Por Bruno Del Barro

Pocas cosas son tan frágiles e inestables como un adulto formado, seguro de sí mismo, hecho y derecho. Esta seguridad aparente, un corazón endurecido por convicciones y evangelios, está envuelto y protegido sin embargo por una fina capa de argumentos ambiguos, frases hechas y experiencias vagas, que tornan suspicaz y extremadamente delicado al hombre maduro.

Esta forma de ser se ha generalizado tanto y aceptado como la norma del espíritu, que para evitar los agravios y las guerras se debió crear urgentemente una serie infinita de acciones deliberadas y estudiadas: modales, diplomacias, etiquetas y protocolos, cargadas de insipidez y neutralidad, para cohibir en todo encuentro la sinceridad y espontaneidad que pueda descolocar o herir la susceptibilidad de cualquiera de las partes en el acto comunicacional.

Todo debe ser previsible, sensato, normal y “educado” según estrictas normas compartidas por las mayorías, aprendidas desde la más tierna infancia, que rápidamente se convierten en hábitos, y por lo tanto no sentidas y consideradas propias, es decir, apropiadas.

Estas formas del proceder condescendientes, indulgentes y deferentes han invadido de tal modo las interacciones interpersonales, que prácticamente abarcan de principio a fin todos los encuentros sociales. A la introducción o presentación y a los saludos o despedidas tradicionales, cada vez más extendidos en el tiempo, se suma un desarrollo vulgar de lugares comunes: trabajo, carrera, deportes, autos, etc.

Formas aplicadas ya sea en cumpleaños barriales como en reuniones ministeriales, que aunque mucho varíen los decibeles entre el primero y el segundo, las posibilidades de acción y despliegue, aparentemente más libres entre uno y otro, no dejan de ser lo “esperado” y adecuado en cada ocasión con sus particularidades. Aquel que se vea parlanchín en una embajada será un desubicado contraste tanto como aquel que demuestre templanza, reflexión e introversión en una circunstancia festiva.

Estas instancias en un principio formales se han institucionalizado tanto como los mismos lugares de encuentro. Una sociedad resuelta en certificar, delimitar y regular por metro cuadrado la actividad concreta de todos los espacios y rincones –espacio para circular, edificios estatales, privados, empresas, comercios, viviendas, espacios recreacionales, etc.-, intimando a cada ciudadano a estar en regla, tanto ellos como a la actividad que practican en los diferentes sitios e inmuebles de un municipio o jurisdicción.

Se promueve abolir toda improvisación en reuniones y concurrencias evitando las casualidades y coincidencias, y por lo tanto la espontaneidad. Claramente, esta tendencia también se amplía a los lenguajes y sus códigos propios y a la vestimenta de cada sitio y contexto.

“Si no me someto a las convenciones de mundo, si al vestirme no tengo para nada en cuenta los usos vigentes en mi país y en mi clase, la risa que provoco, el alejamiento en el que se me mantiene producen, aunque de manera más atenuada, los mismos efectos que una pena propiamente dicha.” (1)

El adulto representa esta previsibilidad de interacciones, movimientos, vestimentas y facciones. La educación informal pero sobre todo la formal alienta esta uniformidad por una necesidad más bien administrativa que humana: la inicial educación escolar es, ante todo, itinerarios y agendas, programas y planes, patrones y estándares (Foucault). División de tareas en el espacio y división del tiempo en trabajo y ocio: “hay un momento y lugar para cada cosa”.

La espontaneidad, insolencia e ingenuidad del niño –producto de la “ignorancia”, aunque la denominación más acertada y completa sea “ignorancia de las formas en sociedad”- debe erradicarse a su debido momento. No es que el adulto no pueda ser espontáneo, sino que tiene un horario y un lugar para ello, lo cual es una paradoja, ser divertido y desenvuelto en una franja horaria y territorio especificado.

