Por Gustavo Fernetti

 

La comida suele ser una fiesta para el rosarino.

No podemos estar sin comer, sin ver los quioscos, sin comunicar que tenemos hambre o al menos “ganas de algo dulce” y que a media mañana “nos agarra como una languidez”.

La comida es un tema de conversación y de conservación del trato, cuando no sabemos de qué hablar, hablamos de comida.

Pero esa comida no es un sencillo bife a la plancha, no señor. La comida es algo serio.

 

Acá tenés.

Solemos comer demás ¿a qué negarlo? Cuando arranca el lunes, mojando sus medialunas en el café con leche los compañeros de trabajo nos dicen:

“-No. No sabés como comí este fin de semana…” Luego esperan la frase equivalente: “-Uhhhh…”

Estas sobredimensiones alteran nuestra cotidianeidad. Compramos alimentos de más con frecuencia, y el lamentable espectáculo de la rúcula sobrante pudriéndose dentro del cajón para verduras de la heladera, nos obliga a la limpieza, pero no a la reflexión.

La comida desmedida no es cosa de gordos, es también cosa de flacos.

Una comida debe, para el rosarino, ser excesiva. No podemos quedarnos con hambre. Quedarse con hambre es de menesterosos o de avaros y los platos mondos y lirondos son el éxito de todo cocinero ecónomo.

“-Che…. No comen más?” es una queja y una decepción.

Las fiestas de fin de año son clásicamente abundantes. Cada invitado a la mesa navideña trae comida para el resto y como resultado se suman seis, siete, ocho comidas para seis, siete u ocho familias y que nadie puede agotar, al menos en el presente  estadio evolutivo del Homo sapiens. A estas consideraciones sobre la cantidad, debe sumársele la calidad. Nada de requechos, cosas a medio hacer, adquisiciones de apuro, sencilleces. No. Comidas elaboradas hasta lo barroco, condimentos casi extraterrestres, exquisiteces insólitas copiadas de la TV, postres suculentos e hipercalóricos pueblan las mesas de fiestas de cumpleaños, navideñas o para cualquier excusa posible.

 

Comida casera

En los últimos veinte años, esta tendencia ha trasformado nuestra forma de pensar. Antes, hace un siglo, el hombre que cocinaba se llamaba cocinero. La mujer que cocinaba, ama de casa. El hombre estaba para ser servido en su hogar y la mujer, hacía la menestra. Una mujer poco hábil en las hornallas era considerada media mujer y las madres instruían a las futuras esposas más en ollas y recetas que en el comportamiento previsible para la noche de bodas.

“-La Juana no me sabe hacer un huevo frito…” era una especie de maldición marital.

En cambio, los tiempos actuales han cambiado las tornas. Hoy un marido sabe cocinar y suele ser su hobby favorito con frecuencia.

Conoce donde comprar arroz yamaní o pimienta de Cayena y de paso, se compra un vinito de doscientos mangos, para acompañar.

La familia aprecia esas novedades constantes, permanentes, y se instala en el televisor para ver el Gourmet, el Canal de la Parrilla o Salpimentando las Tardes, la familia se vuelve experta en sabores, olores y texturas, ya no desde los sencillos manjares de los abuelos.

Los pibes empiezana pensar, en vez de ingeniería o medicina, en una licenciatura en gastronomía, ser –como se dice ahora- un restaurateur, un gourmet a sueldo. La casa de las clases medias más o menos adineradas, se modifica y aparece la cocina “en isla”, el horno empotrable y el anafe de mesada, se excava un sótano para los vinos, se tiene un macetón para aromáticas, se eligen champiñones en la verdulería como si de una novia se tratara.

Esto da por resultado una clase social gastronomizada, que sabe dónde comer, elige el bar por el empapelado –porque sabe que los menús son idénticos en todos- y tiene detectado los restaurantes que “¡Voy siempre a Dame Duro Restó, ahí te sirven porciones abundantes!”, lo cual significa en el léxico de mesa, “te ponen mucha comida en el plato”. Es que queda fino decir “abundante” en vez de “mucho” como en el colectivo queda mejor decir “¿-Desciende?” en vez de “¿-Se baja?”.

 

Chinchulinialla genovese

Los establecimientos gastronómicos no evaden ese tipo de pensamiento excesivo.

Un bar, un restaurant, no puede vivir eternamente de fideos con tuco. Por ello tratan de renovarse con verdaderas estupideces comestibles, abusando de nuestra ignorancia más bien de barrio. Así, es casi demencial saber que es una paupiette, la diferencia entre un pollo deshuesado a la suiza o a la romana, que son los crambles, o enterarse que existe el cordero braseado –garrón- con humita y popcorn. Palabras como  Tartare, Knackwurst ,Carpaccio, bruschettas, Conchiglioni, Papillote, Rote Grütze, Pannacotta y Gulasch con Spätzle nos deja con la intriga hasta que nos sirven algo que siempre conocimos y al que han cambiado el nombre. ¿Acaso no es un puré mal pisado lo que el mozo nos sirve como papas rotas?

