Por Carlos del Frade

 Anticipo del nuevo libro del autor de esta nota, “Nuevas dependencias. A 200 años de la declaración del 9 de julio”. ESPECIAL PARA EL VECINO.

 

La batalla de Cepeda

Toda la situación precedente hizo crisis en los primeros meses de 1820. Rondeau había reemplazado a Pueyrredón en el gobierno. Las fuerzas nacionales enfrentaban a los artiguistas en Santa Fe desde 1818; las expediciones armadas enviadas contra los lugartenientes de Artigas (Estanislao López en Santa Fe y Francisco Ramírez en Entre Ríos) fueron rechazadas. Un precario armisticio se rompió en septiembre de 1819.

El gobierno central llamó en su apoyo a las tropas que se batían con los ejércitos españoles en el norte y en Chile. Como ya se dijo, San Martín optó por dar el paso decisivo de su plan, el ataque al Perú, enviando al país sólo un batallón que al llegar a San Juan (enero de 1820) se amotinó derrocando al gobierno local.

El mismo día (9 de enero) el ejército proveniente del norte sé sublevó en Arequito, negándose a participar en la guerra civil, y uno de sus jefes, Juan Bautista Bustos, se hizo cargo del gobierno de Córdoba.

Tras derrotar al ejército porteño en Cepeda (febrero de 1820), las fuerzas del Litoral, conducidas por Ramírez y López, exigieron la disolución del Congreso y la renuncia del Director Rondeau.

Frente al desmoronamiento del régimen y a la imposición de los vencedores de fijar los términos de la paz, el Cabildo porteño asumió el gobierno de Buenos Aires, como Cabildo Gobernador, hasta que la Junta de Representantes de la provincia —votada en Cabildo abierto— designó gobernador a Manuel de Sarratea.

Surgió así una nueva entidad política: la provincia de Buenos Aires que, como tal, firmó con las provincias litorales el Tratado del Pilar (febrero de 1820).

El acuerdo firmado con Ramírez y López reconocía como sistema de gobierno el de federación, aunque su organización se postergaba hasta un encuentro posterior de representantes, que deberían ser libremente elegidos por “los pueblos”.

Como principio económico fundamental, el Tratado del Pilar establecía la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Luego del retiro de las fuerzas militares del Litoral, se publicaron en Buenos Aires las actas secretas del Congreso, a la vez que se inició juicio a los implicados en el proyecto monárquico.

El derrumbe del poder centralizado dio origen a un proceso de fragmentación del poder, que se expresó en la conformación de provincias autónomas, las que, en ocasiones, se reagruparon políticamente. Aunque no se abandonó el proyecto de constituir una nación unificada, los estados provinciales soberanos fueron, por más de treinta años, los protagonistas políticos.

En enero de 1820 se produjo en Cádiz la sublevación de las tropas destinadas a América para vencer a los revolucionarios. Bajo la dirección del coronel Rafael del Riego, las tropas marcharon sobre Madrid e impusieron a Fernando VII el restablecimiento de la Constitución de 1812, de carácter liberal.

Esta situación favoreció el desarrollo de las guerras por la independencia de América. Así, luego de varias derrotas, los realistas fueron vencidos definitivamente por el general Antonio de Sucre en la batalla de Ayacucho, en diciembre de 1824. La independencia de las Provincias Unidas fue reconocida, sucesivamente, por Portugal (1821), Estados Unidos (1822) —que, simultáneamente, reconoció la independencia de otros países americanos— y Gran Bretaña (1824).

El 1° de febrero de 1820, entonces se libró la batalla de Cepeda, nombre de un riachuelo tributario del Arroyo del Medio, límite este último entre Buenos Aires y Santa Fe. El Director Supremo José Rondeau con dos mil hombres enfrentó a 1.500 montoneros al mando de Francisco Ramírez, Estanislao López, Carlos María de Alvear, el chileno José Miguel Carrera y los irlandeses Pedro Campbell y William Yates.