 “Cuando se contempla a los hechos tal como son y tal como siempre han sido, salta a la vista que toda educación consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niño maneras de ver, de sentir y de actuar a las cuales no hubiera llegado espontáneamente. Desde los primeros momentos de su vida, lo constreñimos a comer, a beber y dormir a horarios regulares; lo constreñimos a la limpieza, a la calma, a la obediencia: más tarde lo constreñimos al trabajo, etcétera, etcétera. Si con el tiempo esta coacción deja de ser sentida, es porque lentamente da origen a hábitos…” (1)

Si es que estamos exponiendo algo que de entrada es obvio, no es para denigrar la educación y costumbres, sino para insistir, una y otra vez, como lo hicieron grandes hombres de ciencias humanas desde Durkheim hasta Jauretche, sobre la investidura cien por ciento social, muchas veces caprichosa y azarosa, de estas mismas costumbres y creencias que a pesar de los esfuerzos para entenderlas como tales (hábitos culturales), se conciben, en cambio, como realidades inflexibles, verdades funcionales, es decir, justas, convenientes, adecuadas y legítimas sólo por haber sido puestas en práctica una y otra vez por muchas personas y desde generaciones anteriores.

“He aquí un orden de hechos que presentan características muy especiales: consisten en maneras de actuar, de pensar y de sentir exteriores al individuo y que están dotados de un poder de coerción en virtud del cual se le imponen. (…) Dado que hoy es indiscutible que la mayor parte de nuestras ideas y de nuestras tendencias no están elaboradas por nosotros, sino que nos vienen de afuera (de adultos contemporáneos y de generaciones anteriores), no puede penetrar en nosotros más que imponiéndose.” (1)

Es ahora que podemos aplicar el término coacción del sociólogo Émile Durkheim para estos hechos puramente sociales (reglas jurídicas, morales, dogmas religiosos, sistemas financieros, etc.) que deben ser, precisamente, impuestos para que continúen existiendo.

Entonces bien, por más incorporados que tengamos estos hechos, por más especializados que seamos en estas materias, por más asumidas y efectivas que parezcan sus consecuencias –y al mismo tiempo por esto mismo-, desconocemos su naturaleza. Naturaleza coactiva, impuesta e infundada -porque la aplicación masiva no asegura que tenga sostén y razón, sino más bien lo contrario, y mucho menos que sea buena.

Aceptamos estos hechos de nuestros maestros, de nuestras generaciones anteriores, tan fácilmente como el niño acepta la existencia de Papá Noel, el Hombre de la Bolsa o el Ratón Pérez sólo porque el adulto le informa de tal existencia. Con la diferencia de que estas fábulas rápidamente son coartadas de raíz cuando el niño crece, para entrar de una vez y para siempre en la última y “real” cosmogonía: la mitología adulta, el aprendizaje “definitivo”, que sin embargo no deja de ser una creación, una invención, un producto, un artificio del ingenio humano, y no de la “naturaleza” humana.

«Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas» advertía prácticamente en soledad el filósofo José Ortega y Gasset.

No es que la política, la religión y el uso de la moneda posean un carácter tan banal como aquellos personajes infantiles, sino que tienen en común que a todos se nos informa de su existencia y preexistencia como si siempre hubiesen estado allí, como el sol y las lluvias, de propiedades aparentemente inconmovibles y estáticas; cuando sólo fueron hechos sociales: voluntades de hombres mortales y limitados (generalmente varones blancos, mirando retrospectivamente en nuestra historia occidental) que sin medir demasiado las consecuencias, especulando en un contexto histórico y sitio geográfico, dieron lugar a nuevas imposiciones colectivas y muerte a otras –con su lento proceso evolutivo y particularidades propias- que fueron aplicadas de modo exigente o afable en nuestras personas –ya en forma de ley, ya en forma de costumbre- y sin réplica las incorporamos, por el simple motivo de que las mayorías lo hicieron de antemano.

La planicie de la Tierra, el Sol girando alrededor de ella, la mirada constante de Dios por sobre nuestras cabezas, la calidad demoníaca de la menstruación, la superioridad del hombre blanco civilizado y por lo tanto el sometimiento de todo lo demás a él, fueron concepciones instaladas por este método y sustentadas por un tiempo ridículamente prolongado, llevándose por delante millones de vidas y consciencias humanas durante varias generaciones.