Estas demasías a veces son puramente marketineras y promueven la gula o la ilusión de pagar menos por màs.

Hay cosas monstruosas en ese rubro: pizzas de espesores mínimos pero enormes, panchos de medidas pornográficas, lluvia de papa fritas hasta el colapso hepático y las picadas de doscientos platitos tientan al comprador, que secretamente cree que ha estafado al mozo.

Mencionemos hipertrofias esencialmente rosarinas: el pan dulce helado -casi extinto- y la pizzanesa: ambas invenciones -propias del doctor Morel-  no se conciben sino como intentos del comensal de alcanzar rápidamente el más allá sin darse cuenta.

 

Volver a las raíces

Las cebollas y las zanahorias son de uso antiquísimo.

Pero una recuperación de lo antiguo era casi lógico en esta lógica de comidas gastronomizadas.

De este modo, lo que antes era un bar infecto lleno de moscas, ahora se llama bodegón, término antaño más bien despectivo y no exento de alguna puñalada. Así, la clase media, desesperada de novedades, concurre a antiguos antros grasientos ahora remodelados y pide, como culinaria folk o vintage, platos antes rechazados por la mera decencia palatal.Bifes incomibles por sus nervaduras serán, de este modo, exóticas piezas de la cocina lugareña, soportados por la algarabía de los más jóvenes y el adhesivo Corega de los memoriosos, en un sábado de recuerdos y más bien de olvidos. Viejos cuchitriles con empanadas grasosas se convierten en refugios de la argentinidad y mientras la zamba nos hace bailar lo que jamás hubiésemos bailado, nos venden lo que nunca hubiésemos comido de ser medianamente reflexivos:el dueño del bodegón no es tonto y sabe que, con poner Pucherito de Gallina como música de fondo,  nos servirá una vil sopa de pollo con vino supuestamente carlón, a precio de artistas de la RCA.

Los bares antiguos se remodelan con ese objetivo, los propietarios ponen botellas de etiquetas apolilladas en un estante y nos sirven el vino –invariablemente caro- en un pingüino, artefacto  descartado en los años 80 por mugriento.El sifón de carcaza de aluminio se reemplaza por el agua mineral con gas, pero eso no quita el aspecto añoso de un local que tiene, en realidad, un par de meses de astutas y planificadas reformas.

 

¿Acepta tarjeta?

Todas estas superabundancias nos han hecho cambiar la conducta, aún más de lo que ya estaba desde que hemos poblado el país.

Cualquier fiesta, cualquier tema de conversación, cualquier evento que se nos ocurra, girará en torno a la abundante comida. Quedará mal ir con las manos vacías, tener poca comida en la heladera, agasajar con galletitas de agua o no hacer una torta cuando vienen visitas. Creeremos que el asado es una pieza de alta gastronomía, cuando es una comida primitiva sólo superada por la carne cruda en salvajismo.Elegiremos el restaurante o el bar con sabiduría e incluso con soberbia. Sabemos de condimentos y de aves, de combinaciones de gustos y de colores,  y ya llega a ser sospechoso el que come cualquier cosa a la mano.

La crisis… bueno, agudiza la cosa.

Un buen golpe económico convierte a la comida en un refugio antipenas, así sean tagliatelliboiled en agua corriente con un touch de hardcheese y aceite mix de cereales.

Un menesteroso de clase media recurrirá a estas pirotecnias lexicales con tal de alejarse, por una hora, de sus padeceres, al módico precio de unos fideos con un poco de queso, disfrazados de manjar selecto.

 

Cerrame la ocho.

¿Qué nos ha llevado a todo este listado de demasías?

La búsqueda de novedades, la eterna penuria por tener cosas nuevas, ser distinguidos, refinados, sapientes en la cotidianeidad efímera de las naderías. Las clases medias, para presumir y no desclasarse –o sea volverse proletarios o peor, lumpenes- poseen una enorme batería de recursos sociales, como un tío que nos preste plata o viajar a Barcelona pagando el tour en quinientas cuotas con tarjeta. En esos cotillones, se simula ser algo superior, como es el langostino.

Es el miedo a no ser lo que nos lleva al espanto de no tener. No está mal clavarse un tinto con una tira, pero las demasías nos han convertido en seres un poco absurdos, expertos en fruslerías de nombres raros.

Tal vez este artículo sea un poco pesimista, pero lo es. Quizás –cree quien esto escribe- que un poco de reflexión, afecto y trabajo pueden ser obtenidos sin una sola caloría en el plato.

Quizás ya sea tarde y en la sobremesa, pasen esas cosas. Por las dudas, pasen la sal.

 

Investigación. Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama