Por Jorge Isaías

En ese sueño todo era real, menos la camiseta celeste que vestía Armando Grillo.

Llovía o había llovido, el arco sur de nuestra cancha tenía un poco de agua en la gramilla escasa, y él estaba parado allí, íntegro antes de que la vida me lo llevara para siempre y desgastara su imagen. Descalzo, en el arco, pero no era arquero sino que jugaba conmigo en la defensa. Al parecer, se había lesionado el arquero y en ese tiempo no había reemplazo como ahora, y él, gaucho y dispuesto, había tomado su lugar.

La camiseta no podía ser celeste. Él nunca usó otra que la roja sangre de nuestro club, pero lo vi joven como en aquellos viejos tiempos; sin embargo, yo estaba afuera y era este señor adulto que soy y le hablaba desde el costado del arco, le hacía preguntas y él me contestaba con interés pero sin desatender el juego.

Siendo mayor que yo, me trataba con el aprecio de un hermano que con más años se sentía obligado a proteger. Él jugaba con el tres en la espalda. No me olvido de cuando debuté aquel domingo en Firmat, él me llamó aparte, me puso la mano sobre el hombro y me dijo: ‑¿Estás nervioso? Vos jugá como sabés, que todo va a salir bien‑.Yo entré a la cancha detrás de él, con el dos a la espalda, y Nenucho Faravelli, el capitán, encabezaba la fila india con la pelota bajo el brazo.

Después, en pequeños camiones que transitaban caminos polvorientos por los pueblos que esperaban como una liebre echada entre cardales, fuimos dejando girones de pasión por los colores del club de nuestro gran amor de entonces. El fútbol, puedo decir sin exagerar, me dio las primeras lecciones de solidaridad y de fidelidad a un grupo. Al menos en aquellos tiempos eso era el fútbol para nosotros, la entrega a una divisa que nos había cobijado y una parcialidad que confiaba en nosotros.

Volvíamos de esos pueblos sudorosos, plenos si ganábamos, tristes si perdíamos, llenos de tierra y de cansancio. Bajábamos con nuestros bolsos y nos íbamos a nuestras casas para volver al club a comentar el partido. No viajábamos solos porque nos acompañaban con otros vehículos los hinchas que venían a alentarnos. En eso siempre hubo una gran tradición que se mantiene. No en todos los pueblos sucede lo mismo.

Luego vendrían todos los días de la semana en que en los ratos libres, ya que todos trabajábamos, nos encontrábamos en la cancha para jugar incansablemente, corriendo detrás de esa pelota de cuero con sus raspaduras de alambre. Armando Grillo o el Negro Grillo estaba entre los infaltables. Llegaba primero y se iba al anochecer. Lo veo caminar, chueco, mirando el suelo con sus ojos oscuros y con un mechón negro y reluciente de su cabello cayéndole sobre la frente.

Cuando me vine a la ciudad, lleno de sueños y de ilusiones, las ocupaciones de esa época, el estudio por ejemplo, y el trabajo insumían todo mi tiempo. El Negro Grillo lo cruzaba a mi viejo por el pueblo de vez en cuando y le preguntaba siempre si yo seguía jugando. Mi padre, con un poco de resentimiento, le dijo un día: ‑Vive en un barrio lleno de canchas y baldíos, pero ni se asoma‑. Cuando me lo contó sentí que en algún punto lo traicionaba. Yo le hubiera querido decir que seguía con ese sueño que alguna vez compartimos, de ser futbolistas, pero creo que le dije o pensé, ahora no recuerdo, que uno en la vida debe elegir a veces o casi siempre.

Cada vez que iba al pueblo, lo buscaba en las mesas del club o recorría los boliches donde podía encontrarlo y tomábamos un vino espeso y recordábamos aquel tiempo que se estiraba y nos iba haciendo grandes, pero en un punto tal vez nos había hecho felices y habíamos compartido cosas muy importantes como son la pasión y el compromiso. No diré que me sentía muy cómodo siempre, aunque él, fiel a su discreto estilo, nada me reprochara y al contrario, se alegraba porque yo era siempre el pibe humilde, como me dijo una vez, y se sentía orgulloso de que me considerara su amigo.

Después pasó un tiempo en que dejé de verlo, se había mudado de pueblo. Un día me dijeron que había estado preso por un robo menor en el lugar donde vivía.

Pasaron los años y cierta vez que caí por nuestro pueblo había un gran asado partidario, era el albor de la democracia. Iba nada menos que el candidato a gobernador. Fuimos toda la familia, yo conté cuarenta entre varias generaciones. El gran salón del club estaba repleto, habían habilitado los salones de la planta alta y el bar, ya que no cabían en el salón grande. Mi padre me dijo: ‑Andá al patio que entre los asadores está tu amigo, el Negro Grillo‑. Salí al patio y lo busqué entre los numerosos asadores. Lo encontré acuclillado dando vuelta un gran costillar. ‑¿Qué haces, Negro?‑ le dije. Se incorporó sorprendido, porque no esperaba verme allí. Nos dimos un gran abrazo y prometimos tomar un vino al otro día en el club.

La verdad sea dicha, no sé si lo hicimos, la vida nos fue separando. Anoche se me apareció en sueños con una camiseta celeste y yo creo haberme enterado por alguien que abandonó este mundo donde nada le fue fácil.

Y la verdad es que me gustaría que no fuera cierto, porque habría margen para darnos ese gran abrazo como el que nos dimos en la cancha cuando goleamos a ese equipo de no recuerdo dónde.