El ser humano, en vez de percibirse como productor del mundo, lo hace como producto de este (Berger y Luckmann). Los significados humanos ya no son vistos como algo que se produce por el mundo, sino como productos de la naturaleza de las cosas. Así se vio la esclavitud, el colonialismo, la guerra y tantas otras aberraciones en el curso de la historia.” (2)

Difícil tarea la de cuestionar la esclavitud, mientras esta fue más rentable que el sistema de salarios –otra forma más avanzada de injustica en un primer momento-; difícil cuestionar los hacinamientos fabriles nunca antes vistos y sus enfermedades –que dieron lugar atropelladamente y sin retorno a las primeras conglomeraciones y al nacimiento de las ciudades que aún persisten- en el Londres del siglo XVIII, mientras ese país se hacía más rico que ningún otro; inútil cuestionar la Tierra como eje del universo mientras prevaleciese Dios por sobre el Sol y la ciencia; inconcebible cuestionar la autoridad y el poder del monarca, hasta que no hubo otra clase en ascenso que exigía ese mando y dominio para sí por mezquinos intereses.

Si es que hubo cambios y transformaciones, no fueron, en general, por cambios de conciencia, sino por el enseñoramiento, elevación y prominencia de una clase o casta que impuso consigo otra cosmogonía e ideología que sustituía a la anterior, igual de antojadiza, tiránica y arbitraria, no importa cuán “comprobada” y afirmada esté por la ciencia o líderes de opinión, pues, como primera función, tienen el deber y la labor de justificar el nuevo orden imperante, y en segundo término, pueden ser razonables o favorables.

La esclavitud sólo puede aseverarse como una aberración desde el punto de vista de nuestro presente, y las personas comunes del pasado, precisamente los adultos hechos y derechos de aquel entonces, trabajadores, pilares y ejemplos de la sociedad, seguramente decían observando este suplicio, este tormento legal: “Así es la vida”. Es posible que muchos lo observaran como algo cruel, pero acabó por ser una práctica tan habitual y sistematizada, que se naturalizó.

En pocas y certeras palabras, esta concepción sobre los elementos sociales de los que somos parte -como lo es el agua en la vida de los peces- nos impide toda posibilidad de análisis, posterior crítica, y más delante de posible corrección –aceptar que podemos equivocarnos- y por lo tanto transformación –no sólo por el surgimiento de otra idea más “conveniente” para una clase social empoderada. Puesto que nos parecen impertérritas y naturales, anula y atrasa desde el vamos todo cambio profundo que pueda mejorar las relaciones humanas.

Por lo tanto, y esto es un inciso muy principal, no por ser algo recurrente y constante en las generaciones, significa que fue probado y perfeccionado una y otra vez hasta comprobar su bondad, su utilidad y mejorado su técnica, de hecho, posiblemente lo contrario, las acciones primeramente se aplican, se adquieren y se expanden improvisadamente sin medir consecuencias (porque aún las consecuencias negativas no están a la vista) junto a los prejuicios de todas las épocas -sostenidos por los credos vigentes de clases dominantes o en ascenso-, y mucho tiempo después pueden estudiarse y analizarse y comprender su enorme perjuicio y menoscabo -cuando nacen nuevas ciencias y prácticas “útiles” a los nuevos intereses.

Siempre llegamos demasiado tarde y es por motivos incorrectos o casuales. Y luchar contra la corriente o es pecado, o es ilegal, o es pésimamente visto por la sociedad.

Bruno del Barro

21/11/16

(1) “Las reglas del método sociológico”, Émile Durkheim

(2) “La cuestión penal”, Eugenio Raúl Zaffaroni

-“La Rebelión de las Masas”, José Ortega y Gasset

– “Vigilar y Castigar”, (La institución disciplinaria), Michel Foucault