Julio Castellanos ha escrito que en la poesía de esta poeta que no duda de calificar como la más original de toda Latinoamérica, y en su poesía «vibra la desnudez de la existencia». Yo me atrevo a agregar que en los versos firmes que  Glauce  Baldovin nos ha legado, nos los ha brindado generosamente desde el fondo del dolor más hondo, en la convicción que nos dejaba un legado, una manera de mirar la vida desde el centro mismo de su dolor y dando una clara lección de humanismo pavesiano.

Probablemente su obra fue como el testimonio ético y estético de una época infame que creímos dejar atrás. Probablemente en ese tiempo en que le tocó padecer una tragedia colectiva pero además en la desgarradura que parte de su tragedia personal.

Castellanos dice que Glauce parte de una poética sesentista y setentista. Y es muy cierto, pero hoy, vista a la distancia, cuando todo el corpus de su producción está ante nosotros, quienes somos testigos de su valor pero también con la triste certeza que nos dejó la conciencia de su muerte, podemos comprobar que produjo una obra que seguramente atravesará la miseria de este tiempo y seguramente iluminará los venideros.

Agreguemos también que a esta poesía que hoy nos convoca y nos exige un compromiso con ella, no se la escribe desde el aire y deja muy lejos, aunque lo incluya, ese valor profunda y valerosamente testimonial.

Con su tragedia, Glauce pudo hacer un panfleto y habría estado en su derecho, y habría sido comprensible, pero una artista de su envergadura nos legó una obra maestra.

Ella escribe «mi signo es de fuego». Es verdad, pero tuvo el imbatible coraje y el talento de no dejarse devorar por ese fuego. Nos dejó estos versos que nos interpelan desde el arte más exquisito y llaman nuestra atención para comprenderla.

Elena Anníbali, en el otro prólogo de este libro acertadamente anota: «Escribir sobre el despojo, siendo testigo de una época, de una materialidad en lo abyecto, escribir desde la intimidad y el dolor de lo pensado».

Leer con emoción contenida estos poemas nos produce la inquieta sensación de estar leyendo las páginas de algún Antiguo Testamento, con esa unción que produce la poesía que podemos con toda naturalidad llamar religiosa, porque justamente eso quiere decir la palabra religión, re-ligar el amor de la comunidad. En este caso, conteniendo lo sacralizado en el género humano.

Es probable que a Glauce se le pueda aplicar algún concepto que Juan José Saer usó para Juan L. Ortiz.

Ella pertenece a aquellos autores únicos que son rápidamente reconocibles porque dentro de la misma poesía crean un idioma propio, un idiolecto (la palabra me pertenece) dentro del universo del idioma.

Su obra, la de Glauce Baldovin, es como una piedra que cae en ese estanque sin diluirse, es una poesía que desde la subjetividad más honda se materializa, cumple esa función que a Neruda le dictan sus versos de Tres cantos materiales.

El libro de los poetas incluye dos series: En el volcán y Ni olvido ni perdón. Ambos configuran su canon personal de lecturas y también el de sus afectos personales.

Es un mapa que puede ser el de su reservorio, donde quiere conservar, retener y alimentar lo que más ama o desea. Lo que comprende una defensa contra le inclemencia atroz del mundo.

«Cumple –dice Saer de Ortiz– un deslumbre ante la materia que llamamos mundo». Lo mismo podemos decir de los poemas de Glauce.

La poesía de la poeta cordobesa avanza sutil y delicada, muy lejos del panfleto, creando belleza a su alrededor y haciendo carne para siempre la sensación del despojo. De la entraña que se arranca y deja su llaga viva que no se traduce en odio sino en épica, en una forma de poder sobrevivir en este mundo. Por la solidaridad y la entrega con que se abandona a la poesía.

Nosotros somos hoy depositarios de este legado y estamos impávidos descifrando estas palabras que la vigilia de una mujer valiente puso ante nuestros ojos como una gema o una piedra calcinada.