–¿Dónde puedo tomar el bus para London Square?
–No sé…
Eso era lo que siempre contestaba Walter Campbell, un muchacho rubio que atendía una agencia de loterías en medio de una cortada escondida detrás de la conocida Broadway Avenue en New York. Todos le preguntaban lo mismo:
–Qué puedo tomar para ir a…
Walter no sabía ir a ningún lado. Había quedado en ese puesto por herencia paterna, que a su vez también había heredado el mismo negocio por parte del abuelo de Walter Jr. Todos se llamaban igual; era común en ese tipo de familias escocesas inmigrantes que heredaban todo del primer familiar llegado a América sin preocuparse por nada.
Aunque este Walter, el último, se preocupaba por todo: el pago de los servicios esenciales, el arreglo constante de la escalera que lo transportaba al segundo nivel, sacar la basura y otras rudimentarias tareas que le traían enormes complicaciones. En primer término el dinero. No ganaba lo suficiente como sí lo habían hecho su padre y mucho más su abuelo.
En New York ya nadie jugaba a la lotería habiendo tantas máquinas tragamonedas, en especial en la galería del Metro justo del otro lado de la cortada donde estaba ubicada la agencia, escondida entre trastos urbanos.
Jugar en esas máquinas de paso era más cómodo y fácil que perder tiempo eligiendo un billete de los que Walter ofrecía a desgano, además de tener que registrarse en los fondos impositivos, por si se llegara a ganar una suma excedente de lo permitido por las normas estatales.
Tink Stone, la pequeña cortada forrada de inmigrantes ex empleados de lo que era la tienda Harrod’s, estaba oculta entre la callejuela que unía Broadway Avenue con Antor Place; una encrucijada más confusa que la del señor Campbell nieto. En sus orígenes la cortada era una apertura que se había hecho para descargar la mercadería de la gran tienda. Ese lugar no era atravesado por turistas, dado el aspecto que presentaba: tarros de basuras, depósito de porquerías desde los fondos de los teatros y restaurantes de Broadway. Escaleras de servicio y salidas de emergencia decoraban los muros desconchados como si fueran serpientes mecánicas al acecho de vagabundos desconsolados.
Las comitivas turísticas japonesas llevaban a sus grupos para que, desde la esquina –sin siquiera meterse dos pasos–, pudieran sacar fotografías de lo que parecía considerarse el menoscabo a la pulcritud. Así y todo, Walter no era ningún sucio. Él ordenaba rigurosamente su medio ambiente, un espacio divido por la mitad: arriba versus abajo, unidos por una escalera rebatible.
Cada mañana, antes de hacer descender la escalera para bajar él por ella, Walter trataba de recopilar todo lo que debía llevar a la vereda: restos de comida, ropa para lavar y otras menudencias que se le iban acumulando en el espacio superior con bastante menos superficie que el inferior –la agencia–.
El mecanismo de la escalera lo había ideado su abuelo para no restar lugar a la planta baja. La escalera se elevaba con una manija, quedando a ras del entrepiso donde estaba establecida lo que sería la vivienda.
Los tres Walter habían vivido solos allí. Sus respectivas esposas, siempre vivieron en otro lugar tras separarse de los Walter para casarse con otro hombre que les diera mayor perspectiva en la vida neoyorkina, que no fuese solamente asomar el hocico como una rata desde el entrepiso de una penosa agencia.
No les resultaba nada fácil la vida en New York a las familias que habían emigrado desde míseros pueblos escoceses arrastrando costumbres religiosas por demás bastardeadas en el continente americano –del norte–.
Las tres mujeres de los Walter fueron tan escocesas como los Campbell, que en el idioma originalísimo de aquella gran isla europea, significaba caimbeul: boca torcida. Tal era la razón por la que los tres Walter, y seguramente el cuarto, aquel llegado directamente desde Escocia, usaban un gran mostacho cubriendo sus labios –torcidos.
Las mujeres de los Water se apellidaron (por orden de aparición): Bain del gaélico bàn (blanco) –la abuela–, Roy de ruadh (rojo) –la madre– y Dow de dubh (negro) –la esposa del actual Walter, también divorciada–.
Walter no llegó a tener otro Walter con ella. Leslie Dow se fugó con un actor de los fondos del teatro donde estaba implantada la agencia de lotería. Se fugó por la puerta de artistas y el agenciero nunca más la volvió a ver. Eso sucedió dos días después de volver de su luna de miel en Colorado.
El último descendiente de los Campbell no tenía demasiada afinidad con las mujeres luego de aquel plantón. No confiaba en ninguna salvo en Benedith, una de las pocas que iba a comprarle un billete de lotería:
–Deme cualquiera que termine en 69 –decía con su voz áspera, embutida en una boca carnosa, dentro de una cara afilada y cuerpo demasiado alto.
