Por Gustavo Fernetti,
Con frecuencia, el argentino de clase media adquiere un objeto. A veces es imprescindible: un trozo de pan, una canilla para reemplazar la rota y así beber, una cuchara. Otras veces no lo es tanto y adquiere caramelos o un automóvil.
Sin embargo, con el correr del tiempo, hemos cambiado ciertas cosas, sobre todo la palabra “imprescindible”. En tiempos veloces, marcados por el auto y la comunicación instantánea, tener un automóvil y un celular es –para muchos- algo ineludible y vital. Y lo que ahonda la decisión, ni cualquier automóvil ni cualquier celular. Hay ciertas características de los objetos que los vuelven tan atractivos, que no tenerlos es casi morir: “-Me muero.” dirá el viandante ante la vidriera que muestra el último modelo.
Obviamente, esta tendencia a la adquisición de lo que se supone imprescindible ha modificado la vida de más de uno. No se puede estar sin comprar el pantalón que está de moda –como esos hechos hilachas que se usan hoy- o el televisor más ancho posible. Los comercios están llenos de perendengues totalmente evitables, sin los cuales no podemos existir.
Cosa de especialista
Esta costumbre se ha perfeccionado con los años.
A los objetos se les ha añadido una cualidad que los torna únicos, especiales o selectos. El arroz ya no puede ser Gallo Oro, sino que debe ser yamaní e importado del Pakistán Oeste. La pimienta que venía en sobre debe ser de Cayena y toda cocina debe tener picantes de varios colores y nombres raros. Los autos han sufrido el mismo avatar. Al sencillo Citroën se lo ha reemplazado con complejos automóviles de doble tracción, portacelular y aire acondicionado logarítmico.
En este proceso, los electrodomésticos se volvieron un ancla para la vida. Ya no podemos estar con licuadoras que tienen menos de doce funciones, al igual que el lavarropas, al punto que es arduo definir algunas de aquéllas. Los televisores pueden contactarse con la computadora y transmitir datos al celular. Los objetos se tornan cada vez más complejos, especializados y extraños. Sus usuarios se extasían con estas cualidades excepcionales y lo demuestran; se alardea de haber comprado sábanas de hilo de Ruán a quinientos pesos el par.
Traslados dorados
Los viajes se han hecho también imprescindibles.
La baratura relativa de los viajes al exterior convierte a Villa Gesell en un barrio más al que se va en un fin de semana largo, pero no es “EL” destino.
Para viajar, se viaja a lo grande y a lugares impensables hace veinte años. Con suficiencia, se relatan los viajes –con el powerpoint de rigor- al retorno a la oficina, mostrando los sitios visitados. Y generando el mismo sopor en los compañeros de trabajo, como hace treinta años cuando se viajó a Piriápolis.
Curiosamente, ese sopor es movilizador. Si alguien viajó a Rusia, el amigo o compañero viajará a Mozambique y si el viaje fue el año pasado a Siberia, repetirlo sería “una picardía” y el tipo se irá a Hawái.
Con el tiempo empezamos a viajar por el mundo, pero como experimentados viajeros que tienen la posta sobre Yugoeslavia. Algunos, mediante una nostalgia de lo que nunca pasó, viajarán a Grecia para hallar viejos parientes, a los que no le podrán –por el idioma- ni pedir ir al baño. Obviamente, los que van a Grecia serán expertos en cultura helénica y los que fueron a Hungría insistirán en que Budapest son en realidad dos ciudades: “-Buda y Pest, podés creer.”
El mundo de esta manera se empequeñece y antes de viajar a lo que pensamos queda acá a la vuelta, pedimos datos sobre pasajes, millajes, visas y lo que nos dicen en las ventanillas de la embajada norteamericana para poder entrar sin problemas, ya que figuramos en el Veraz y tenemos los pasajes comprados.
Expertos en Ming
Una tendencia actual es también comprar objetos originales.
