Por Gustavo Fernetti

Quién sabe por qué Esteban empezó a recordar.

No eran recuerdos cualquiera, no. Iban de una época de la vida a la otra, aleatoriamente. Una vida de 88 años, por suerte con salud.  No podía quejarse de achaques severos, alta presión o de una próstata traidora, no.

La cosa empezó la Navidad del 2011, cuando entre copas de sidra recordó fielmente el regalo que le trajo “el niño Dios” a los 8 años: una lanchita de lata. Recordaba su deambular por la palangana de cinc (la casa de Esteban no tenía un espejo de agua mayor) y su escasa resistencia a portar soldaditos de plomo.

Lo que lo asombró fue la minuciosidad de los detalles, que ya nunca lo abandonaría: el color drásticamente amarillo de la lata, las bandas azules, el estaño uniendo el casco diminuto, la facilidad para hundirse.

Con el tiempo los recuerdos se sucedieron. Un árbol de corteza rugosa, donde seis pibes colgaron un gato colorado. El color del percudido delantal de mamá. Asomaron las largas siestas obligadas por la abuela, una criolla oscura y parca en el hablar. Recordó sus manos.

Pero por sobre todo empezó a acordarse del trabajo. Había trabajado mucho. Albañil, aprendiz de herrero, fallido mozo de bar, hasta que recaló en el ferrocarril. Perón lo había “extraído de las garras inglesas” como decían en el barrio y Esteban se anotó de changarín, al año ya era peón y al cabo de cinco ya era oficial carpintero. Podía recordar los trazos del gramil para cortar las tablas,  la peligrosa sierra de cinta, las peladuras de los dedos con la lijadora. La memoria le permitía recordar el olor del cedro cortado, muy distinto al de la  pinotea.

Todo esto le ocurría al trasluz de la ventana del patio, de su casa que antes fue materna. La tarde era propicia para recordar y ante cada evocación parecía que la cabeza se le  llenaba de datos, a veces no quería recordar porque lo cansaba.

Se animó a decirle a Catalina, su mujer, lo que le pasaba.

– Cata, me acuerdo demasiado de todo.

– ¿Y cuál es el problema?

– Es que antes me olvidaba…

– Es una bendición de Dios, yo no me acuerdo nunca donde pongo las cosas.

Era evidente que Cata no lo entendía, como siempre que le hablaba de cosas que él creía profundas, como la amistad, el ser generoso o la relación con los vecinos. Catalina pensaba que eran cosas de hombres y que ser generoso era una estupidez parcial. Si bien era católica, pensaba que se debía ser generoso con algunas cosas y algunas personas, más concretamente lo que sobraba y los pobres. Siempre decía que “acá no falta nada, pero puede”. En cambio Esteban era bastante desprendido, para enojo de su mujer; los amigos acudían para algunas monedas o un consejo, que no faltaban jamás.

Recordaba algunas donaciones ilustres: mil pesos a un compañero del taller y que devolvió inmediatamente, la traición del “nuevo” que renunció al ferrocarril un lunes, con la plata de Esteban en el bolsillo. De todo esto se acordaba, de los buenos y malos momentos.

Tuvo, necesariamente, que acordarse de Nélida.

Una chica muy linda de Barrio Industrial, con la que se encamotó a pesar que ella tenía un novio elegante pero casi ausente. Empezó a frecuentarla, a hablar de mil cosas y un día planearon ir al cine medio a escondidas, pero el novio invisible pudo más, vino la indiferencia primero y el desamor de ella después.

Nunca lo vio como una traición: la pena le frenaba el corazón cuando70 años después, se acordaba de lo pequeña que era, de su cabecita apoyada en su pecho y de su perfume a limón. Podía acordarse de las puntadas prolijas del vestido, hecho por ella misma. Nunca la besó y terminaron con las palabras fatales de ella: “-Quiero que seamos amigos”, sabiendo ambos que ello nunca ocurriría. Un año después conoció a Catalina y supo que realmente un clavo saca a otro clavo. Clavo que ya no vería nunca más.

El hijo de Esteban –Daniel, un cincuentón soltero y filosóficamente cínico- entendió mejor a su padre. Se sentaba y lo escuchaba recordar historias largas, que se encadenaban en detalles mínimos que al viejo no le costaba reproducir. Según Esteban, esos detalles eran “como fotos”, su hijo asentía con cierta ternura, dejando el sarcasmo al pie de la silla para  preguntar, más para ayudar que por real interés.

-¿Y cuándo fue eso del descarrilamiento?

– Mirá… ese día llovía, yo no llevaba nunca paraguas como tu mamá, era un paraguas amarillo con bolitas doradas en el borde, no, así que estaba empapado, los papeles del taller estaba hecho una bola y el lápiz azul había manchado las piernas, parecía que tenía varices… ja, ja…

– Claro.

– Entonces Federico Mazzucci, un tipo grandote, que se afeitaba media cabeza porque quería parecer alemán, para buscarme la toalla verde, abrió el armario, que era donde también guardaba las papeletas y los planos, y ahí fue cuando el vagón lo aplastó… se metió en el galpón con carga y todo. Era el vagón 8919 . Por suerte yo no lo había arreglado…

Todos los recuerdos eran de ese tenor. Daniel se maravillaba de los matices. El borde filoso de un papel perlado, la cantidad exacta de bolitas que le regaló un mediodía, las graseras descartadas del taller, la marca de un sifón de soda azul, eran tan precisos que no podían ser inventados. El mismo Daniel recordaba haber visto varios de esos detalles, que aparecieron en su cabeza gracias a Esteban, luego de años.