La primera vez que Walter le tomó los datos, Benedith dijo apellidarse Dunn –de donn (marrón)–. Justo sería el color que el agenciero abandonado necesitaba para estar acorde con su fortuna en el amor, la vida y los negocios. Benedith, de por sí, era una mujer marrón; su cara estaba tan salpicada de pecas, que daba la impresión de estar embadurnada con pasta de almendras. Walter supuso que con el blanco de su abuela, el rojo de su madre y el negro de su esposa engañadora y furtiva, no le tocaba en suerte sino el color marrón: mezcla de todos los anteriores. Tomó esto como un designio: ella tendría que ser la madre de su futuro hijo Walter.
Benedith hablaba con Walter solo para pedirle el billete cada semana: le daba el dinero y lo saludaba desde la puerta con la mano enguantada en marrón antílope.
“Esa mano será mía alguna vez. Le sacaré el guante y engendraré a mi Walter…”, se decía el homónimo, apenas ella salía por la pequeña puerta vidriada que daba al fondo del Teatro Ofelia –donde se había escapado su ex esposa.
Walter nunca se había animado a ver el teatro desde su fachada principal en la ruta blanca de Broadway Avenue. Tenía miedo de encontrarse con la marquesina de su esposa y el actor con quien se fugó.
A Leslie la había conocido, justamente, en los fondos de ese teatro, en la callejuela; cuando su padre atendía la agencia, y él iba a visitarlo los fines de semana. Era una gran aventura salir del fino y estoico barrio en State Street frente a Bowling Green, los orígenes de la avenida más larga de New York donde su madre habitaba junto a segundo esposo.
El pequeño Walter jugaba con los niños de la cortada; entre ellos la pequeña Leslie Dow, con quien se casaría por costumbre de estar juntos desde chicos. Evidentemente ella no estaba dispuesta a dejar el teatro por subirse a un entrepiso de una agencia de lotería.
Walter estaba seguro que Leslie andaría dentro del “Ofelia”, ya sea actuando o haciendo cualquier menester artístico de los que era capaz.
El agenciero jamás se dignó a dar la vuelta manzana para buscarla.
Cuando Leslie se fugó por la puerta de artistas, Walter supuso que no podría esperarla. Esperó siete horas en la puerta para seguir, luego, aguantando una semana en el entrepiso sin bajar a atender la agencia.
Apenas llegados de la luna miel, la escalera fabricada por el abuelo Walter se rompió teniendo que subir y baja trepándose como monos. Esto supuestamente cansó a Leslie.
“No me ha de querer… Tampoco es para tanto…”, se decía el contemplativo Walter.
El desgano por el abandono de su legítima esposa, hizo que no tuviera fuerza para arreglar la escalera. La recobró cuando apareció Benedith por primera vez preguntándole por el número 69. Aquella fue la oportunidad en que más conversó con ella, pues tuvo que preguntarle los datos y referencias para poder venderle el billete de lotería. Así se enteró que ella vivía del otro lado de Broadway Avenue.
–La escalera… se rompió… Un incordio… –dijo Walter como para rellenar un vacío entre los datos requeridos por la planilla.
–Lo que se rompe debe ser arreglado o tirado… –agregó la mujer marrón antes de retirarse saludándolo pícaramente con su mano envuelta en antílope –marrón.
Esa seña, y aquellas palabras hicieron que, por fin, Walter pusiera una nueva cuerda a la roldana enclavada por su abuelo para izar la escalera rebatible.
A partir de ese momento, todo le resultó más fácil: bajar la basura, subir los alimentos, trasladar de arriba a abajo su cuerpo desvencijado debido a la posición constante de estar sentado en una banqueta sin respaldo.
Esperar a Benedith cada semana hacía que Walter tuviera algún tipo de ilusión vital, ya que no salía de su retrete en todo el día. Solo iba al almacén chino –vecino– a comprar arroz y tomate. Trataba de no cocinar en el entrepiso para no llenar de humo el ambiente partido. Por lo general comía alimentos fríos, aún en invierno. Su cocina eléctrica le servía para calentar el caldo o el café. Un pequeño horno a resistencia le calentaba las tartas chinas cuando tenía ánimo y dinero para conectarlo.
Lo único que alentaba su existencia era el Scotch on the rocks que se servía rigurosamente a las 8 P.M. luego de bajar las persianas metálicas de la agencia. Revolvía los hielos en el vaso consolándose con el sonido que le recordaba las historias fantásticas contadas por el fundador de la escalera rebatible. Walter tenía heladera por sus hielos, para estar acorde con su alma gélida. Para ahorrar energía eléctrica encendía la micro General Electric a las 4 P.M. de cada día. Había calculado el tiempo exacto en que el agua tomaba el estado sólido; su alma hacía rato que permanecía en esa consistencia.
