El general tomó su café y miró hacia fuera. La quinta de Olivos le parecía casi nueva luego de la pintura y la poda de los árboles. La camisa blanca limpia, recién planchada le sentaba bien, nada que ver con esas de nylon “que venían ahora”.

Perón se distrajo brevemente con el diario, el anuncio de la Nación era una propaganda de radios, se acordó de la gente que lo esperaba. Llamó a su asistente de turno –un tal coronel Menegozzi- y le preguntó si estaban afuera todavía.

-Menegozzi, digamé… esta gente ya está lista? Semejante amansadora…

-Sí, mi general, ya enchufaron todo eso. Vaya a saber que es… Pozzi los ayudó.

Perón estaba divertido e intrigado. Salió del despacho, recorrió la sala de la quinta y fue con tres oficiales más al garaje de la residencia.Casi pudo oler el servilismo de los que estaban ahí, era parte del juego del poder, uno de sus condimentos (“el chimichurri amargo del gobierno“ decía) era la adulación. En la cochera había dos hombres, uno delgado y seco, el otro gordo y más bien petiso.

-Buenos días, cómo va la cosa… saludó Perón con afabilidad. Era un maestro para “entrar”.

-Buenos días mi general, dijeron los dos hombres casi mirando al piso.

Detrás de ellos –observó Perón, cogoteando, había una gran caja de metal, de color verde agua, metalizada. Dos grandes cilindros verticales la flanqueaban, al parecer adosadas al artefacto y una pantalla de televisión –enorme- se ubicaba encima de la caja. En la consola había una máquina de escribir Olivetti, obviamente italiana.Perón miró el aparato con sospecha al principio, con curiosidad después.Solía tener esa mirada al ver las armas, pensó Menegozzi,como cuando le mostraron los planos del avión a chorro –recordaba el coronel- Perón trataba de ver los detalles técnicos y sobre todo, si no había algún engaño, una trampa.

Los dos hombres sacaron unos papeles –eran planos- y los entregaron a un teniente para que los pusiera sobre una mesa larga.

-Bueno compañeros, espero una explicación.Palmeó al gordo en la espalda.

Perón sonrió con esa sonrisa que era a la vez una confianza y una amenaza.

-MI general, le explico –dijo el hombre más gordo- esto es un Evatron. Un aparato revolucionario.

-Medio chupamedias, más que revolucionario entonces. Los oficiales sonrieron. El gordo tuvo que sonreír también, no había otra.

-Mire, brevemente. La idea que tuvimos fue en hacer un gran tocadiscos, un enorme tocadiscos.

Pero no pasa música sino… de todo.

-De todo. Vamos, muchachos!

-Sí, general. La idea es sencilla. Lo complicado es perfeccionarla. Imaginesé que usted escucha un disco de, supongamos, Magaldi. Quiere escuchar otro de Gardel, cambia el disco y pone uno de Gardel.

-Que me trajo, compañero, una victrola?

-No, general. Suponga que usted quiere leer un libro, o escribirle a… (No podía decir Eva, recién muerta) bueno, a alguien. Con esto lo puede hacer todo junto.

-Y es práctico eso

-Mire, General, pensábamos que si usted tiene pongalé, cien discos de Magaldi y el señor oficial, cuarenta de Gardel, usted podría escuchar esos discos y él los suyos. Pero también si el señor oficial tiene libros, usted podría leerlos en su casa, mientas él lee los suyos. Y cada uno, teniendo una máquina de estas podría leer otras cosas que tengan los demás. El Evatrón permitiría que todo se comparta: libros, música, discursos, se podría escribir y recibir la carta leyéndola en el televisor.

Perón sonrió de nuevo, en silencio. El gordo trató de hacerlo pero no pudo.

-Bueno, no me haga el verso, a ver si anda este cusifai.

El flaco prendió un gran interruptor de loza y el televisor encendió, la pantalla primero mostró una delgada línea blanca y luego un panorama lleno de puntos grises y blancos.

-Le diría al señor oficial que vaya al otro garaje y me diga que está ocurriendo, si se molesta… El hombre miró a Perón y la mano oscilante del general como afirmativa, salió evitando el grueso cable que recorría el piso.

El hombre gordo manipuló un gran dial donde se podía leer “Música”, “Bailes”, “Clásicos de ayer”,

Discursos del Perón” y “LRDM”, que significaba “La razón de mi vida”.Seleccionó este último y se oyó un chasquido. Dentro de los cilindros de chapa, un disco de pasta se introdujo en la máquina, una púa eligió uno de los surcos y en la pantalla se vio, claramente, la portada del famoso libro peronista de lectura. Otro giro y se pasaban las páginas una a una.

Perón abrió los ojos como platos: el asombro era raro en él. El gordo manipuló el dial y seleccionó “Bailes”. Otro chasquido y un disco salió para dar paso a otro. Perón pudo ver –aunque de modo algo borroso- una bizarra película del aniversario del Centro Gallegos de Barracas.

-Y esto que utilidad puede tener.

-Mire, mi general –sudó el gordo- si se puede hacer una de estas máquinas lo suficientemente grande –pensábamos en cien mil discos- y cada familia tuviera una pequeña, supongamos con cien, sería un gol de media cancha. Los libros llegarían a las casas sin ir a las bibliotecas, las cintas podrían verse sin ir al cine. Pensábamos. Vio.

Perón giró alrededor de la máquina y preguntó por Menegozzi. A los dos minutos el coronel llegó, muy alterado.

-Es increíble, mi general. Se ve todo claramente.

-Yo también lo vi…

El flaco giró otro botón, y tecleó una breve nota: “Evita vive en el corazón de su pueblo”.

Menegozzi salió corriendo a ver, ahora sin pedir permiso. Allí en la pantalla, estaba el texto. Una fina aguja estaba rayando con precisión uno de los discos para que quedara disponible para leerla; Perón pudo ver que -con sólo seleccionar en el dial- el texto aparecía en la pantalla. Otro giro más y pudo ver en “Sucesos Argentinos” sus discursos, pudo escuchar las palabras de Eva al renunciar, los lamentos de la gente en el velorio. Otro giro y se podía leer el Martín Fierro o ver fotos de la Lollobrigida. Perón estaba impresionado. Lo del avión a chorro había salido más o menos bien, pero lo de la energía atómica había resultado un fiasco. Esto era distinto, raro.

-De donde sacaron los materiales, no quiero pensar que es contrabando.

-Los televisores los mandaron desde Norteamérica, los mandamos a comprar. Son caros, pero necesarios. Las cámaras también, allá les llaman orticones.

-Que boca, los gringos eh… El flaco ignoró la broma, o no la entendió.

-Los discos son de pasta pero sin surcos, van cubiertos de cera de carnauba, dura. Así se pueden escribir y después alisarlos, el Evatron hace todo con calor. Y si ponemos un disco de Magaldi y la maquina lo registra, con este micrófono. Puede hacer la prueba de hablar, mi general.

Perón miró el micrófono y ensayó un “-Compatriotas, compañeros, esto es un ensayo…”. El gordo giró un dial, un nuevo chasquido y la voz inconfundible de Perón resonó en el otro garage, poderosa, por dos parlantes ubicados sobre los cilindros. Perón miró a Menegozzi y le dijo: “-

Venga”. Los dos militares se apartaron a una salita, para conversar, dejando a los dos hombres un poco incómodos. El flaco revisaba la máquina y tanteaba la temperatura con la mano, el gordo atisbaba por una portezuela que no hubiera atascos.

-Mire Menegozzi, solamente le pudo decir como esa chica que se puso la media con el ratón

adentro,que acá hay algo. Tengamelós cortitos y que desarrollen la idea, pero nada de gastos extravagantes. Diez salarios por mes, 1600 pesos. Y cada mes, me verifica que se cumpla el avance. En un año deben tener diez máquinas de estas.Menegozzi asintió.

El flaco palideció ante la propuesta, el gordo casi se desmaya. Solo las dos máquinas habían costado esa plata. Pero ya no tenían que andar probando y aceptaron.Además el material ya estaba comprado. Al año, las diez máquinas estaban andando “mal que mal” según informó

Menegozzi. En los discos se inscribieron a fuerza de mecanógrafa los salarios de los ministerios.

Pero también los noticieros alemanes UFA, las fotos del álbum familiar de Perón, todos sus discursos, el Segundo Plan Quinquenal y extrañamente, treinta y dos pasodobles. Los generales se acostumbraron a ver sus escalafones con sólo girar el dial o las órdenes del Estado Mayor.

Perón exultaba. Contrato a los dos hombres por 550 pesos al mes. Para 1955, ya había veinte máquinas bastante más veloces y que no recalentaban tanto, algo que era un riesgo para los discos.

Pero en septiembre, los militares dieron el golpe y Perón, sin máquinas, sin discos ni su álbum familiar, tuvo que exiliarse.

En diciembre, Aramburu y Rojas miraron la máquina de Olivos y el almirante pidió secamente que se encendiera. Los dos hombres –esposados- transpiraban al unísono y a pesar de los grilletes encendieron el Evatron. No había modo que se mostrara algo no peronista, una foto, una película un libro donde no estuviera El General.

-Gagliardi, me quema todos esos discos y a estos estafadores me los pone en el calabozo ya.

Gagliardi ejecutó la orden a la tarde, los dos hombres fueron encerrados más rápido. Las máquinas fueron localizadas una a una, abolladas con prolijidad y también con bastante crueldad.

Tres años después los dos hombres sobrevivían como podían. Uno arreglaba radios, el otro vendía malamente cursos de electrónica por correspondencia. Se encontraban a la tarde, en un bar para gastarse algún peso sobrante en un café. Esa tarde era especial, se habían sacado de encima a dos plomos del gobierno. Lo supieron porque la esposa de uno de ellos estaba malhumorada por esas ausencias, porque de tanta “persecuta” la esposa del gordo se había convertido en la amante de uno de los espías de la Libertadora. El gordo lo sabía y consideraba sus cuernos conscientes como una especie de contraespionaje.

-La escondiste bien.

-Si.

-La van a venir a ver el sábado. Mejor estar preparados. Qué le metiste.

-Minas en cueros, algunos Billiken, música italiana. Nicola Paone.

-No, boludo, ponele Bill Halley, son yanquis.

Los hombres vinieron el sábado al mediodía. Miraron el aparato funcionar y luego de verlo por tres horas, propusieron una forma de desmontarlo. Lo levarían a Ezeiza en doce cajas, disimuladas como ropa, la coima ya se había pagado. No llevarían los discos, con uno solo bastaba.

El gordo y el flaco miraron alejarse el rastrojero. Ahí iban sus sueños, a cambio de unos miserables trescientos dólares, alcanzaría para comprarse un auto cada uno o poner un comedor en Soldati. Tal vez fuese lo mejor.

-Allá se va.

-Gordo, de esto ni mu, estamos. Ni mu.

Con el tiempo, se establecieron –de nuevos solteros- en Lanús, pusieron una venta de electrodomésticos pero no les fue bien. El gordo pensó que estas cosas no eran lo suyo.

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama