Por Jorge Isaías

En los veranos de mi pueblo, los amaneceres siempre eran cercanos, el sol estallaba detrás del pino que supo tener don José Vélez y cuando se paraba sobre el eucalipto de don Faustino López comenzaba el concierto atronador de las cigarras sobre los fresnos que daban refugio a las calandrias.

El fresno -lo he escrito siempre- era el árbol preferido de mi padre, no solo por el ocre suave, pálido, como sosteniendo pequeños soles en sus nervaduras numerosas, sino porque él siempre agregaba un toque práctico a sus preferencias. «En otoño -repetía- esas hojas caen todas juntas». Pero tal vez le gustara amontonarlas en un claro del patio para encenderlas con su Avanti, cuando todavía fumaba, y ver cómo las llamitas ganaban el aire y se hacían cielo sin quererlo.

Mi padre gustaba de los perros porque eran guardianes y de los teros (que nunca faltaban en casa) porque eran muy vigilantes. No quería a los gatos, pero siempre teníamos uno, porque espantaban a las ratas y mantenían el equilibrio ecológico. De las comadrejas se ocupaba personalmente, como de los gatos ajenos que entrampaba con un cajón y con un dispositivo que había inventado pasaban a una bolsa; el lector puede imaginar el fin de los pobres bichos. Cuando mi madre le reprochaba su crueldad, él se encogía de hombros y decía que le iban a comer gallinas, huevos y pollitos. Lo cual era verdad, pero la simpleza de mi padre no admitía ninguna sutileza.

Yo querría escribir sobre los amaneceres y cómo los pájaros caían sobre la hierba en busca de gusanitos, hasta que el gato, que estaba agazapado, los descubría y daba un gran salto en el aire. Ocasión en que alguien de la familia lo veía y pegaba el grito. Como un zorro, disimulaba y se iba a echar bajo una magnolia que era el orgullo de mi madre, como quien no quiere la cosa a esperar una oportunidad más propicia.

En verano, tempranamente me buscaban los amigos con sus tramperas, que íbamos a colocar en los tamariscos que rodeaban la quinta de don Juan Peralta, justo donde comenzaba el «Camino del diablo», que era como la puerta de los bañados donde nos esperaban los bagres y las mojarritas que irían a ocupar la sartén diestramente dirigidos por las hacendosas manos de mi madre, siempre cercana al manjar con su imaginación de pobre para armar una comida que los productos de su quinta volvían más rico.

Nosotros en ese tiempo preferíamos el verano porque no íbamos a la escuela y ese largo claror que nos esperaba mucho tiempo era óptimo para los juegos al aire libre, era como vivir dos días en uno. Y cuando el llamado de mi madre nos instaba a la cena, hacía rato que el sol había muerto degollado detrás de aquellas vías amarillas.