Por Carlos del Frade.

 

Anticipo del nuevo libro del autor de esta nota, “Nuevas dependencias. A 200 años de la declaración del 9 de julio”. ESPECIAL PARA “EL VECINO”

 

Para Silvio Frondizi, “frente a las dificultades insalvables, el Congreso postergó la decisión sobre la forma de gobierno, dispuso su traslado a Buenos Aires y dictó el Reglamento Provisorio de 1817, el que después de diversas alternativas, incluso las observaciones del director supremo, quedó promulgado el 3 de diciembre.

“Es muy semejante a su modelo, el Estatuto de 1815; es decir es semiunitario en la organización del gobierno, en cuanto aumenta los poderes del Poder Ejecutivo.

“…El Congreso conocido como de Tucumán designó a mediados del año 1817 una comisión para redactar un proyecto de Constitución. La integraron los diputados (Teodoro Sánchez de) Bustamante, (Antonio)Sáenz, (Juan José) Paso, (Diego Estanislao) Zavaleta y (Mariano)Serrano, pero el anteproyecto recién se empezó a considerar en julio de 1818, ya instalado el Congreso en la ciudad de Buenos Aires, medida adoptada por el temor a que el ejercito realista, victorioso en el norte, tomara la ciudad de Tucumán. También ante la posibilidad de que los caudillos federales, establecidos en las provincias del Litoral, le cortaran las comunicaciones con las autoridades directoriales establecidas en la ciudad porteña.

“…Para que se tenga una idea clara del carácter centralista de este documento constitucional, debemos hacer notar que la Constitución de 1819 ni siguiera menciona a los gobernadores de provincia. No son más que funcionarios dependientes del Directorio del Estado y designados por él. Ninguna disposición se establece para el gobierno de las provincias, si bien se las menciona en el art. CXXXV, donde se establece la competencia de ‘la Corte de Justicia. También silencia el funcionamiento de los entes municipales, tan importantes en la época; es así como el estatuto no contiene alusión alguna en relación a los cabildos.

“…En realidad la Constitución del año 1819 tiene ciertos aspectos corporativos, ya que hacía participar en la función de gobierno a las instituciones representativas del país, la Iglesia, la Universidad, el Ejército y las provincias que integraban el Senado.

“…El carácter indefinido se explica, porque su finalidad era la de dejar abierta la puerta para el establecimiento de una monarquía. Esta idea se imponía en algunos hombres, por las dificultades que la revolución soportaba, y por el panorama sombrío que presentaba la reacción europea, con la Santa Alianza en marcha. Los congresos posteriores de éste así lo demuestran.

“…A raíz de la sanción de la Constitución de 1819 el director Pueyrredón renunció a su cargo y es elegido en su reemplazo el general Rondeau, el 11 de junio de 1819.

“La sanción de la Constitución aceleró el estado de guerra existente entre el gobierno de Buenos Aires y los caudillos del Litoral”, decía Frondizi.

En relación a la llamada constitución de 1819, el historiador y polítco, Jorge Abelardo Ramos, señaló que “la Santa Alianza levantó la cabeza con la caída de Napoleón: la restauración de Fernando VII señaló el triunfo de la España negra. La desarticulación producida en América Latina por las fuerzas centrífugas regionales ante la crisis del proceso revolucionario en España, hacia de la declaración de la Independencia un acto trágico e inevitable.

“Pero ni la Asamblea del año XIII ni el Congreso de 1816 habían resuelto el problema cardinal. Este era, como hemos señalado, la cuestión del puerto, de la Aduana y del crédito público.

“Después de tres años de tumultuosas sesiones, durante las cuales se entrechocaron tenazmente los intereses regionales irreconciliables, el Congreso reunido en Tucumán decidió trasladarse a la ciudad porteña. Esta medida obedecía al propósito de los ganaderos bonaerenses y de la burguesía comercial porteña de obtener una influencia decisiva en sus resoluciones. Se trataba de marcar con el sello de sus privilegios el espíritu y la letra de la futura Constitución.

“Durante nueve meses discutióse agriamente el texto que debía organizar la vida argentina. La Constitución del año 1819 fue el factor desencadenante de la crisis del año 20, que ya germinaba desde la caída de (Mariano) Moreno. El librecambismo ruinoso de los porteños, la política centralista que los rivadavianos llamarían «unitaria», y la posesión de las rentas en manos de Buenos Aires, habían convertido la primera década post-revolucionaria en el prólogo de la guerra civil. La Constitución de 1819 le confirió un carácter oficial”, escribió el colorado Ramos.

El poema de Borges y lo que vendría

“En 1943, Borges escribe algo que -conjeturalmente- piensa Narciso Laprida, en 1829, antes de morir asesinado por los montoneros de Aldao. Así, el Poema conjetural es un monólogo interior de Laprida por medio del que se piensa (con mayor hondura que nunca en Borges) el complejo destino de este país.

