“El sombrero de alas anchas con que adorno mi cabeza”, así cantaba Manuel González, el popular Manolo, solterón, y vecino cuando pasaba debajo de la débil luz de la esquina donde se reunían los sapos. Una sola lamparita que se balanceaba a la más leve brisa y ensombrecía la calle de tierra y sus hondos zanjones que cubrían los yuyos.
Aquel pueblo es mi pueblo, el que se adormecía en siestas aletargadas y extensas, con su carrito heladero que pregonaba su exquisitez seductora, o las vascos lecheros que venían del campo o Bureau, el hielero que atravesaba los veranos y las calles con sus barras envueltas en bolsa de arpillera, con su forcito hipante, pletóricos y lleno de orgullo, con su radiador lleno de mariposas.
Los vecinos con sus trabajos humildes, cuidando sus quintas fresquísimas, olorosas de hondas albahacas y las vecinas con sus gallinas y sus chismes y sus paseos al cementerio y a la misa inevitable del domingo.
Alguna me llamaba para ofrecerme un plato de higos dulcísimos, tal vez para recompensar un mandado, sin saber que yo prefería un par de monedas que poco habrían de tintinear en mis hueros bolsillos.
Entre todos sobresalía un hombre gordo, vasco, silencioso, a quien llamaban “El nuevo rico” , porque pasó de simple cocinero de la estancia Maldonado a rentista ocioso. Lo veo todavía caminar esa cuadra hasta la casa con veleta de don Manuel Gómez y volverse. Pantalón claro, faja negra, boina vasca y caminar elegante en el aterido rincón de mi memoria.
Esa calle donde vivían Manolo y el Vasco, era la última del pueblo y se deshacía en llanura, motivo por el cual no era difícil que pasaran criollos a caballo, peones de Maldonado, a veces solos, a veces en grupo, y a veces arreando ganado.
Esta era una situación que nos encantaba, ya que subidos a los árboles podíamos mirar con suma comodidad las cornamentas peligrosas desde un lugar protegido.
En esa calle también vivían los Míguez. El matrimonio lo formaban Ubi González (hermana del Manolo) y Andrés Míguez, el inolvidable “Pelado”. Un gran crack futbolístico de nuestro club y de toda la zona, era además un dirigente sindical respetado. Pertenecía al gremio de los estibadores, como mi padre.
Me encantaba oírlo en las asambleas. Era un fogoso orador y polemista temido. Ubi era dulce y silenciosa y tenía una hermosa sonrisa .Yo iba mucho a esa casa , ya que era –y soy todavía por suerte- muy amigo de su cuarto hijo varón de una serie de cinco. Claro que hablo de Jorge Míguez, el “Toto”, como todo el mundo lo conoce.
Frente a la casa siempre pintada del rojo, de don Manuel Gómez, en cuyo techo enseñoreaba una veleta con un gallito compadrón y señero, estaba la casa de la viejita Lencioni, que vivía con Pedro, su hijo solterón, Siempre apoyado a un paraíso con su eterno pucho en la boca. Pedro era silencioso, era calvo y tenía los ojos celestes, como su madre.
Doña Lencioni criaba una bandada numerosa de gansos, a quien abría la puerta a las primeras horas de la mañana y la dejaba en la calle hasta el atardecer, cuando munida de una ramita salía a recogerla. No me acuerdo de su nombre, ya que siempre la llamaron así, “doña Lencioni”. Tenía los ojos muy claros y no se quitaba el pañuelo de su cabeza que supongo enteramente blanca, como habrán sido los picos nevados de su aldea italiana. Cuando la conocí, ya era viuda.
Si sigo por esa calle, que hoy se llama Juan de Garay y es el corazón del “Barrio del Jazmín”, puedo citar a otros vecinos de entonces.
En esa calle vivía un matrimonio italiano: del buenazo don Pedro Aimetti, que oficiaba de regador comunal y su mujer, doña Luisa, muy afecta a las mateadas, con mi vieja y el oriental Eufrasio Campos y su mujer, doña Rosa, criolla de ley, si las hubo en mi pueblo.
Una cosa que recuerdo de ese tiempo es que la gente cantaba y silbaba por la calle. De lo que deduzco que la gente era feliz. Hoy serían tomados por locos, sin embargo hablan solos, sin saber por qué, en la vía pública.
Era natural y era bello ver a la gente silbar y cantar, como mi vecino el gordo Spina, a quien todos llamaban “El pobre”. Tal vez para diferenciarlo de su hermano, Humberto, que también era peluquero y tenía su negocio en el centro, si bien vivía frente y ramos generales del Cholo Belluschi, quien bautizó al barrio y era el armador de todos los equipos de futbol que lo representaba.
En la esquina vivían doña Marianna y don Clemente Gerlo, sufridos inmigrantes que penaban por sobrevivir con su quinta y su huerta que saqueábamos sin piedad.
Yendo hacia el campo del Gordo Compañy, estaba la casa de Faustino López con su pasión de peronista y sus hijos numerosos. Luego la nonagenaria Juliana Díaz que escatimaba higos a mi niñez golosa, y al final la casa de don Leandro Correa, casado con doña Carmela de cuyos dos hijos menores yo era amigo. En especial de Miguel Ángel, o “el Chajá” como le decíamos.
En la vereda de enfrente la viuda Benaglio, directora de escuela, jubilada, con sus hijos Lila y Carlitos, un muchachón alegre que paseaba su inmenso perro y silbaba con gran ahínco las canciones de moda.
Luego seguían: la casa de Agripino Bruno, sanpedrino y peronista, como su vecino don Cruz Roca.
La esposa de Agripino se llamaba Margarita, una matrona que ayudaba en los partos. Indefectiblemente se paraba en la esquina donde jugábamos y con gesto autoritario bajaba y subía como amenazando. Nunca supe porqué. Si no le hacíamos nada.
Y al final estaba la casa de Pedro Becerro, casado con la viuda Jiménez, madre del inefable Cachito, cuyo nombre, aunque no su rostro, perdí para siempre.
Más allá otras familias numerosas, engrosaban la pibada del Barrio: los Sánchez, los Escudero, los Balquinta, los Suárez, los García.
En fin, tanta gente que hoy son olvido, raspa del tiempo que se arremolina con insistencia en mi desolada memoria, y cuesta a mi razón y a mis años, que alguna vez existieran y es algo más que un empecinamiento de la memoria recurrente.
Como la canción que Manuel González cantaba, bajo el sombrero oscuro que le cubría el rostro, de nariz muy prominente, bajo esa lamparita de la esquina que ya es -como muchas cosas- el definitivo olvido en la miseria más triste de todos los tiempos.
Jorge Isaías
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