Por Jorge Isaías

Cuando la conocí, era un hato de ramas secas, un manojo de nervios, muchos años encima y energía para regalar al mundo. Siempre la vi íntegra, con su pañuelo gris en la cabeza, la nariz aguileña, el cuerpo enjuto y esas piernas infatigables que recorrían los campos en busca de leña siempre acompañada de sus perros que no la dejaban ni a sol ni a sombra. Imposible recordar los nombres de sus hijos numerosos. Tenía una hija casada con don Toribio Aguirre, padre de mi amigo Carlitos, que talla en el apodo del Cholo, y Norita, casada con Nino Míguez.

Doña Juana era muy guapa, había venido no se sabe de dónde, pero aún en ese tiempo era capaz de recorrer los baldíos y traer con una varilla de mimbre a sus hijos menores, casi hombres, pegándoles por la pantorrilla hasta sacarles sangre porque no cumplían con el trabajo. Tenía una inmensa quinta de tomatales rojos que era su orgullo.

Mientras escucho a ese genio musical llamado Raúl Barboza, pienso más firmemente en doña Juana Barco, a quien no le conocí marido, infatigable y recia, dura, con su quinta de zapallos y su trato cortante. Cuando el rocío ya estaba sobre los pastos y los árboles, cuando el rocío se mojaba con la leche de los higos, ella ya se había metido con su pollera larga y negra por esos callejones que cruzaban los cuises, los hurones y los sapos, y volvería con ese hatillo de leñas secas para su cocina económica, donde daba delicia a sus nietos con el dulce casero que su industria obtenía de los frutales numerosos, y mientras pienso en esa quinta donde nunca entré ni entraré ya, orondo me paseo por el recuerdo de su cuerpo que juntaba el sol en ese pañuelo escueto que le cubría la cabeza y a veces la protegía de la llovizna cuando volvía del campo.

Mientras escucho al maestro Barboza, noto que se le sumó el Chango Spasiuk y me regodeo en este atardecer rosarino que me ciñe con su calor de febrero sobre mi cuerpo agotado. Cuando pienso en el origen de la familia Barco, se me pierde en la bruma del olvido y de los años y de la distancia que se come los cardos y las flores de los cardos y la vía solitaria con su trencito del mediodía que echaba humo mientras un jinete lo saludaba con la mano en alto, la mano donde colgaba el inofensivo talero que es una coquetería criolla que nunca castiga.

Pedroni escribió: «quien no haya hecho un balde alguna vez, nunca será jardinero». Y vaya si doña Juana pudo hacerlos en demasía, porque su jardín era frondoso, rodeaba ese patio de tierra bien regada y hacía un collar sobre esa casa larga levantada en barro, con sus grandes ladrillos de adobe y encalada por dentro y por fuera, sus tres paraísos inmensos donde mateaba la familia entera. ¿Y cómo se llamaban los hijos varones de doña Juana Barco? Teófilo, el utilero eterno de nuestro club, Juan, Mojarra, que respondía al nombre de Ramón, Cochela, cuyo nombre olvidé, Armando y Héctor, el menor, a quien apodaban Tubito porque usaba pantalones bombilla con su gorra de cuero, sus zapatillas de básquet y su golpe seco con la paleta en el frontón de Huracán, sus atajadas en el arco defendiendo los colores del club y tratando de llevarlos a la gloria.

Los Barco vivían al lado del Rengo Gigena y enfrente de mi tía Ita, una mujer tan dulce que nunca supe si era más buena que dulce, pero sus actos eran notablemente solidarios. ¿Quién fue el niño que no había temido sus agujas en las vacunas de estación? Pero ella se las ingeniaba para no hacer sufrir a nadie. Mi tía se cruzaba a llevarles sus tortas de regalo, sus dulces, cuando doña Juana podía poco con su cuerpo cansado, cuando los años la acorralaron a ella y a su guapeza y no pudo más con sus leñitas secas, su jardín, su quinta olorosa a romero y a albahaca.

Uno a veces piensa, o tiende a pensar, desciñe sombras en este verano cabrón, acorralado de dudas, de recuerdos de amigos que se han ido en este tiempo. Valentín Prámparo, Hugo Correa, Tato Míguez, Lalo Negrini, que jugaron al fútbol conmigo y sus cenizas descansan allá.

También se nos fue Pancho Isaías cuando estaba a punto y en edad de saberlo todo y había pasado los noventa.

Ahora acaba de partir Alberto Lagunas, que de puro bueno se fue a ver si existía de verdad ese «refugio de los ángeles» de donde siempre extrajo la miel de sus poemas y la verdad de sus relatos con los cuales nos hizo llorar como ahora su triste partida que se vuelve realidad.