. Pasen y beban, que no queda tanto tiempo.