Por Gustavo Fernetti

Llevar la basura al carro no era sencillo.

Cargar las partes más apetecibles –es una metáfora- implicaba seleccionarlas. Se debía eliminar ladrillos, latas muy oxidadas, animales muertos.

Roque sabía muy bien que de la elección dependía la vida, en un 1884 que le resultó bastante duro: había matado a su mujer y perdido dos dedos de una mano. De lo primero no se enteró la policía, de lo segundo el médico.

Así, Roque –que ignoraba su apellido- debía desgajarle a la montaña de basura cada trozo y de diez restos, se quedaba con uno: una botella de cerámica sana, un trozo de metal, un pedazo de vidrio.

Además, debía evitar que lo viera el dueño del basural.

El Vaciadero –como se le llamaba oficialmente- era una concesión de unas cuatro manzanas actuales y el concesionario si bien no era muy celoso del contenido de su negocio, no deseaba que se le menguara la ganancia, si bien cobraba por quemar los residuos, que de allí extraía –dos veces por semana- huesos para venderlos como combustible a las clases más pobres o los metales, para ser fundidos.

La ciudad crecía desaforadamente y los barcos descargaban todos los días cantidades de elementos que luego se vendían en Rosario o en los pueblos de los belgas, alemanes y hasta japonesas, importadas por los yanquis.

Ya hacía tiempo que en el vaciadero se toleraba, por parte del municipio, una población de quemeros, o sea gente que vive de la basura. Estas personas, como Roque, eran estables y a cambio de cierta estabilidad de vivienda, se conchababan para palear basura para el concesionario.

Roque era lo que hoy llamaríamos un free-lance, un tipo que cargaba en el carro lo vendible y luego recorría las fundiciones para dejar el vidrio o el metal. También “retornaba” botellas de cerámica inglesas, para ser rellenadas o para ser usadas como calientapiés.

El carro de Roque era un primor, aunque lo pensemos un espanto. Bien pintado de un llamativo rojo, Roque lo cuidaba muy bien, al igual que a Castaño, el caballo de tiro.

– Buen día, Paulina, que bien se le ve.

– Buen día Roquecito y que haya suerte.

Paulina era su “apuntada”, o sea que Roque la tenía en la mira como potencial mujer. Paulina era casi 20 años mayor y le dirigía la palabra, cosa impensable en otras clases sociales.

Con la mujer en la cabeza, se dirigió a la explanada donde día a día se depositaban las basuras de toda la ciudad o mejor dicho, lo que hoy es el centro. A veces le pasaban “la fija” de un cargamento de huesos acumulados de un de restorán y sabía que comería algo más o menos pasable, que no fuese la mazamorra con maíz sisado de las bolsas del puerto. El estado de la basura no importaba, todo se hervía, se mezclaba y hasta se compartía.

Roque prendió la larga pipa de cerámica inglesa (un clásico entre quemeros, lumpenes y marineros) y luego de fumarse una cazoleta con la rapidez que da el tabaco de puchos rejuntados, se puso a palear.

Al desparramar, aparecieron sobre todo cascotes: la ciudad crecía entre demoliciones y construcciones nuevas.

Maldiciendo lo invendible, Roque cargó en el carro rojo sobre todo vidrio. Cientos de botellas rotas de bares, fondas, comedores, restoranes y casas se precipitaban todos los días a la rugosa geografía del basural humeante. Los husos, en tácito acuerdo, los cargó Anastasio, otro quemero. Más gente buscaba trapos para su familia o latas para hacerse el rancho. No eran molestados porque se sabía que no vendían lo recogido.

Con el carro cargado, se fue despacio hasta la vidriería de Caggiano, un gringo de pocas pulgas que fundía unas botellas de baja categoría para el vino de los bares, oficio que había traído de la Liguria.

-Buen día, don Marcelo.

– Bon giorno. A ver que sputzza mi hannotraito.

– ¿Y que le he de traer, sino vidrio?

– Má, vos siempre me traes el vetromezcolato, ti hodetto, bianco per un lado,       verde per l`altro, nero aparte.

– Non li capisco, pero  paisano

– Máabajatetutto, paesano.

Hizo treinta centavos, pensado los veinte que ofrecía el gringo y los cincuenta pedidos. Le alcanzaba para reponer el tabaco, algo de vino y le sobraban diez centavos para alguna otra cosa, que no pensaba.

Cuando miró el carro, vio que el gringo había dejado tirado una bolsa inservible para él o que creyó del quemero. La había paleado del suelo, al levantar el vidrio y ahí quedó. La abrió.