A veces leía algunas novelas de Thomas Mann. Muerte en Venecia era la que más lo había fascinado. Comprendía al personaje en su amor por el objeto inalcanzable. Se sentía identificado por su deseo en sacarle el guante a Benedith. Un deseo puramente parental, semental, procreativo. Un mandato que no había podido cumplir llegando a los cuarenta años de edad, cuando tanto su padre como su abuelo, habían engendrado sus respectivos Walter a los 27 años. Eso lo llevaba a sentirse tan fracasado que no podía resistir el sube y baja de la escalera cada jornada. Tanto subir como bajar, significaba un día perdido para el engendro del nuevo Walter. Imaginaba a todos los otros Walter, colgados desde la soga de la polea con intención de ahorcarlo por no obedecer los designios.
–¡Los tiempos cambiaron…! Ya no viene gente… ¡Perdón! –gritaba cuando bebía un poco más del scotch, su gasto más oneroso, luego de la boleta de la luz y demás servicios. Por suerte no tenía que pagar alquiler, como sí lo había hecho su abuelo antes de comprar la pequeña propiedad. Los impuestos eran enormes dada la ubicación del inmueble. A pesar de no tener frente en Broadway Avenue, estaba considerado como que así fuera. Walter no tenía tiempo ni ánimo de ir a quejarse a la oficina municipal. Hacerlo le implicaba tomar el Metro justo en la puerta del Teatro Ofelia. Cosa que no haría por nada del mundo por temor a la marquesina.
Cuando Benedith ganó el billete de lotería, entró tan contenta y extasiada a la agencia, que Walter se sorprendió. Eran apenas las ocho de la mañana. Recién acababa de subir la escalera en su letargo hasta la hora del whisky. Ella traspasó el pequeño mostrador, tumbó la banqueta que aún no había sido habitada por el trasero de Walter, y acarició a este con el antílope sobre sus sonrojadas mejillas. Esta acción hizo que el agenciero tuviera un orgasmo de pasión. Una precoz eyaculación que no supo cómo disimular.
–¡Gané…! ¡Gané… por fin gané con el 69…! –gritaba la mujer.
Walter trataba de no dar paso alguno para no revelar su polución. Ella solo miraba la escalera horizontal a ras del entrepiso, pero en realidad estaba mirando las estrellas.
Walter miraba –sin ver– su entrepierna húmeda.
–Te invito al teatro esta noche… ¡Invito yo! Acá a la vuelta, en el Ofelia estrenan Othelo. No quiero ir sola. Actúan la gran Leslie Dow con Sammy Davis Jr. Él hace de Othelo… Cantando…
Walter empalideció. Su ex mujer lo había engañado con un negro. Era demasiado. El marrón de la mujer que tenía enfrente no podía competir contra el claroscuro de su fracaso.
–Nnnn… No puedo… Tengo un compromiso… –mintió el agenciero acabado.
–¿Qué compromiso puedes tener vos, ratón? De este sucucho no sales nunca… –dijo la chica en un tono que Walter no hubiera imaginado jamás–. ¿Sabes cómo te saco yo de estas?… –Benedith lo tomó de la cara estampándole un beso con sabor a Dior. El rouge colorado hizo que los bigotes del mismo tono del hombre se pusieran aún más crespos revelando la torcida boca que nominaba su apellido. Sus labios hicieron malabares con la lengua de la mujer que no dejaba de morderle los dientes.
Walter no atinaba a nada, no sabía cómo comportarse. Intentó sacarle a la mujer el antílope que cubría su mano, tal como era su deseo más recóndito. Necesitaba tocar los gráciles dedos de la futura madre de su Walter. Al hacerlo, descubrió dedos enormes, con callos reveladores de trabajos pesados.
–Soy travesti –dijo Benedith accionando la polea de la escalera para llevárselo a Walter en andas hacia el entrepiso, mientras refregaba sus labios sobre la húmeda entrepierna del agenciero impávido–. Ben y Edith, soy ambas cosas…
La cama donde se revolcaron no había sido hecha. Walter jamás la tendía; le parecía una pérdida de tiempo, para deshacerla nuevamente cada noche. Nunca tanto como en ese torbellino sexual que Walter jamás había siquiera llegado a soñar.
–¡El 69…! ¡El 69! ¡Por fin gané con el 69! –gritaba ella mientras confería a su cuerpo posiciones que Walter no comprendía.
No tendría hijos, pero tampoco seguiría con el absurdo mandato de los Campbell (boca torcida). Seguramente dejaría la agencia; acompañaría a Ben y Edith a ver Othelo, sin siquiera ponerse celoso al mirar la marquesina del Ofelia.
Walter acababa de acabar con toda ligazón de sus ancestros.