Damiana llegó al conventillo de la mano de su padre.
Ser española en Argentina le resultaba sencillo, se hablaba igual.
La verdad, estaba deslumbrada por el cuarto. A diferencia de su casita en Buñuel, allá en Navarra, Rosario le parecía una ciudad tremendamente inquieta. La llegada del siglo XX ayudaba a que la ciudad se viera acelerada, desbordada de gente nueva que llegaba por barco y por tren al siempre escaso puerto rosarino. El conventillo le parecía lujoso a pesar de sus paredes encaladas y verdosas de humedad. El cuarto medía cuatro por cuatro, pero le parecía inmenso. El padre acomodó la cama matrimonial, una cama cortísima para su suegra –que lloraba desde que salieron de España- el baúl de su mujer y una especie de colchoneta para Damiana. Se distribuyeron el brasero, la mesa para comer, dos sillas y un taburete. En otro baúl iban la vajilla –se rompieron dos platos- la ropa de la madre, el padre y la abuela, los zapatos y dos libros. Una valija portaba las medias, tres fajas de lana, dos boinas y los papeles. La ropa de la chica era la que llevaba puesta más un atadito con un vestido de verano. Ese era el universo de posesiones que tenía la familia de Damiana.
La nena salió al patio.
Otros nenes la miraron, ella les habló pero ninguno la comprendió, el italiano no era del conocimiento de la piba pero a la hora estaba jugando con dos nenes y otra nena un poco más grande que ella. Pudorosamente pidió ir al baño, le señalaron un cuarto mugriento del fondo y debió hacer fila educadamente. Había seis personas esperando.
– Madonna, che spuzza… una sporcizia!
– Ilproprietario è un vero avaro, un bagno unico per cinquanta …
– Questocesso é impossibile di usare.
– E non abbiamoacqua … per cosa pago, signore?
Damiana no entendió nada, hasta que vio el baño, sucio hasta donde sus manitos podían tocar y más allá. Con cautela y pudor –la puerta era una cortina- se agachó cuidando de no caer y de no vomitar. Salió mareada y preocupada. El baño iba a ser causa de varias de sus pesadillas. A la semana se acostumbró.
El padre no estaba nunca, se ausentaba con frecuencia y al final, un día no volvió. Damiana no lo extrañó, era distante y poco cariñoso y nunca supo cuál era su papel en la familia. La madre no tardó en liarse con un italiano más joven. Igual la abuela, que se enamoró –a sus 50 años- de un turco de 70 años.
Su nuevo padre era afable y cordial, pero tenía la costumbre de echar a Damiana de la pieza cuando quería estar a solas con la madre. La abuela se fue con el turco, dejando más espacio a la familia que al año, se agrandó con un niño: Jorge.
Damiana ya veía al conventillo más como un lugar provisorio que permanente, al igual que sus padres.
La madre y su nuevo esposo consideraban al conventillo directamente pernicioso.
Las vecinas supieron de su romance clandestino -según otras mujeres, también con sus romances- minutos después de consumados los hechos. No había más que escuchar. Eso molestaba a la pareja, que veían aludidas charlas y discusiones (entre otros sonidos familiares) en boca de otros, no siempre bienintencionados. Lo que más molestaba era que esas alusiones se callaban en presencia, pero se repetían con indignación, en ausencia de la pareja.
Era en vano la cortina de tela, las maderas contra la puerta, el rústico tabique separando la cama o lavar y tender adentro. La gente se enteraba:el patio largo y estrecho terminaba en el baño y en toda su longitud se habían tensado seis alambres donde se colgaba la ropa, era forzoso saber de quién era la ropa y el estado de conservación de la misma, en medio de charlas amenas entre vecinas que criticaban las polleras, que nadie hubiera podido diferenciar de las propias. Entre maldiciones, las mujeres colgaban lo lavado “para afuera” ganando treinta centavos por colada, unos seis kilos de ropa. Alcanzaba para un día de alquiler.
Un día el italiano llegó alborozado.Comunicó a la familia una compra: un lote pequeño, alambrado, de ocho metros por veinte. Tendrían gallinas, arboles de fruta y una pequeña quinta. Así se hizo y el pobre italiano sudaba los domingos, perdiendo un jornal de trabajo para poder levantar una casa de dos habitaciones. Sin embargo, trabajar de lunes a lunes le permitió comprar los ladrillos y los tirantes. Un diciembre se mudaron: los baúles del padre de Damiana se habían multiplicado por tres y los muebles por cinco.
