Al comienzo de la avenida Castellanos, actual Av. Alberdi, está el que hoy llamamos Barrio inglés. Realmente, ese nunca fue su nombre sino que, en su momento, se llamó Talleres, por su ubicación inmediata a los Talleres Centrales del Ferrocarril Central Argentino (FCCA).
Admirado por arquitectos, nostálgicos y periodistas, este conjunto de casas de ladrillos a la vista y techo de chapas ya tiene 125 años. Más años que el Monumento o la Estación de Retiro.
No se sabe exactamente cuando se edificó, pero hay un mediano consenso entre arquitectos, nostálgicos y periodistas ubicar su edificación en los años 1889 y 1890.
Lo que hoy llamamos “Barrio Inglés” fue llamado Talleres, Barrio Inglés, Morrison, Ferroviario, barrio jardín y “de los ingleses” y se puede dividir arquitectónicamente en tres partes: una sobre Alberdi –vieja capilla anglicana-, una serie de casas unifamiliares y dos tiras de departamentos, separados entre sí por sendos callejones.
La capilla anglicana mereció algunos nombres también: iglesia, templo, Escuela de los Talleres, El Campanario y Sede Histórica del Club Rosario Central.
Las casas fueron llamadas “Batten Cottages” nomenclatura que en inglés significa, literalmente, “casas de campo hechas con tablas”.
Los departamentos llamados “Morrison Building” fueron construidos por Charles Morrison, agente empresarial del Grupo Morrison, creador del Mercantile Bank and the Central Argentine Railway junto con su hermano Walter.
De calidades de casas y clases de gente
Si vemos las construcciones, podemos observar que no son todas de igual calidad.
La capilla y las Batten Cottages son de una calidad que han resistido el embate de un siglo y cuarto. El edificio Morrison en cambio, se ha deteriorado al punto de que los ladrillos aparecen desgastados en extremo y grietas importantes se pueden ver en las paredes.
Estas calidades diferentes se combinan con usos distintos.
La iglesia estaba destinada a centro cultural, escuela y obviamente a funciones religiosas. Una revista Monos y Monadas de 1911 muestra actividades de tipo cívico en la capilla, con banderas inglesas, yanquis y argentinas. Las postales que la muestran permiten ver, en los dos mástiles que todavía se conservan, la Unión Jack y la verde bandera de Irlanda. Una vieja foto de niños rodeando a un maestro serio, flaco y de ojos celestes nos da una idea de cómo era la escuela.
Las casas eran de la misma calidad material, para familias pero según puede verse en cartas de principios del siglo XX, su uso era transitorio, para funcionarios del Ferrocarril Central Argentino, llamados para ese entonces “white–collars”, cuellos blancos. Con galería, jardín y una ventana saliente (bow window) estas casas denominadas técnicamente semi-detached admitían un modo de vida familiar y a la vez, cerrado ya que no se compartía ningún área común.
Diferente era la vida en el Morrison Building, que servía para alojamiento de trabajadores ferroviarios. El Grupo Morrison había construido los departamentos y probablemente los haya vendido a los obreros, matando así dos pájaros de un tiro: tenía al pie del cañón la mano de obra y a la vez hacía un negocio inmobiliario.
Civilización y barbarie
Una antigua foto muestra el barrio recién terminado, flamante. Está en el Museo de la Ciudad.
La actual Avenida Alberdi es un barrial y los yuyos llegan, más o menos, a media pierna en los alrededores. Un carro espera a que el fotógrafo haga su trabajo y una nena mira, atenta, el objetivo. Lejos, un borrón evidencia un obrero que va hacia los departamentos.
Hay otros detalles y uno es interesante en extremo: el barrio está rodeado por un alambrado con pilares de mampostería, formando un cerco que separa el conjunto edificado de las vías del ferrocarril a Sunchales.
Si recorremos el lugar, ya no hay evidencia de ello. Pero los vestigios arqueológicos muestran fragmentos de botellas, loza inglesa y hasta platitos de juguete para muñecas. Huesos de carnero dan cuenta de la dieta de los pobladores.
Esta basura, producto de la vida diaria de los vecinos, siempre está por fuera del alambrado. Esos fragmentos de vidrio, cerámica y hueso fueron arrojados siempre más allá de las vías ferroviarias, o sea: hay un adentro y un afuera del barrio Talleres.
Esta separación debe ser vista en su época original, porque hoy no existe.
El contexto donde está el hoy llamado Barrio Inglés no es igual al actual. En 1890 era esencialmente rural. Un carro, los alambrados o las calles de tierra son poca evidencia, pero en el resto del territorio inmediato los ranchos de caña, las vacas sueltas y los predios inmensos, sin calles ni casas mostraban un territorio sin poblar o sea, “sin civilizar”.
