Por Gustavo  Fernetti

Cuando llega el verano, solemos gastar unos pesos y prender el aire acondicionado. Esta saludable y onerosa costumbre no es nueva. No por el aparato en sí, sino por la idea de tener alrededor un ambiente un poco más amable y que no nos provoque redondamente la muerte.

Las casas –un concepto universal- en este sentido se han pensado para evitar que el calor nos cocine o el frío nos congele. Las puertas se crearon para impedir que vengan a pedirnos favores y las ventanas para espiar cómodamente sin ser vistos, algo que garantiza la oportuna cortina.

Estas cuestiones han sido de siglos. Veamos pues qué comodidades hemos planeado acá en Rosario, con la comodidad de pensar que pueden haberse dado en otros lados y evitar recorrerlos.

El dormitorio

En cualquier casa el dormitorio es el centro del confort. Es allí donde se puede estar en patas y generar la ira económica del presidente. En el dormitorio uno  duerme, pero también está desnudo, copula, se pelea o se reconcilia con su pareja, se recorta las uñas de los pies y se maquilla.

El centro del dormitorio es la cama, que siempre fue más o menos una superficie horizontal generalmente mórbida. En la época colonial, la camas tenía altos respaldos y a veces un dosel, pero el colchón era una bolsa rellena de lana que cada tanto había que “cardar” o sea sacar del colchón y separara sus fibras. Con el uso, la lana se compactaba y quedaba rígida, el cardador con un cajón lleno de púas desgarraba los vellones y les daba nueva esponjosidad.

El colchón reposaba sobre una red de tiras de cuero, que en tiempos de humedad se estiraban Por lo tanto no era raro que el colchón casi tocara el suelo en el centro y con él, quien dormía. Por eso  dormir en pareja era algo más bien incómodo y las camas matrimoniales tenían una tabla donde se apoyaba el colchón. Durante el siglo XX estas dificultades se solucionaron con la “resortera” o  “elástico” con elaborado dispositivo de marco de hierro con un tejido de acero hecho de resortes. El elástico tarde o temprano “se vencía” y el sufrido usuario lo reformaba tensando tres o cuatro alambres para devolver cierto carácter plano a la resortera. Nunca daba resultado.

Semejante trabajo se evitó en los años 50 con los colchones a resorte y ya en los 70, con los colchones delgados de goma espuma.  Pero el uso los siguió venciendo, obligando a reponerlos cada 10 o 15 años, operación mucho más barata que llamar al cardador todos los años.

Con los años, el dormitorio se pobló de muebles especializados, mesitas, gabinetes, escritorios y cómoda, una estructura con cajones, donde apoyar los retratos de los que ya poseen los suyos.

Hoy los dormitorios poseen placares de todo tipo, hasta con calefacción. También suelen tener vestidor, o sea una piecita para la ropa, entre otras demasías.

El baño

El baño es un incómodo centro de comodidad. Es un lugar esencialmente sucio, que debemos mantener eternamente limpio. Para ello le destinamos cepillos, trapos y productos químicos, lo revestimos con elementos vidriados y por todo ello, cada dos por tres nos caemos en el baño.

En otras épocas era aún más incómodo.

La “puerta falsa” de la época de los virreyes era un cuartucho fétido alejado unos cincuenta metros de la habitación más próxima con uno, dos o tres agujeros a ras de suelo, a veces  -con suerte-  medio tapados con una tabla resbalosa. Uno realizaba sus humanas necesidades y con un balde echaba un poco de tierra. Luego, corría la tabla.

A fines del siglo XIX, esto se consideró lisa y llanamente una desgracia. Ir al baño de noche se reemplazaba con una “potty”, llamada vulgarmente pelela.

Por lo tanto algunos avispados (obviamente ingleses) combinaron la tierra con las ganas de ir al baño sin mojarse con la lluvia e inventaron el inodoro a tierra. Una palanca depositaba un polvillo de carbón sobre lo que ya era un recuerdo, y así eliminaba los olores. Con la generalización de las cañerías, el inodoro ya funcionó con agua, una forma más efectiva.

Esto hizo que el baño ya no fuera una antesala del infierno, sino un espacio de espectacularidad incluso perfumado. Inodoros floreados, azulejos de color y griferías con forma de pato dieron ganas a los dueños -además de las ganas normales- de enseñar a las visitas el baño. Con el siglo XXI, apareció el “baño de cortesía”, decorado recinto especial para invitados, donde defecarán eternamente agradecidas nuestras visitas.

La cocina

La cocina ha tenido un avatar similar al del baño.

De un lugar fumoso, que hacía llorar los ojos (como el baño) la cocina fue desplazándose, con cada casa nueva, hacia un lugar privilegiado.

