POR GUSTAVO FERNETTI

El cronista de PBT acudió a Rosario algo desesperanzado.

Si bien la nota: “el hombre más  viejo de Argentina” tenía su atractivo, ya el lector porteño estaba un poco harto de esas cosas. Con eso en la cabeza, esa tarde de verano de  1951 le parecía extraordinariamente fogosa en Rosario Norte, pero extrañamente el hombre en cuestión vivía cerca, en un barrio de gente más bien pobre y marginada, que dependía del ferrocarril para subsistir: mozos, changarines y ferroviarios, poblaban el barrio de la estación.

En un pasillo bastante arreglado y con macetas de malvones a lo largo, vivía Tito. Don Tito, el albañil, con sus 120 años míticos y –calculaba el periodista- unos 80 años reales. Se enteró por un amigo rosarino, por carta le había hecho saber de hacer el reportaje y Tito nunca contestó, un mozo de coche comedor se apersonó a la redacción y le dijo al periodista que se viniera cuando quisiera, que “don Tito está todo el día al pedo” y que con gusto charlaría con “el señor del diario”.

Llegó a la dirección y vio un letrero de chapa con la leyenda –entre amable y autoritaria- pintada en negro: “PACE”. Empujó la puerta de fierro, que daba por Avenida del Valle.

El periodista miró con asombro el departamento que una vez fue una casa, después de recorrer el pasillo de los malvones. Empujó una cortina de tela floreada –muy limpia- y entró, diciendo el consabido “-Permiso” alargando la O. La casa estaba bien arreglada, limpia, pero era antigua, se notaba eso: paredes de ladrillos enormes, a la vista y colgados de un clavo languidecían unos aperos bien gauchos, antes de cuero negro, pero ya verdosos por los hongos de años. Miró más atentamente en busca de datos. Un facón de puño de bronce se veía semienterrado en una maceta se reveló anómalo, así como las dos jaulitas de alambre retorcido, hechas en casa: un jilguero y un cabecita negra chiflaban en el enorme comedor de la casa, de techo también de ladrillos viejos.

Al fondo, en un sillón de madera fatto in casa estaba don Tito, callado, mirando en silencio al recién llegado.Se presentó:

-Buenas, señor. Me llamo Ricardo Mangiaterra y vengo de la revista PBT…

-Buenas. Cómo le ha ido en el viaje al señor porteño.

Ricardo se extrañó del saludo, pero se sentó en una sillita de paja, más bien baja por haberle recortado un  poco las patas. Se asombró del tono firme y templado de la voz y se dijo “este tipo no tiene 120…”

-Bien. Vamos a empezar, don Tito… Dígame la verdad. ¿Usted cuantos años tiene?

– La verdad no lo sé. No tengo la papeleta. No sé dónde me parieron. Ni si me bautizaron. Siempre trabajé de albañil y lo único que recuerdo de pibe, era que vivía en esta casa que fue de mi padre y que él mismo levantó. Ya no recuerdo ni la cara de ese hombre…

 

Ricardo miró los ladrillos, delgados y muy largos.

 

-¿Su papá levantó esta casa?

– Sí, señor, Todos miran los ladrillos grandotes esos y se asombran señor. Mire, cuando yo era un chico, se usaban así grandes. Se cocinaban acá nomás, en el terraplén de la vía, si usté va hay un pozo que se llena siempre de agua, de ahí se sacaba la tierra y se ponía en la cancha para pisotear el barro con la totora, después se hacía la horneada.

Pero don Tito… ¡Eso de los hornos hace añares que no existe! ¿Usted se llama Alberto?

No… Remigio. Vaya a saber porqué me pusieron ese apodo, Tito. Me casé hace unos setenta años, lo sé porque tengo esta tarjetita, dice “Flores para la novia-12/10/1879”.  Se me murieron dos angelitos de la virgüela y ya no tuve, pa´qué. Pa mi mujer, yo era el Remigio y me trataba de usté, se murió hace ya una punta de años, no me había casao nunca y ya era un muchacho ya  grande. Yo siempre trabajé de albañil, antes era fácil encontrar la changa, pero esos ladrillos eran mandinga mismo. Se rompían, don. Había que buscarlos con el carro, y levantarlos, de a diez o doce, vio, por suerte las casas eran petisas, no como ahora y con unos palos uno llegaba al techo. En dos semanitas la casa estaba pa`dirse a vivir.

Ricardo miraba con curiosidad a este semi gaucho, vestido de pantalón negro y camisa a rayas, con un pañuelo floreado en el cuello casi africano por el sol. Recibió el mate diminuto, que se perdía en las manos de Tito, encallecidas por la cal, dio un par de chupadas (una falsa) y lo devolvió.

-Le decía. Con esos ladrillos se hicieron muchas casas, si señor, muchas, Se usaban con baro. Había que palear tierra y se mezclaba el barro con agua, no se usaba cal como ahora. Fue hace un rato, pero me acuerdo que trabajé mucho en San Francisquito, revoleando esos ladrillos como zapatos de payaso, diez, doce horas por día y por monedas. Pero alcanzaba, vio. Todo cambió mucho cuando vino el gobierno. El gobierno cambió mucho las cosas, ya no alcanzaba y había que trabajar doce horas para que la changa rindiera, nos daban una s monedas de cobre con un sol cada semana, alcanzaba de pedo para una tira de carne, así que con las gallinas y algunos zapallos que teníamos de acá, se iba tirando.