Del carro bajaron tres camas, siete sillas y dos bancos, cuatro baúles con ropa, plancha y dos tablas, un armario, dos braseros, tres pilas de platos y una caja repleta de cubiertos. Damiana –ya crecida- dispuso que su ropa fueraa un baúl para ella sola, no el traído de España, sino otro verde, hecho por el italiano con maderas ferroviarias.
Los años pasaron y la abuela murió en 1921 y aunque nunca se enteraron del hecho, el portarretratos con la foto de la mujer nunca abandonó la tabla -mil veces fregada- del armario de los platos.
Un día, con 16 años flamantes, Damiana conoció a un muchacho, morocho y alto. Luego de dos charlas más bien cortas, la chica ya no pudo dejar de pensar en ese hombre de 19 y su padre se dio cuenta: largas caminatas por el barrio, dos ausencias al trabajo y una severa reprimenda del patrón de Damiana, dieron como resultado el diagnóstico: enamoramiento severo. Debía hacerse algo antes que fuera irreparable.
El muchacho un día se apersonó y muy seriamente dijo que quería hablar con el padre. El trámite fue sencillo. Se lo aceptaba como festejante, siempre que fuera a la vista de la familia. El casamiento fue cinco años después, en 1928.
La nueva casa de Damiana era más grande y luminosa que la anterior, al de soltera. El muchacho –un criollo de tres generaciones- la edificó lentamente, con dos habitaciones cuadradas y un baño en medio. Las ventanas eran chicas, con severas celosías de madera, y la cocina era “moderna”, lo cual quería decir que no tenía fogón, sino una Tamet enlozada verde, a kerosene.
Al mes de estar en la casa, Damiana anunció su embarazo, lo que motivó algunas sospechas que rápidamente fueron acalladas y un período de reclusión, a fin de despejar toda duda en el barrio, que con morbosidad sacaba cuentas de meses y aún días de embarazo. Las celosías cumplieron su función: ver, pero no ser visto.
Cuando nació Jorge Antonio, Damiana fue feliz –nunca había dejado de serlo- pero por otras razones inéditas: poseía una casa, ya no trabajaba, tenía marido e hijo. Tuvo una hija más, Dorita, “que le dio” dos nietos, como Jorge.
Pero además de sus logros,aprendió que las cosas de la casa, para Damiana, se dividían entre útiles y decorativas, el trabajo hogareño era ineludible y la comida que preparaba debía ser variada y sabrosa. También supo que nunca más trabajaría, que no se hablaría de ciertas cosas y que las escapadas del marido al bar eran inevitables y hasta necesarias. Estaba convencida que los parientes debían estar unidos, comenzó a criticar conductas diferentes a las de su familia, a pensar que dos hijos eran suficientes y que la opinión ajena era sumamente importante.Al comenzar la década del 40, Damiana supo que su vida había sido un éxito.
La vida de Damiana no fue más que una entre tantas. Pero también fue la síntesis de un proceso de medio siglo: la formación de una clase media poderosa.
Damiana, flamante viuda, se mudó a la casa de su hijo Jorge en 1969. No fue agradable, no se llevaba bien con la nuera y Chichina -la nieta- era bulliciosa como fue su abuela.
Damiana murió en 1975, rodeada de nietos y criticando a las mujeres de dos generaciones. Suponía que el mercadito, la verdulería, el almacén, tenían dos caras, una funcional –comprar comida- y la otra social.Era el lugar donde apostar a una sociedad mejor mediante el chisme, la crítica y la especulación. Damiana creía firmemente -como tantas otras mujeres de clase media- que los cambios sociales se hacían así, mediante la mera voluntad de hablar, usando como dato la simple sospecha;de ese modo hallaba empatías y rencores, pero también se asociaba a otras mujeres que educarían sus hijas del mismo modo.
Una tarde sofocante de 1971 Damiana vio salir a la nieta a la calle. La nena tenía unos 12 años y ya “se le veían las cosas” según la madre, o sea dejaba de ser una nena.
Iba a salir para hablar con otras nenas de Javier, un pibe de 17 que se había mudado el día anterior. Damiana se alarmó por el “cotorrerío” adolescente y supo inmediatamente de qué se trataba: se hablaba de un hombre. Había que impedirlo.
– Nena, vení para adentro.
– Abuela…
– ¡Mirá como andás! ¡Ponete algo!
Vio que la nena estaba correctamente vestida, pero insistió.
– ¡Vamos, vamos, rapidito para adentro de la casa!
– ¡Abuela! ¡No me digas que tengo que hacer!
– ¡Vení para adentro te dije, caracho! ¡Ya parecés una conventillera!
La nena le hizo caso.
Investigación: Arq. Gustavo Fernetti
Imágenes: Diego González Halama