La caballería de Rondeau se desbandó sin combatir, al ser atacada por la montonera con “alaridos y voces descompuestas” (según el parte de Rondeau). En instantes se decidió la batalla.

La infantería y la artillería porteñas, al mando del coronel Juan Ramón Balcarce, se retira en orden a San Nicolás. Rondeau quedó escondido varios días en la cañada de Cepeda, y logró eludir la captura. Ramírez dijo que dejó escapara los infantes para “no privar a la Patria de brazos útiles para su defensa”.

José Celedonio Balbín, comerciante y proveedor del ejército de Belgrano, pasó por el lugar de la batalla de Cepeda, unos meses después, y en su libro Apuntes sobre el general Belgrano (1860), dejó estas líneas sobre los horrores de la guerra civil: “Llegué al anochecer al campo llamado de Cepeda, donde hacía unos meses se había librado una batalla entre las fuerzas de Santa Fe y las de Buenos Aires. En el patio de la posta donde paré, me encontré de 18 a 22 cadáveres en esqueleto tirados al pie de un árbol, pues los muchos cerdos y millares de ratones que había en la casa se habían mantenido y se mantenían aún con los restos; al ver yo aquel espectáculo tan horroroso fui al cuarto del maestro de posta, al que encontré en cama enfermo de asma; le pedí mandase a sus peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos restos, y me contestó: ‘No haré tal cosa, me recreo en verlos, son porteños…’ entre aquellos restos de jefes y oficiales debía haber algunos provincianos… Pero en aquella época deplorable era porteño el que servía al gobierno nacional…”.

La suerte de los congresales

“El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir…”, escribió Jorge Luis Borges en el año 1943.

“Zumban las balas en la tarde última.

Hay viento y hay cenizas en el viento,

se dispersan el día y la batalla

deforme, y la victoria es de los otros.

Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.

Yo, que estudié las leyes y los cánones,

yo, Francisco Narciso de Laprida,

cuya voz declaró la independencia

de estas crueles provincias, derrotado,

de sangre y de sudor manchado el rostro,

sin esperanza ni temor, perdido,

huyo hacia el Sur por arrabales últimos.

Como aquel capitán del Purgatorio

que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,

fue cegado y tumbado por la muerte

donde un oscuro río pierde el nombre,

así habré de caer. Hoy es el término.

La noche lateral de los pantanos

me acecha y me demora. Oigo los cascos

de mi caliente muerte que me busca

con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre

de sentencias, de libros, de dictámenes

a cielo abierto yaceré entre ciénagas;

pero me endiosa el pecho inexplicable

un júbilo secreto. Al fin me encuentro

con mi destino sudamericano…”.

El presidente del Congreso de Tucumán, Francisco de Narciso de Laprida, murió de esa forma o parecido a la forma que describe Borges.

En ese epílogo violento de Laprida, se sintetiza la suerte de muchos de aquellos 29 que declararon la independencia el martes 9 de julio de 1816.

Después de la batalla de Cepeda, del primero de febrero de 1820, los congresales fueron encarcelados durante tres meses.

Es difícil encontrar vestigios de esos días.

No parece haber registro de las vivencias de aquellos diputados.

Los decidores de la emancipación permanecieron presos y muchos de ellos acabarían como Laprida.

Hay una señal profunda en esa decisión, en aquellos barrotes que separaron a los hacedores de la declaración de la Independencia de los que intentaban continuar con la historia de un país que todavía ni siquiera se había terminado de nombrar a si mismo.

De aquellos 29 congresales que declararon la independencia, dieciocho sufrieron exilios, torturas, expulsiones, censuras y arrestos varios. Solamente once pudieron seguir con una vida más o menos normal.

Tres de ellos fueron asesinados, Laprida, José Severo Malabia y Juan Agustín Maza y Díaz Gallo fue torturado con saña y alevosía.