En la bolsa había un libro, dos crucifijos de metal y unas medallitas, la mugre de la bolsa le impedía ver que era de terciopelo negro. También unas tarjetas, que no supo leer porque carecía de la facultad de la lectura. Fue  a lo de Ciccero, el dueño del bar, que más o menos leía y escribía, por cuestiones de su oficio.

-Dice “En…rique… ta …Cas..tillo” si, Castillo. O…roño 1390. Es hija de un cajetilla si vive en Oroño.

– Y que hago.

– Devolvela y en una de esas te haces una platita.

Lo pensó, pero no demasiado. “Un oscuro deseo de ser generoso se apoderó de él”, diríamos hoy. Pero no: estaba la religión de por medio y una familia poderosa y en Roque todo eso lo obligaba a devolver lo encontrado.

Fue a la dirección –caminando- vestido con  sus mejores harapos, lo recibió un jardinero, tomó  la bolsa, lo echaron y no había hecho dos cuadras cuando la policía lo metió preso.Lejos de indignarse, Roque lo consideró hasta justo, o al menos un indicio de mala suerte. Paulina se quedaría sin novio.

El basural siguió su rutina de latas y huesos.

Roque salió de la cárcel dos años después, no se sabe bien porqué pero quizás haya sido por algunos antecedentes más imaginados que reales. Por la mujer muerta nadie lo requirió.

Volvió al basural, nada había cambiado o sí, para Roque había cambiado mucho. Su carro ahora era azul y era propiedad del actual marido de Paulina, un morocho grandote que era “delegado concomitante y plenipotenciario” (según le dijo) del nuevo concesionario y respondía a las órdenes de un tal Quintanilla, político zonal vinculado al gobierno de Octavio Grandoli.

Roque fue desalojado con premura, pero para volver necesitaba de un carro y un caballo, y que “castaño” había muerto de hambre y rápidamente guisado. El gringo de la vidriería se había fundido –valga la ironía- por  culpa de las baratas botellas industriales yanquis y ahora trabajaba como mozo de bar.

Recorrió los tachos de basura por lo barrios, de noche, buscando algunos trapos y huesos, la mitad era inservible. Siempre quedaba algún tomate medio podrido o unos fideos medio arruinados por la yerba mate ya gastada que le permitan comer. Se hizo con los pantalones de un acuchillado en el puerto.

Con el tiempo, el hambre y el vino malo empezaron a hacer estragos en Roque y contrajo pelagra, escorbuto y disentería, pero no sífilis, una enfermedad algo costosa para él, que no podía pagarse una prostituta. Tampoco tuberculosis: vivía al aire libre.

Con la bolsa miserable del lumpen, revolvía los miserables despojos de los miserables. Regresaba cada mañana a la Quema, sólo para charlar con algunos amigos que le quedaban.

Se informó que muchos quemeros habían prosperado, portaban  ropa usada por otros pero limpia y al menos, tenían un rancho de ladrillo en Tablada. También se asombró de la profusión de italianos, judíos y gitanos, que se distribuían la basura por circuitos bien definidos, atajando o desviando el carro para que la basura cayese en su sector. Los chicos pululaban en la barranca, a la pesca de trozos de vidrios o de lata que, derrumbados de la gran pila de basura, caían sobre la calle de abajo.

Sobre todo lo asombró el tamaño de esa pila. Medía casi diez metros desde la base a la inestable cúspide y estaba formada con  basura inservible. Un gran fuego alimentaba varias cuevas excavadas en la pila y la iban reduciendo. Se dio cuenta que el negocio de la basura ya no era cosa de hambrientos, sino de gente que trabajaba de eso. Estaba de más.

Tomó dos mates y se fue lentamente, con unos huesos con algo de carne que le regalaron, sobras de la comida de los mismos quemeros.

Roque no cayó en cuenta que Rosario había crecido y que los dos años de ausencia lo pusieron frente a una ciudad muy diferente, porque cambiaba todos los días. En dos años había cincuenta mil personas más consumiendo y desechando.

Murió una mañana de enero, intoxicado de alcohol y comida descompuesta, tirado en avenida Wheelwright contra el paredón del Ferrocarril Central Argentino. Un carro cerrado de la asistencia pública –de un burocrático color crema- lo levantó y lo tiraron en una fosa común, en el cementerio.

Tenía 19 años.

Nunca lo supo, pero los descendientes de Paulina hoy todavía viven en ese lugar, denominado popularmente Villa de La Siberia, que los funcionarios llaman pudorosamente” Asentamiento Marginal Ciudad Universitaria”.

Los tataranietos de Paulina ya no viven de la basura.

 

Investigación: arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego GonzàlezHalama