por Mariana Miranda
Eugenio supo sopesar en la calma chicha de las aves el presagio de la tragedia. Cuando callaban y estaban quietas era indefectible que algún acontecimiento siniestro se avecinaba, sino desde detrás del monte de pinos enrevesados, por detrás del horizonte marítimo, casi unido al azul del cielo, en ese punto de unión en donde toda la nada reinaba y aparecía más inmensa y más bella que nunca.
Él sabía que las aves no se equivocaban. Los flamencos menos. Antes de cada desastre, el silencio quieto del lago aparecía, como un monolito ensangrentado, prediciendo las catástrofes por venir. Era como el ojo de la tormenta pero desde antes de que la tormenta empezara, por ese qué se yo del instinto que tienen los animales y que los obliga a resguarecerse de los meteoritos desde antes de que éstos empiecen, anunciando con su silencio su inminente llegada.
Sin embargo, en el celeste azul-cielo del infinito no aparecía nada raro, nada que diera que pensar, al menos, que algo fuera de lo común podría llegar a suceder… Oliendo el aire tampoco aparecía ningún atisbo de acontecimiento funesto, al menos que racionalmente uno pudiera preveer… Pero el silencio enigmático de los animales persistía, cual denuncia, en el medio del horizonte del lago.
La franja rosada del paisaje, suspendida entre el cielo y el agua, definida por multitud de aves zancudas, parecía sostenerse inmóvil como en una fotografía, pintando de color coral el firmamento mudo y quieto, de ese coral maravilloso que tan sólo las plumas de los flamencos sabían tener…
“Y no va a llover…”, pensó Eugenio, observando, en el paisaje, como algo raro que flotaba en el aire, algo indecible, que no tenía ni nombre ni siquiera forma aún, pero que, en una de ésas, por ahí se advenía…
Sin embargo siguió laborando, con la faena diaria, vigilando los animales, entrando, de a poco, las vacas y los caballos, ayudado por el Tommy y el Juan, el alazán petisón y el perro moro, respectivamente, para que antes de que la tarde se volviera noche y antes de que el sereno empezara a estropear con su rocío y con sus penumbras el claro faenar cotidiano, todo ya estuviera hecho…
Otra vez volvió Eugenio la mirada hacia el fondo del lago, hacia el horizonte marítimo y negruzco esta vez, ya penetrado hasta el fondo de su firmamento del rosado inigualable de ellos, de los flamencos, que sabían posarse cual estatuas de sal, enclavadas en el límite del paisaje azulnegruzco penetrado hasta el fondo de los últimos pastos por el crepúsculo innoble y enardecido que bañaba en rojizos y dorados hasta los últimos confines del paisaje lacustre, “paisaje nuestro”, pensó, otra vez, ensimismado con las tareas de entrar los rumiantes, lerdos, tediosos, cansados ya de existir entre tanto pasto, entre tanta pampa, entre tantos otros animales….
En el negro de la noche ya advenida, sobre las primeras estrellas, el primer relámpago hizo mella, descollando con su presencia el firmamento tieso, silencioso, equidistante entre la nada y el cielo. En ese minuto del silencio los flamencos se espantaron, volando en una algarabía infernal hacia cualquier lado, hacia los lados más lejanos y más funestos del horizonte del lago, despoblando firmemente de aves el horizonte, del mismo modo en el que lo hicieron los cisnes y las garzas, pero en menor cantidad de seres, casi ínfima, en relación a las bandadas de las aves zancudas rosadas que posaban sus presencias tiernas, sutiles y elegantes al unísono por sobre el límite del azul…
Y cuando el trueno resonó estrepitosamente en el Universo, ya las aves habían despoblado al unísono la superficie del lago azul. Sobre la negrura de la noche, terca y funesta, esta vez lluviosa, las lágrimas del cielo empezaron a tornarse llanto, descarnadamente, descaradamente, sobre toda la llanura mojada, entristecida, asustada de tantas lluvias y vientos…. Y entre el cielo y el lago, las olas se embravecieron por un soplar de vientos interminable, inigualable, cual aullido de dolor de almas en pena…
Y Eugenio supo, entre vaca y vaca, entre caballo y caballo, y arrimando como pudo los corrales de la mejor manera en que pudo hacerlo, que esa noche iba a ser una mala noche, muy larga, muy mala y muy fulera… A pesar de que en un principio nada por fuera de lo común pareciera llegar a suceder… A pesar de que en contra de sus estériles e inútiles esfuerzos por contrarrestarlas, las fuerzas del Cosmos siguieran tratando de destruir al Pueblo con todas sus fuerzas… A pesar de que, desde el fondo del lago, las almas de los indios asesinados seguían reclamando la revancha…