Por Jorge Isaías
Ignoro si los recuerdos de un hombre pueden ser infinitos. Solo sé que son permanentes. Albas, amaneceres, mediodías que enseñoreaban un destino en la infinitud de la pampa que criaba el estupor de la perdiz y la orondez vigilante de la lechuza bordeando los caminos.
Las luces que expulsaban la cerrada sombra nocturna eran provistas por los famosos soles de noche, tirando una luz blanca, lechosa, envolvente.
Uno podría entonces, guiado por el instinto del mancarrón de turno ir atravesando leguas en un sulqui traqueteante e incómodo, con las piernas heladas si era invierno, a pesar de las frazadas con que las cubríamos.
Uno podría andar largo rato por remotos caminos vecinales, en la pura oscuridad de la noche con los mil ruidos que el campo impone a pesar del engañoso silencio, con el miedo cerval que producía el grito alegórico de las lechuzas y ver allá lejos un halo protector de luz que arrojaba el bendito sol de noche desde una chacra escondida entre las sombras más profundas de los árboles.
Llegar, ser recibido por un tropel de perros toreadores y garroneros amén de bochincheros hasta que el amo saliera a recibirnos y los calmara a su vez, era todo un rito.
Allí podríamos bajar y luego de los saludos de rigor, desentumecer las piernas hormigueantes de tanto llevarlas encogidas sobre el pescante.
Los mayores hablaban de las cosas del campo, mientras apuraban un vino espeso y unos olorosos y ricos embutidos también preparados por toda la familia y gozos del paladar a que también los niños hacíamos honor.
El campo, alrededor de la pequeña casa rodeada de frutales y animales domésticos, iba ciñendo como un anillo oscuro nuestro ánimo. Nos sentíamos más pequeños aún en ese lugar protegidos por el calor de la cocina económica, engullendo siempre sus marlos, combustible del pobre chacarero de entonces.
Si la charla se extendía invariablemente caía en el tema de los aparecidos, las luces malas y las sepulturas. Como aquel a quien la viuda había acompañado una legua desde un cruce oscuro, montada en su caballo blanco, toda ella vestida de negro y con largos cabellos sueltos al viento, bien pegada a los rayos de la rueda del sulqui, sin hablarlo, sin mirarlo.
O aquella historia que se contaba: de las luces malas que seguían a las cabalgaduras y los jinetes que se aventuraban más allá del boliche de La Legua donde según se decía habían muerto algunos hombres en feroz pelea a cuchillo.
O esa otra historia que aún hoy me acongoja: un par de mis tíos pasó una noche por el cementerio en un sulqui cargado de rocío. Venían de una chacra lejana donde cortejaban a un par de chicas. Allí habían jugado al truco con el padre y los hermanos, habían tomado un par de copas de caña porque lo exigía el crudo invierno, pero es seguro que no estaban borrachos, además no era su costumbre el beber en exceso. Al pasar por el cementerio, salió de entre las sombras un animal grande, no tanto como un caballo y no tan pequeño como un perro grande. Se colocó junto al caballo que de puro espanto no respondía a las riendas. Comenzó a galopar casi, y en una loca carrera por despegarse de esa aparición se pasaron de largo la tranquera de su propia casa y terminaron en el pueblo. Como el único bar que estaba abierto a esa hora era el del Gringo Andrina, hacía allí enfilaron. Dicen que el Gringo los vio tan blancos que aunque quiso que le sonara a cuento lo que le decían terminó por creerlo y hasta él mismo se impresionó, pese a que no era ningún nene de pecho como para irle con cuentos de aparecidos.
De todos modos, el Gringo les dio unas copas de espirituoso aguardiente y de tanto insistir les terminó prestando una hermosa escopeta belga de dos caños que era una verdadera belleza.
Ya más repuestos, se volvieron a sus casas, pero por otro camino, por las dudas.
Esas supersticiones populares tan respetadas eran la comidilla de las familias y se incorporaban rápidamente al parnaso de la milagrería que trataba de encontrarle «como la esfinge de Edipo» una razón y un aviso.
Esas supersticiones, digo, eran el magma donde transitaba la infancia con sus miedos, sus angustias, el relato que al otro día haríamos en la escuela, amparados por la aliviante luz del sol.
Aún hoy, confieso, no sé si no apuraría el paso a rebencazo limpio si me tocara pasar una medianoche con vehículos de aquellos como un moderno Auriga que huye de las mismas Erinias sin temor de ser tomado por cobarde, como no lo eran los héroes de la antigüedad clásica cuando huían de los oscuros designios de los dioses.
Esto, claro está, pidiendo disculpas por comparar mi miedo con el de Héctor después de la toma de Troya, cuando no pudo sobrevivir a la cólera del divino Aquiles Pelida, a quien mis simpatías nunca alcanzaron porque estaba ayudado por una diosa mezquina y él mismo no era de la madera imperfecta de los hombres de carne y hueso de cuya debilidad nunca abjuraron.