“Laprida -según todos saben o todos han olvidado- fue, como Sarmiento, un sanjuanino nacido en 1786, amigo de San Martín, entusiasta de la formación del Ejército de los Andes y el hombre que se desempeñaba como presidente del Congreso de Tucumán el día 9 del mes de julio de 1816, cuando se declaró nuestra independencia. Hombre culto, hombre de la civilización, habrá de ser miembro del Congreso Constituyente rivadaviano de 1826. Luego regresa a San Juan en busca de lo que buscan todos quienes regresan a su tierra: paz y un aceptable lugar donde dejar por fin la osamenta. Sin embargo, temeroso del poder barbárico de Juan Facundo Quiroga, huye a Mendoza.

“En esos avatares lo sorprende la montonera de Félix Aldao y, coherentemente, al final de una batalla que nadie recuerda, lo degüella: «Zumban las balas en la tarde última./ Hay viento y hay cenizas en el viento,/ se dispersan el día y la batalla/ deforme, y la victoria es de los otros». ¿Quiénes son los otros? Son los que siempre habrán de serlo para Borges: los otros son la barbarie. «Vencen los bárbaros, los gauchos vencen». Los otros son lo irrecuperable, lo que debe ser negado en totalidad para construir el país que los hombres de «las leyes y los cánones», los hombres cultos, quieren construir. De este modo, Laprida cree encontrar un destino inmerecido para un hombre de su condición en esa muerte brutal, a cielo abierto, a cuchillo. «Yo, que estudié las leyes y los cánones,/ yo, Francisco Narciso de Laprida,/ cuya voz declaró la independencia/ de estas crueles provincias, derrotado/ de sangre y de sudor manchado el rostro,/ sin esperanza ni temor, perdido/ huyo hacia el Sur por arrabales últimos». El Sur, en Borges, es siempre el territorio, la geografía de la barbarie”, escribe José Pablo Feinmann, también filósofo, también polémico.

Agrega: “Hasta aquí el planteo es lineal: el hombre que ha declarado la independencia, ese hombre de letras, ese hombre culto de la civilización rivadaviana, va a morir en manos de la barbarie. Se trata de otro momento de la antinomia que trama a este país: civilización y barbarie. Laprida, asesinado por las huestes de Aldao, es la imagen de la independencia ahogada en sangre. No obstante, el poema borgeano adopta un giro sorprendente: incorpora a la barbarie en el dibujo perfecto de la nacionalidad. Piensa Laprida: «Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes/ a cielo abierto yaceré entre ciénagas;/ pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano». El puñal sanguinario de las salvajes tropas del salvaje Aldao entrega a Laprida a su verdadera condición: es un sudamericano. Hasta ese día, el de su muerte, sólo lo había sido a medias: sólo había sido un hombre de libros y cánones. Pero un sudamericano es también la barbarie: es la sangre y es la muerte violenta en la batalla. Piensa Laprida: «Al fin he descubierto/ la recóndita clave de mis años,/ la suerte de Francisco de Laprida,/ la letra que faltaba, la perfecta/ forma que supo Dios desde el principio./ En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno. El círculo/ se va a cerrar. Yo aguardo que así sea».

“Borges, aquí, imagina la nacionalidad como una mixtura imposible: la que se teje entre el puñal de los gauchos y los cánones de los cultos. Laprida, con el pecho endiosado por un júbilo secreto, descubre en su muerte el rostro del país como totalidad. Los gauchos no son los otros. Son quienes lo han entregado a la tierra y a la furia y a la sangre. Son quienes lo han completado, ya que él, Laprida, era un hombre incompleto, un hombre al que le faltaba una letra, un hombre que aún no había accedido a la secreta forma que la divinidad conocía desde el principio. Ahora, ahí, muerto tras la batalla, encuentra su rostro eterno. El círculo se ha cerrado. Y la totalización de la circularidad es la expresión inapelable de lo absoluto. (Nota: el poeta Borges se acerca aquí, más que nunca tal vez, a la dialéctica de Hegel, filósofo del que desconocía casi todo.)

“La Argentina, sin embargo, no se hizo así. La Argentina que celebró el Borges político (que era muy inferior al Borges poeta) aniquiló a la barbarie, a los otros, aniquiló la diferencia y constituyó el país desde la visión de las clases cultas. La diferencia (la barbarie) se obstinaría en reaparecer: con los inmigrantes, con los anarquistas, con el populismo de Yrigoyen y el populismo de Perón, que era para Borges la cifra absoluta de la barbarie. Hubiera sido fascinante tenerlo a Borges vivo durante la gestión del peronismo neoliberal de los noventa. Se hubiera deleitado con el espectáculo de la barbarie enterrando a la barbarie. Tampoco en esto tuvimos suerte: el cuadro sorprendente del partido de la barbarie llevando a cabo los objetivos últimos de los hombres de libros y cánones mereció los agradecidos balbuceos del ingeniero Alsogaray, no el ingenio despiadado de Borges”, terminaba diciendo la profunda nota de Feinmann.