Por Gustavo Fernetti

En los últimos 30 años, la historia se ha popularizado.  Ya no hace falta recorrer los gruesos  tomos de la historia de Mitre o hurgar en los viejos papeles de los archivos y museos. Si bien hubo intentos como el de Wladimir Mikielievich, la historia popular se reducía a recuadros en los diarios o una semierudita Revista de Rosario, tan informada como poco leída.

Con la década del ‘90, se produce un auge de la historia popular. Empiezan a aparecer pequeños fascículos con recuerdos, crónicas y fotos de tiempo pasados.

Los diarios se esfuerzan en emitir información sobre los inmigrantes y éstos, de ser mala palabra en la escuela primaria, pasan a ser “nuestros abuelos”, obviando toda cronología. Los pasos fueron sucesivos, pero firmes.

Con el correr de los años, lo antiguo, lo vintage, se convirtió en un código y una costumbre

 

 

El pichinchismo ortodoxo

Uno de los puntos más fatigados de la historia popular fue el barrio de Pichincha, mal llamado Sunchales en su época, aunque se insiste en llamarlo con el nombre de esa perdida batalla que la calle Richieri recuerda.

La historia, inaugurada en la década del ‘70 por el libro El Rosario de Satanás, abarca un  mundillo secreto de cafishos, prostitutas obviamente, satenes, peringundines, bares y perritos. Edulcorado hasta parecer un cumpleaños de 15, el barrio Pichicha generó historias entre ingenuas y de denuncia, tragicómicas y anecdóticas. Todo sin hacer ejercicio de la sexualidad onerosa, porque los historiadores amateur y sus lectores nunca pudieron -dada una cronología algo profunda- haber poblado las sábanas del Petit Trianon. Para soslayar ese defecto temporal, las crónicas se reducen a describir ámbitos que nunca se vieron, bebidas que nunca se tomaron y cantores que nunca se escucharon, así como prostitutas que nunca se… conocieron.

Los prostíbulos son visto con cierta simpatía de lugar exótico y benevolente, con su chicas alegres y gatunas y un cafisho serio y gris, que en el fondo, muchos los hombres quieren ser. Cuando alguien se rebela contra el estado espantoso de esas mujeres explotadas salta la disculpa: “y… era otra época…” sin tener en cuenta que frente a la Estación de Ómnibus hay otro Pichincha, menos sedoso y más lúgubre.

 

Yo me las sé todas

Dentro de ese fenómeno, han surgido personajes importantes, encargados de recopilar la historia barrial. Hombres y mujeres de cierta edad (entre 60 y 80) se dedican, pacientemente a emular a Mikielievich pero en su barrio.

Estas personas suelen ser quejosas del maltrato familiar hacia su especialidad.

“-Cuando me muera, ya mi hijo me dijo que me quema todo…”. Suelen decir ante la rotunda negativa de sus hijos, que desean vender ese material.

Estas personas, ensimismadas en una historia doméstica, de eventos intrascendentes para el resto de la  ciudad, coleccionan infinitamente recortes, fotos, diálogos, semblanzas y personajes notables. De este modo, un linyera puede asumir proporciones sanmartinianas si fue el único en Barrio Echesortu.

Esas posturas poseen un marco temporal. Se extienden desde los años 40 hasta los 70. Antes, es un momento poco vinculado con la historia del historiador. Después, están los militares y no conviene hacer historia. En ese encuadre, todo lo antiguo vale.

La historia que los barriales narran es amable, poblada de casamientos y sillas en la vereda, está exenta de conflictos políticos, de clase o raciales, que los hubo pero no se dicen, habla de soldaditos  de plomo, electrodomésticos imperfectos, salidas a un cine lleno de censuras y acechanzas sexuales para las mujeres, que terminaban sus vidas sin separarse de un marido aventurero hasta la sífilis. Sin embargo, se considera estas épocas como sanas y notables, dignas de imitarse hoy y en general, perdidas.

Munidos de un noble autismo, los historiadores barriales son impermeables a cualquier dato que sea de otro barrio o incluso de la ciudad y en esa especial cerrazón –muy útil para coleccionar- ignoran estructuras, procesos, cambios, movimientos, políticas y evoluciones. Utilizados sin pudor por los historiadores académicos –que los desprecian con olímpico desdén, los historiadores barriales se aferran a

 

sus recortes de diario con la fuerza que les da ser reconocidos y apreciados por el barrio, excéntricos, un poco locos pero en última instancia valiosos para la gente.

 

Recorriendo el espinel

Esta historia más bien doméstica, de todos los días, excluye grandes gestos políticos y personajes notables. Sus protagonistas son vecinos.

Ello hace que los vestigios históricos, a diferencia de los documentos oficiales, sean abundantes y pueblen desvanes, altillos y mesitas de luz, dando testimonio de hechos sin la menor importancia social, a menos que se junten todos en un solo montón.

Surge así el coleccionista. Coleccionista de todo lo que signifique historia: postales, medallas, ceniceros, etiquetas de cerveza, monedas, todos restos módicos de una historia hecha de retazos. No importa el tamaño del objeto, puede ser un automóvil o dedales de modista. Bastará una diferencia constante y repetitiva entre objetos para poder coleccionarlos.

La idea del coleccionista de objetos históricos es que, una vez juntados todos, darán cuenta de la época en que fueron fabricados. Esta verdadera falacia depende de halar todos, algo que el coleccionista sabe que es imposible. Pero sus urgencias lo harán transpirar ante la tapita de gaseosa que le falta para la colección, ya que la historia rosarina, de ese modo quedará trunca.

Entonces el coleccionista de objetos antiguos recorrerá anticuarios, vaciaderos y el Mercado Retro, a la pesca de la pieza faltante, a sabiendas que ella quizás ya no existe, pensando que la historia de Rosario ya es incognoscible.

 

Quemá esas fotos

Las fotos antiguas son otro yeite historicista.

Todos tenemos una foto vieja del casamiento de papá y mamá. Si esa foto es extraña tendremos algo para decir. Y si es igual a todas, también.

Esta condición ha hecho resurgir, en las redes sociales, páginas enteras de fotos viejas. No importa que se hayan publicado mil veces en revistas (como ésta suele hacerlo) sino que lo importante es que se dice de la foto.

Lo que antes era una curiosidad de álbum o un asombro ante el devenir del tiempo –suele ser grato ver que la Favorita ahora es Falabella sin alterar demasiado el edificio- ahora es una constante, una inevitabilidad.

Hoy es raro que haya un diario, un magazine que no tenga, dos o tres fotos de los años 40 o 50 o un negocio que no propale sus virtudes comerciales con una imagen del bicentenario.

Cientos de personas en páginas de internet  comparten fotos de las épocas más profundas de la ciudad, daguerrotipos y postales del año de ñaupa.

Pero lo importante es opinar, participando de un tiempo que es imposible haber vivido. En una épica de lo doméstico, los que opinan en las redes sociales siempre colocan un intermediario: tío, un abuelo, una vivencia de la niñez para participar en la historia que no se vivió.  “pasé toda mi infancia en esa plaza…” dirá una señora viendo un grabado de 1830; “la gente antes se vestía de negro para simular riqueza” argumentará un cincuentón mirando un daguerrotipo y sin saber nada acerca de los años de Rosas. Lo importante es decir, sea lo que sea, pero decir. Esa módica intervención nos codea con la historia, hace que San Martín esté allí nomás y que nosotros, dos siglos más tarde, crucemos la cordillera.

 

Yo y la historia

Quien esto escribe cree que la historia es, para todos nosotros, un lugar seguro. Podemos participar de ella porque confiamos en ella, sabemos que no cambiará y por eso nos enfurruñan los revisionistas, que le buscan el pelo al huevo.

El problema no es histórico, es social. Ya carecemos de la trascendencia que nos daba lareligión o la ciencia y no es tan raro ser alguien o no ser nadie: esa masa amorfa que somos nos obliga de modo seguro y cotidiano: ser, estar, participar, ser yo.

La historia apropiada desde una computadora, desde una revista, da la seguridad individual que no se nos escapará. Verdadero paraíso pasado, nos obliga a mirar para atrás, para no ver el futuro. Para que ello pase, para que sea un  paraíso, debe ser edulcorada, alegre, sedosa como la pollera de las prostitutas de un Pichincha liberado del sexo genital.

Quien esto escribe cree que eso es una trampa.

Como la rana del pozo que se iba secando, una historia infantilizada proscribe un futuro planificado, lo oculta, lo desfigura y finalmente lo clausura.

Lamento decir que eso no es historia, sino su remedo. La historia es otra cosa: nos incluye a todos aunque no lo queramos, somos su resultado, allí no hay tío que valga.

Una historia así nos compromete porque nos configura.

Porque aunque no queramos verla, la prostituta está en la puerta, invitando, diciéndonos la tarifa, haciéndonos recordar que es una explotada y que nosotros tenemos algunas chirolas o una esposa que nos mira…

Y un día, deberemos responderle.

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama