El Manco de Lepanto o el Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes siguió al pie de la letra las recomendaciones dadas por Oscar Wilde trescientos años después: para decirles la verdad a los hombres, había que hacerlos reír, de lo contrario, te matarán. Y no está de más agregar que Borges destaca, por sobre todas las virtudes de Wilde, la de tener razón, la de dar siempre en el clavo.

Cervantes, sin fortuna y menesteroso, hombre de acción más que de letras, en los años que anduvo lejos de su tierra vivió rodeado de hombres en el imperio de los hombres: el de la guerra, los engaños, las venganzas, el largo y arbitrario encierro. Regresó envejecido y tullido a su hogar; un hogar que siempre fue, a la fuerza, matriarcal, regido exclusivamente por mujeres: tres hermanas, esposa, sobrina, hija, dos vecinas y una criada. En una vida emancipada de toda dependencia masculina. [1]

Es bastante impresionante cómo un soldado del 1600, con o sin intención, pudo burlarse de tantas cosas consideradas social y culturalmente sagradas, para revelarnos con humor y simpleza: el valor y el honor pueden ser llanamente locura, estupidez. La poesía, un cúmulo de falsedades y exageraciones. El amor y el suicidio, un síntoma de ego exacerbado. La mujer, un sujeto que se concebía en la mente del hombre por medio de todo lo anterior.

Así lo hizo Cervantes. Nos centraremos en esto último, en los episodios donde describe -con gracia y maestría, para no ser degollado- la necedad del sexo masculino que construía al bello sexo según sus demandas, a partir del personaje de Grisóstomo y del mismo Quijote. Y segundo y más inesperado, cómo la mujer aludida por Grisóstomo, Marcela, entra en escena para desdecir las calumnias y dar uno de los discursos más emblemáticos sobre la libertad de la mujer y la libertad individual en general.

En el mero principio vemos cómo el esquizofrénico hidalgo Alonso Quijano se arma como poderoso caballero y muda su nombre a Don Quijote de la Mancha, el de la Triste Figura según Sancho, y más adelante, el caballero de los Leones según él mismo.

De igual manera arbitraria y delirante en que se pone nombre y más adelante trueca los molinos por gigantes, saca de la galera una enamorada a quien dedicarle sus faenas, como tenía entendido hacían todos los caballeros… de la literatura. [2]

Digo que no puede ser que haya caballeros andantes sin dama, porque tan propio y natural les es a los tales enamorados como al cielo tener estrellas.

Así es que revuelve en su memoria y recuerda a una muchacha cualquiera, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre a su parecer, músico y peregrino y significativo…

Aldonza, una humilde y ordinaria campesina que deviene bellísima reina de toda una comarca -de alto linaje, prosapia y alcurnia-, por puras imaginerías de un hombre desquiciado. Ella jamás aparece en cuerpo en la novela ni se entera de que es aludida por el hidalgo ni sabe que este hidalgo existe, pero es tan evocada y mentada, que se la considera un personaje más. (Joaquín Casalduero, cervantista español).

Con poco, Cervantes nos muestra un loco con características del hombre promedio histórico que llega a nuestros días, bien tildado machista, que a partir de una mujer de carne y hueso, sin la menor intención de conocerla ni intercambiar palabra, fabula un ideal o arquetipo de ella adaptada a los ojos y a las necesidades particulares del varón.

“…no existe sociedad [de hombres] que no endose algún tipo de mistificación de la mujer y de lo femenino, que no tenga algún tipo de culto a lo materno, a lo femenino virginal, sagrado, deificado…” (Segato, 2003)

Ella no es ella, ella es lo que él quiere que sea. No importa cuán bien la adorne o la tenga en consideración, incluso por este mismo trato adulador y condescendiente, demuestra su posición de superioridad; como aquellos gestos “caballerescos” de ceder asientos o el paso ante seres convalecientes.

Aun si estas características apócrifas resultan “positivas” o favorecedoras (sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arco del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve…) muestra perfectamente un narcisismo esencial que no permite a la mujer construirse a sí misma, sin antes pasar por el lente del varón, cual obra de arte, bello objeto de adorno y devoción sin voluntad (ver Male Gaze o “mirada masculina”).

Este proceso según Barthes puede denominarse anulación:

Explosión del lenguaje en el curso del cual el sujeto llega a anular al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa, lo que el sujeto ama es el amor y no el objeto. [3]

Para colmo del cinismo, como ilustra luego el Manco de Lepanto, la hembra, encima, tiene el deber de mostrarse agradecida por aquel amor implícito que se desprende de su idealización y desfiguración.

La gracia de este primer trance quijotesco es mostrar precisamente la inexistencia del sujeto Dulcinea, ante la constante evocación -ilusoria- masculina. Este suceso era y sería una constante en la literatura occidental, pero Cervantes lo lleva a estos extremos: la hiperbólica descripción de una señora totalmente ausente y fantasmal.

[1] “Mujeres en la vida de Cervantes” en heroinascervantinas.wordpress.com; proyecto interdisciplinar del IES Calderón de la Barca. Y Cervantes y las mujeres” (2007), por Juana Vázquez.

[2]“El libro es menos su existencia que su deber. [El Quijote] ha de consultarlo sin cesar a fin de saber qué hacer y qué decir y qué signos darse a sí mismo y a los otros para demostrar que tiene la misma naturaleza que el texto del que ha surgido.”

Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault

[3] Barthes señala algo parecido en el joven Werther y su objeto adoratorio: “Carlota es muy insulsa; es el pobre personaje de una escenificación fuerte, atormentada, brillante, montada por el sujeto Werther; […] adorado, idolatrado, increpado, cubierto de discursos, de oraciones; se diría una gran paloma, inmóvil, encogida bajo sus plumas, en torno de la cual gira un macho un poco loco.”

Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Roland Barthes