Por Gustavo Fernetti

Vivimos en una época de códigos.

Sólo los ladrones, hoy, carecen de ellos.

Códigos de barras, códigos ASCII, Código Procesal Civil y Comercial.

Un código es una serie de elementos que, aplicados a una realidad –supongamos, unas letras- la transforman en otra.

El código más conocido es el lenguaje, que trasforma en insulto nuestro enojo.

Los códigos hoy en día nos codifican, somos partes de un alfabeto que se puede traspasar a otro, los códigos nos traducen. Un CUIT no es más que el código que le permite a la AFIP traspasarnos de una esfera personal, doméstica, íntima,  a otra económica y pública.

Lejos estamos del código Morse, que trataba, inocentemente, de ahorrar papeles, clavando una aguja en una tirita de papel.

Pero veamos algunos códigos, de esos que todos vemos pero no hablamos.

 

Las alegorías

Las formas más anticuadas de codificación son las estatuas.

Una estatua significa algo, mediante un  código. Se supone que ese cacho de mármol representando una mujer con los ojos vendados, una espada y una balanza, es la Justicia. Pero ese es el resultado de la codificación. No podemos saber el código Morse sin una equivalencia: tres rayitas son una O, dos rayitas son una M, cuatro puntos, la H.

Con las estatuas pasa igual. Una tumba tiene una estatua con un ancla. El ancla, en el código, significa la esperanza. Por lo tanto esa estatua es la esperanza de la resurrección o al menos, la vida eterna.

Esa codificación depende de dos cosas. Una que sepamos que un ancla es la esperanza, así como don Samuel Morse nos dijo que tres puntos en un papel, son una S. Luego, que ese código se emplaza en un cementerio, no en una milonga. El código es este. Ancla de mármol, en un cementerio, es esperanza. En un dancing, no vale.

Este modo algo costoso de expresar el dolor, la ansiedad o el amor (pensemos en la parafernalia material amorosa como corazones y cupidos) nos lleva a aprenderlo, tarde o temprano y hay una cierta complacencia en descubrir la traducción: es el arte.

El  mate

Saltemos a otro código.

El mate ha sido, en forma casi mítica (por no decir mentirosa) un código campero. La imagen –bucólica por cierto- es la de un paisano que llega a un rancho de visita y allí se le ofrece sorber una infusión en calabaza, vulgarmente llamada mate.

La idea general parte de que quien entrega el brebaje es una mujer. Una “china” en el lenguaje gauchesco. Se presupone un conocimiento previo entre el gaucho y la señorita -primer campo del código- y una posible (o no) atracción mutua: segundo campo.

Ya está armado el contexto. Pero se supone que una mujer no declara su amor por el hombre, eso es de muchachas más bien rapiditas. Por lo tanto, el mate asume el valor de un código que permite la traducción de las intenciones afectivas. Mate caliente: ardo de amor por vos. Mate frío: indiferencia. Mate dulce: amor. Mate amargo: váyase carpiendo. Mate con miel: amor eterno… y así.

Esta bobada, que desmiente el cimarrón entre novios que odian el azúcar, ha prendido porque es un código fácil y remite a un campo idealizado: el del amor. Así, ante un mate pasado de chucker podemos imaginar un amor para toda la vida, sin por ello rechazar el amargo que nos ceba un albañil.

El expediente

Toda tramitación burocrática lleva códigos. ¿Ha notado, quien esto lee, que los expedientes y normas llevan verbos con acentos adelante? Insértese. Dése a publicación. Colaciónese. Archívese.

El código es también sencillo, si uno lo mira bien. La burocracia ordena y manda. Dice que hay que hacer y cómo. Dado que si la orden fuese sencilla y vulgar (“-Flaco, andá y sacá número así no se arma bardo en la cola”) se arma un código que traduce esas burdas órdenes haciéndolas parecer complejas e importantes. Palabras como turno, cuerda floja, insertar, carátula, mesa de entradas y exhorto nos hacen la vida más dificultosa para que otros –los burócratas- tengan alguna razón de ser.  Hay que entender que una foja es una hoja y que un exhorto es una apurada legal.