Originalmente, a fines del siglo XIX, la cocina era la casa misma si se era pobre. Si se tenía algún dinero, estaba separada de la casa (como el baño) y era con frecuencia la única habitación que tenía tejas, para evitar incendios. En medio, un círculo de ladrillos contenía brasas que no se apagaban jamás, sobre las que se apoyaban pavas, sartenes ollas, cacharros de barro, estacas de fierro y parrillas, a veces simultáneamente.

La cocina era también un lugar para dormir. Allí, peones y esclavos sumaban sus sudores para dar a la cocina ese especial aroma campesino, folk. Los patrones allí ni se asomaban y era el espacio popular por excelencia, donde se esparcían los chismes recogidos a treinta leguas y se narraban espeluznantes historias de cerdos fantasmales.

Con el correr del tiempo, como ocurrió con el baño, se vio la conveniencia de que la cocina quede cercana al comedor. Sobre todo cuando el personal doméstico se especializó, al igual que la vajilla, a imitación de lo que pasaba en Europa. A pesar que esos chismes superaron las treinta leguas, las cocinas empezaron a dotarse de platos ingleses y franceses, se empezó a tomar el té y a semejanza de las clases altas, a invitar vecinos a tomar la merienda.

Ya las recetas empezaron a ser una institución y era imposible ser una buena ama de casa sin un libro de recetas aunque jamás de lo usara.

Finalizado el siglo XX, la cocina tuvo además de tres hornallas una TV para ver el canal Gourmet, cajones anchísimos para disponer los cubiertos y hornos ubicados en el centro, mientras los hombres empezaron a cocinar y no sólo a hacer asado. Ya en el siglo XXI, la cocina se transformó en una especie de laboratorio donde se pueden hallar doce clases de pimienta y tres de comino, tener un tenedor para pinchar arvejas y poder enchufar dos licuadoras diferentes.

El Living

Este cuarto se generó en la antigua sala. La palabra original define un “cuarto de estar”. En épocas pretéritas en la sala se ubicaba el piano y varias sillas, para recibir. Con el correr del siglo XX, recibir en ese lugar era incómodo, ya que los muebles debían cuidarse. Por lo tanto, la sala quedó pura apariencia, casi hasta los años 50. Con el peronismo y el auge del consumo, el lugar antes prestigioso –allí iba el piano donde tocaba la nena- recibió la heladera y la radio, muebles modernísmos para lucirlos ante los amigos.

Con los años 60 y la popularización del teléfono, el aparato se ubicó allí. Los más ancianos recordarán el living y el helado rincón donde se ponía el teléfono a disco, de dura baquelita negra, encima de una mesita de falso bronce.Con un estante para la guía, cuyo 99,9% de abonados eran extraños, ya que sus amigos carecían de teléfono. El living, incluso en este siglo, es una incomodidad puesto que es demasiado lujoso para todos los días (o sea, for living)  y demasiado alejado para usarlo. Por lo general el living queda deshabitado.

Confort, querido confort.

Durante doscientos años hemos querido vivir mejor. Inventamos habitaciones, objetos para ellas e incluso funciones para ellas que antes no teníamos, como escuchar la radio en una sala.

Esta constante búsqueda de un espacio para estar y ser, sin la incomodidad del cuerpo o la naturaleza, cuesta muchísimo. Adaptarse –ya lo dijo don Darwin- lleva generaciones pero también heridas y bajas. Pero esa adaptación es esencialmente humana, los animales se extinguen justamente, por no poder fabricarse un galponcito por si llueve, aunque no llueva. Ya vienen con él y si no llueve mueren. El ser humano es previsor y hace de ello un constante cambio. Quiere más, no solamente un techito de paja, simboliza los espacios, les da sentido o un uso que es más que satisfacer una necesidad fisiológica.

Sin embargo, últimamente el gobierno nos está empezando a negar esa humanidad  milenaria. No hay derecho a estar mejor, comprar el split es de animales, al frío hay que aguantárselo con dos pulóveres  encima, no tenemos nada que tener.

Lo que es peor: varios de nosotros estarán satisfechos de esa negación, ya que para ellos, realmente hay gente que no amerita el confort, no deben tenerlo, deben agarrar la pala, no son seres humanos. Se los puede matar.

Hoy, lentamente, empiezan a convencernos que –sencillamente- el confort no se merece, no es para uno. En la historia de la humanidad, el confort es salir de las cavernas, que son su comienzo. Quizás no debiéramos temer tanto volver a ellas como estar construyéndonos una.

Y no es necesariamente un living.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Fotografías: Diego González Halama