Durante décadas, hemos adquiridos cosas copiadas de otras supuestamente mejores. No se trata de secadores de piso, sino cuadros firmados, relojes suizos y jarrones chinos del siglo XV. Obviamente, como hace trescientos años, esto requiere de mucho dinero. Pero esas cosas están a la venta por e-bay, cosa que antes no ocurría con facilidad. Esos artefactos no los compraba cualquiera y eso se ha transmitido a nosotros, pobres medio pelo con algo de plata en la bolsa.
La originalidad, como valor, dota de prestigio al bien y lo encarece.
Esa cualidad se aplica a lo de valor, por lo que se forma una cadena: el objeto se supone que es “bueno” y está bien que sea original, entonces es valioso y por lo tanto, vuelve a ser “bueno”. Paradójicamente, que el objeto haya pertenecido a alguien de prestigio –un rey, un artista reconocido- da valor a la cosa, pero que esté en nuestro living bien burgués no le resta un ápice de valor.
Si una crisis polenta-polenta nos obliga a vender nuestro “Garrapateo a lápiz de Van Gogh de 1881” auténtico, omitiremos en su currículum el haber estado arriba de la chimenea a gas, porque reduciría el precio y –ya se sabe- somos expertos en la obra del pintor holandés.
Demás está decir que adquirir jarrones azules nos convierte en conoisseurs del arte cerámico chino, aunque nunca seremos consultados, porque nuestros allegados coleccionan otras cosas.
Mejores entre los mejores
Los hábitos también cambiaron con estas decisiones.
La gente ya no tolera quedar como cualquier hijo de vecino y comienza a creerse especialista en comidas, autos, ropa y viajes. No se puede ignorar. No se puede no saber.
Los taxistas alardean de haber vivido en Barcelona seis años, allá donde “es otra cosa” (sin haber abandonado jamás el tacho, claro) porque saber cómo es la cosa en otro lado significa haber vivido y es imprescindible decir que a uno le copa “la onda del crucero” sabiendo que si uno se cae por la borda “-No lo recuperan más, a uno.” destino fatídico al que se arriesga el pasajero, pagando mucho dinero.
Estas conductas, lejos de espantarnos, nos alegran la vida, porque nos hacen sentirnos únicos, como a tantos millones. Diseñamos nuestras compras con cuidado para ser especiales y sapientes en mercaderías industriales que poseerán muchísimos, usándolas como se supone deben ser usadas. La idea es que seamos una especie de consultores y expertos en algo que todos sabemos, pero que la experiencia vivida convierte en excepcional y en última instancia, inaplicable a otras vidas. No se trata de descubrir el fuego, sino en convertirnos en sus descubridores y tratar de ocultar el fósforo que todos tenemos.
La tendencia a ser expertos en lo que compramos, que es lo mejor que se vende, nos diferencia y nos hace creer que somos mejores.
Cien gramos de prestigio
Como quien lee estas escasas tres páginas comprenderá, estas tendencias nos convierten en extraños, unos a otros. Y a la vez, dejamos de ser originales, aunque no queremos saberlo.
Presos de un consumo exclusivo (de mercaderías que todos compran) queremos creer que lo hemos comprado nosotros solos, de puro vivos que somos.
Esto origina, finalmente un trauma. Comprobamos que el perendengue carísimo que adquirimos no nos sirve para destacarnos y que el súper- exótico viaje a Vietnam, al año ya degradó a la altura de los transitados Barcelona o París. Somos tan comunes como siempre o mejor dicho, como nunca dejamos de ser.
Esta crónica algo resentida no esconde cierta preocupación. La originalidad y el prestigio se contagian por medio de las cosas, no por nuestra propia excelencia.
En algún momento la fachada de oropeles cae y esos cien gramos de prestigio no alcanzan, no llegamos, nos frustramos y esto es cada vez más frecuente.
Tal vez haya que buscar la originalidad en nosotros mismos.
Somos diferentes y no “más mejores”. Quizás en vez de estudiar biología o guitarra, debiéramos -más sencillamente- ser personas nobles y confiables, alegres, compañeras, incapaces de traicionar y de engañar a los demás.
No hay objeto que pueda lograr eso.
Investigación: arq. Gustavo Fernetti / Imágenes: Diego González Halama