Las codificaciones se multiplican, los trámites llevan formularios numerados y éstos, desgloses con letras, planillas que hay que llenar, números que debemos aprender si no deseamos regresar a la ventanilla al otro día. Todo eso, hecho sin entender lo que estamos haciendo: ser ordenados en una fila. La burocracia, en esencia, no es más que eso: obligarnos a esperar para que se resuelva nuestro problema.

El código presupone que no debemos descubrir esa vileza y esa incomprensión hace que llamemos abogados, peritos, gestores, amanuenses; una eliminación del código –el uso de palabras comunes- los arrojaría a la muerte por inanición.

Dos más dos es cuatro

Uno de los códigos más duros es el de las matemáticas.

Quizás todo empezó con un griego aburrido que se puso a contar piedritas y para no llevarlas en el bolsillo, se le ocurrió inventar un código que las represente: el número. Eso desató un infierno para los niños y adolescentes. También para nosotros.

Las matemáticas son un manojo eterno de signos, emblemas y marcas, ordenados y relacionados o sea, un código. Pero ¿Qué traduce?

El aburrimiento del griego tal vez nos dé una pista.

Las matemáticas, señora, señor, traducen el mundo. Así nomás.

Lo que el griego inventó, en el fondo, es un código para un mundo portátil. Desde la erupción de un volcán hasta el giro de una galaxia puede matematizarse y, ya en la comodidad del hogar, saber cómo funcionan ambos objetos, inmensos e inaccesibles. Ese código es tan eficaz, que podemos traducir cosas invisibles como un átomo o una ráfaga de calor. Algo tan habitual como la distancia que recorremos en auto, se puede expresar en la fórmula x=x0+v0t+1/2vt2 si sabemos que rápido vamos.

Esto tiene consecuencias incalculables, si vale la paradoja: un nene será un buen alumno si tiene un 10 y el costo de la vida será un alarmante 30 mil pesos. Al traducir todo, las matemáticas nos traducen. Resta traducir el amor, pero sólo es cuestión de tiempo.

No tener códigos.

Esta frase se destina, hoy en día, a traidores, asesinos por dinero y maleantes en general que no se comportan como debieran. Se presupone que el delincuente –antes- tenía un orden de vida, una ética que hoy por hoy, ha perdido. El avispado lector dirá “eso no se refiere al código como traducción”. Pues vea que sí.

Lo que los códigos (que ya no se tienen) traducen, actualmente, la realidad de la lealtad a la de la traición. El código supuestamente ausente en el asesino traduce en un solo sentido: la realidad del chorro se traduce en esa misma realidad: es un código hueco, de uno a uno.Traduce, pero el resultado es lo mismo que se pretende traducir. Así, se presupone que el ladrón sólo nos robará y no nos matará, pero la realidad del ladrón es otra: mato porque se me canta y ese es su código, ahora elevado a regla, a norma. Lo que el código esperado debiera traducir es que robar no es matar. En el ladrón, ambas realidades son lo mismo. En matemática, robar y matar estarían vinculados con el signo (=). No somos delincuentes y no poseemos el código, eso es todo. Querer reducir al maleante a nuestros códigos es absurdo: no se comportará como queremos.

Codificados

Ya no podemos vivir sin ser codificados.Tenemos parámetros que guían nuestra vida, vemos señales a las que respondemos en forma automática. Rojo, parar. Verde, seguir. Amarillo: ojo.

Quizás la historia del ser humano sea la de codificarse al infinito, elaborar códigos constantemente. La lengua cambia, cambian los colores, las modas, los gestos. Lo que antes significaba OK, mañana puede ser un insulto. Nos acostumbramos a vivir entre rayitas que leen las cajeras en el supermercado con una pistolita.

Tal vez debamos mirar un poco más a esa codificación a veces nos lleva a ser menos humanos. No es casual que el amor –esa humanidad por excelencia- no haya podido ser cuantificada, medida, traducida a raíces cuadradas y logaritmos neperianos.

Tal vez, frente a tanto código de barras y códigos que traducen nuestro individualismo a egoísmos sin fin, nos demos cuenta que eso, después de todo, es una impostura, un simulacro. Ser verdaderos, originales, auténticos, intraducibles, es el contra código.

En fin. Pase por caja.

 

Investigación. Arq. Gustavo Fernetti.

Fotografías: Diego González Halama.