Catalina, la verdad, no estaba muy impresionada. Era una mujer buena y gris. Esteban había sido un buen novio y un excelente esposo al que quería mucho, pero la costumbre hizo del matrimonio una serie de rituales rigurosos e inevitables, sin los cuales ninguno ya podía vivir. Catalina amaba esas regularidades. Algún que otro sofocón había alterado esa rutina: un carnicero musculoso que en 1971 se acercó demasiado a ella y que a sus 32 años la hizo dudar, ya en la trastienda.Una gran discusión con su cuñada sobre la comida en un cumpleañosy que terminó en cachetazos.El incendio de un ropero por una vela mal apagada, que significó andar dos meses de batón. Todo se había resuelto, excepto quizás lo del carnicero, que se mudó de local y se volvió accesible sólo en sueños duraderos  e inconfesables.

Pero eran esas dos o tres aventuras –que le habían movido la estantería- las que recordaba con detalle, más que nada para reforzar las rutinas. Esas cosas no debían repetirse, las regularidades sí.

Esteban también amaba esas rutinas, pero eran como un ritual técnico. Las horas tenían un objetivo, trabajar, cortar las tablazones de los vagones, volver a casa, comer, regar las plantas y cada tres meses, pintar algo de la casa. El universo del matrimonio funcionaba como un reloj predecible.

El recuerdo, en ese esquema no tenía casi lugar, ya que no tenía asignado lugar ni horario, no tenía un porqué, pensaba Esteban mientras miraba una macetas pintadas de rojo hace un mes.

Empezó a reflexionar sobre eso y lentamente se dio cuenta –sin amargura- que tenía pasado y presente, pero no un futuro. Un viejo de 88 años no puede hacer planes largos, sólo proyectos diarios, cotidianos, de resultados visibles casi de inmediato. Limpiar, pintar, arreglar un velador, leer, mirar TV, escuchar radio. Detalles.

Daniel lo miraba y al verlo mascullar, se dio cuenta. Había estado pensando lo mismo: “el viejo se va”. Veía que cada recuerdo era una auto recuperación.Esteban, en efecto, se estaba armando nuevamente. Tantos años como albañil, aprendiz de herrero, fallido mozo de bar, changarín, peón, carpintero, esposo, novio, padre, nunca le habían dejado pensar:¿Quién soy?¿Quién soy?

Esa carencia, a los 88 años, se le apareció casi como una revelación. Una tarde de junio supo que tantos recuerdos, tantos detalles, formaban casi como un museo de él mismo. Un nombre, un oficio, una profesión no decían nada, él mismo era más complejo que eso, porque había recuerdos que quedaban afuera y otros no y con el tiempo, tarde a tarde, fue tejiendo nombres, ocasiones, anécdotas, colores, materiales, hechos donde él estaba presente, donde para cada uno de esos detalles había tomado decisiones, había elegido, se definía.Juntando los pedazos, Esteban empezó a pensarse a él mismo como autor de esos recuerdos,era imposible concebirlos a todos sin él y al unirlos, estaba uniéndose en su dispersión. Comenzó a aparecer una  idea, un concepto, una forma que no podía leerse con facilidad, un hombre que era él, pero a la vez, era un desconocido o mejor dicho, un ausente.

– Creo que ya sé quién fui, Cata.

– Y quien vas a ser, eh. Vos, sos.

El hijo se dio cuenta que su padre sonreía, feliz. Se había diseñado a sí mismo toda la vida y ahora sabía cuál era el producto final. También entendió que él nunca podría saberlo de tan personal que era ese conocimiento: era tan ininteligible como intransferible.

Después de saludar a sus padres, Daniel fue al bar.

Lo esperaban -como siempre- sus tres amigos, Lito, Marcos y Juanjo.

Les sonrió con algo de tristeza y con algo de ternura masculina. Luego enunció:

 

-Buenas. Hoy mi viejo se puede morir tranquilo, sabe quién es… Pará, pará. Dejame terminar. Sabe que es alguien. Alguien que el trabajo, la mujer y el hijo no le dejaron pensar nunca, viste. Hoy puede decir “yo fui éste”… Fijate, yo hoy no puedo decirlo”.

Todos callaron, entre respetuosos y atónitos. Juanjo carraspeó y Marcos miró por la ventana. Incómodo pero intrigado, Lito saltó y le dijo:

 

– Che. Pará. ¿y quién es tu viejo?

– No lo sé. Sólo él puede saberlo. Pero les digo algo. Un día, todos nosotros armaremos ese yo personal. Cada uno nos sentaremos a recordar y sabremos que lo que nos pasó es único, que somos mucho más que lo que vemos y no lo podremos decir, porque nadie nos va a entender. Y está bien que sea así.

– Ehhhhh. Dejate de joder.

– Mozo, tres amargos con soda y una lágrima…

Los cuatro miraron pensativos la mesa olorosa, recién trapeada. Nadie festejó la broma.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti – Imágenes: Diego González Halama