Por lo tanto los pobladores hicieron un acto de civilización “a la inglesa”: trazaron callejuelas, cercaron un espacio volviéndolo legible y se dieron espacios individuales, sociales y culturales para ellos mismos. Trasplantados desde Inglaterra, al menos tendrían ciertas cosas de su tierra: un espacio común, calles y casas de campo con jardines cercados con tablas. Todos iban al “servicio” los domingos, en la iglesia de ladrillos al sonar la campana.
Tampoco olvidarían que en Inglaterra –a diferencia de nuestro sistema republicano- hay “clases de gente”. Por lo tanto, las mejores casas serían para las mejores personas. El obrero bebería su vino y el funcionario, su brandy con agua mineral; la muchacha inglesa usaría crema para las manos y el obrero un plato vulgar de loza blanca. Como en casa, todos les pondrían salsa Worcestershire al carnero asado. Todo eso quedo en pequeños fragmentos desparramados en el actual Parque Scalabrini Ortiz, aunque no muy lejos de donde -originalmente- blancas manos arrojaron los desperdicios “atrás de la vía”.
¿Qué era el “barrio inglés”?
Lo obvio sería decir que era un barrio donde habitaban, justamente, ingleses.
En cierta manera lo es, aunque el censo de 1895 deja entrever otras nacionalidades. Si hablamos de “Barrio Talleres” la cosa cambia un poco, puesto que hay ingleses y hay talleres.
Durante el siglo XIX, Inglaterra trató de instalar espacios propios en el extranjero, donde las leyes nacionales no tenían lugar y de ese modo, los ingleses que iban a esos lugares exóticos mantenían su cultura, sus formas de vida y sobre todo, su autonomía. En general, a esto se le llamó enclave socioeconómico y estaba vinculado con la extracción de materias primas, como algodón o grano. Las “colonias” permitían a la vez establecer un grado de dominación sobre el territorio y así el lugareño quedaba atenazado entre el poder político nacional con su ejército y el económico con los ingleses que, mientras vivían de la venta de lo producido, daban trabajo a cambio de algunas monedas. El sistema se protegía por la fuerza a veces local, a veces inglesa.
Esto aquí no pudo ser.
Los trabajadores no eran cipayos de la India o fellahs egipcios, sino semi-europeos interesados –justamente- en la explotación agrícola y controlar el territorio férreamente. Un enclave era políticamente imposible, por lo que solamente pudo hacerse una unidad de adaptación vinculada con la unidad productiva, en este caso de servicios: el ferrocarril.
El que hoy llamamos “Barrio Inglés” por lo tanto, fue un esencialismo situacional.
Los habitantes trataron de darse a sí mismos cosas, espacios, relaciones esenciales a su condición extranjera: bailes, fiestas patrias, una educación, religión, comidas, dentro de un contexto extranjero, pero no tanto. El material se conseguía. La salsa Worcestershire se compraba en calle Córdoba y los platos ingleses eran usados por mucha gente no inglesa en Rosario. Muñecas, vajilla, ropa y objetos suntuarios –todos importados- podían comprarse con facilidad en el centro rosarino. La ciudad no era un desierto, tenía puerto y comercio, por lo tanto la “isla de ladrillos” rodeada con alambrados no estaba en medio del mar, tan solo algo separada de una población occidentalizada y con gran porcentaje de europeos nativos, que compartían muchos de los gustos y objetos ingleses.
Por lo tanto la formación de un enclave no sólo era políticamente dificultosa, sino también socialmente innecesaria: los ingleses eran respetados y admirados, podían hacer sus negocios y lentamente fueron absorbidos por la población local.
A la vuelta de los años, los que no regresaron se convirtieron en rosarinos. Frecuentemente se casaron con ingleses, practicando una comprensible endogamia, pero ya sus nietos no pudieron mantener esa costumbre y se mezclaron con nietos de italianos y españoles, a veces no sin conflicto. No es raro, hoy en día, que portadores de apellidos supuestamente ingleses aclaren que son de Escocia o de Irlanda, manteniendo en la memoria sus divisiones nacionales originales. Con frecuencia, al escuchar un apellido Russel, Atsbury o Light, preguntamos si son ingleses y nos sorprendemos al escuchar que no y que “Barrio Inglés” es un nombre que los ingleses nunca le dieron.
La inmigración en Argentina -y en particular en Rosario- fue un gran digestor de diferencias, al punto que, para ser alguien, debimos conservar un rasgo, una comida, un vestigio de lo que una vez fuimos y hoy ya no somos. Paraíso perdido, la inmigración para muchísimos rosarinos fue una época dorada, a la que recurrimos como a una gloria, sin otra perspectiva que la de una pérdida.
En ese sentido, eso nos pasó, más o menos, a todos.
Saber que fuimos otros que ya no recordamos.
Investigación: arq. Gustavo Fernetti – Docente de la escuela Superior de Museología
Imágenes: Diego González Halama