Ricardo ya desconfiaba del personaje. Era detallista, pero bien podía inventar esas cosas. Lo apuró:

-¿Que cambió, don Tito?

– Todo. Hasta los ladrillos.

– Y cómo es eso.

– Mire. Los ladrillos se empezaron a achicar, fue más o menos para los años 80. Cada vez eran más chiquitos y hacían falta más para una pared. Pero ya no se rompían. Fijesé. Usté va y cocina un pan, si es grandote siempre le va a salir crudo, si es chiquito va ser negro y quemao, como una piedra. Se revoleaba más y se iba lento, pero se hacían mejores casas. No sé porqué ha pasao eso, pero cuando yo empecé a quedarme bichoco, los ladrillos ya eran chiquitos. He pensao que como ya no hubo monte, de donde se va a sacar leña… y entonces chiquitos de hace más rápido  con poca brasa…

– Se acuerda cuando fue eso?

– Vea, para el 85 le hicimos una casa a un tal Aragón, un porteño agrandado del centro, trajo unos ladrillos más chicos, eran del sur ymás salados que lomo e´ potrillo. La casa era grande pues, pero la hicimos muy despacio y ese ladino se estriló feo,  no nos quería pagar y le dijimo´ si usted trae unos ladrillos como pa´ muñeco, que chalé quiere que le hagamos. Los ladrillos miden una cuarta y media de ancho, estos a gatas tres cuartos.Con el tiempo nos acostumbramos… pero ya no era lo mismo, ya había porlan y la cal se usaba mucho, nadie levantaba con barro. Fue por ahí que me jodí los ijares cuando estaba en el andamio, de tanto dele que dele con el ladrillo chico.

Ricardo recordó algunas casas que había visto en Buenos Aires, con ladrillos no tan grandes, pero de Rosario no tenía ni idea. Miró en un rincón del patio, ahí la pala tenía una forma rara, la hoja enorme, fijada con remaches al mango estaba ya carcomida.

– Y esa pala?

–  Ah, sí, mire qué ojo el suyo. Se nota que es porteño. Es una buena pala, española. Vino de allá. Fijesé, tiene una coronita en el mango, la compré cuando pasó un tren con esas cosas, el tren recién venía por acá y esas cosas se ponían a la venta en un almacén, cruzando las vías.

– Cómo es eso que recién venía…

– Si, antes acá había campo, no había trenes. El que va a Córdoba no estaba. Había vacas por todos lados. Cuando vino el ferrocarril en el 78, edificaron el paredón ese por Junín, yo me conchabé, el tapial era para que las vacas no entren. Tampoco los cristianos.

Ricardo pensó que la cosa no daba para más. Tomó le último mate, que agradeció, cerró la libreta de apuntes ostensiblemente, como cerrando el caso. Un caso inútil.

El viejo lo miraba con curiosidad. Ricardo vestía elegante, de saco crema y zapatos al tono, sin sombrero para dar un tono juvenil. El contraste era severo; a lo europeo del cronista se oponía la estampa agauchada de don Tito, que acariciaba un perro.

– Este se llama Cambá, lo tengo desde hace dos años. Muy compañero.

– También tengo un perro… se llama Buqui.

Son buenos para la guerra… pero los matan. Los soldados los comen.

 

Extrañado, el periodista se levantó y el anciano también, casi con agilidad.

Le dijo:

Me cuesta mucho levantarme, por el riñón… ya estoy viejo.

– Y… –lo chicaneó Ricardo- son cien años…

– Si usted lo dice…– asintió con picardía Tito.

Ricardo ya sabía que este viejo, a lo sumo tendría ochenta o noventa años, un fabulador de tantos, un viejo Vizcacha más interesante por lo que dice que por la historia. Lo de los ladrillos no daba ningún jugo.

Ya se estaba yendo, era de noche. El viejo fue hasta la habitación de atrás, abrió la puerta de tablas y sacó un farol de kerosene que iluminó toda la pieza, la cama, los trastos, la intimidad de un gaucho añoso y extemporáneo.

Fue cuando Ricardo vio el uniforme colorado, el morrión con la alta pluma, las bandas blancas sosteniendo las cartucheras ya grises de tiempo, el fusil oxidado colgando de un fierro clavado en la pared, las banderas federales apolilladas.

Sin poder articular una sola palabra, Ricardo se fue alejando, a medida que el viejo lo guiaba por el pasillo. Ricchieri se le antojó moderna, casi neoyorquina, a pesar de los tristes faroles de la calle y que debía esperar el tren de las once, que llegaría dos horas más tarde.

Había perdido una nota y tendría que devolver la plata del pasaje.

Pensó que era lo mejor, antes que escribir lo que había visto.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Imágenes: Diego González Halama