Por Daniel Briguet

 En la cultura mediática analizar un acontecimiento es necesario pero no suficiente. Con frecuencia importa también un registro de los efectos que dicho acontecimiento genera. Esto es así al punto de apreciar que los efectos están incluidos como propósitos o posibilidades en acciones que no se explicarían por sí solas. La desaparición involuntaria de Santiago Maldonado – caratulada dentro de los casos de personas desaparecidas, al momento de escribir estas líneas – se inscribe en esta dimensión. Traumática en la franja más sensible de la memoria colectiva, cuyo registro del genocidio perpetrado en los años de plomo se mantiene aún más profundo y siempre activo, el caso Maldonado desató una ola de reclamos, repudios y manifestaciones, que superó cualquier previsión, al punto de entrar en estadios de fútbol y otros sitios deportivos. Pero más allá de esta andanada, cubierta por los medios con mayor o menor atención, puede detectarse una segunda franja de efectos, derivados del trato cotidiano y de la vida de relación, solo ocasionalmente registrados por los teléfonos de radios y canales, más ostensibles en las redes sociales y reveladores de un modo de pensar diferente. Conviene detenerse en ellos porque, al ver la cabeza de la serpiente haciendo bailar su lengua bífida frente a nuestro rostro, ya es tarde para pensar en el huevo. El huevo está roto y sus cáscara partida se dibuja apenas sobre un desierto de sal, mientras la serpiente sigue su viaje.

       SEÑALES  EN EL BARRIO

  Fue en la primera semana completa del mes que pasó, entre el 3 y el l0 de setiembre, un pico en la historia del joven buscado en el Sur. El primero en asomar, un flaco que trabaja cerca de donde vivo – el Vecino Uno, por discreción – y con el que mantenemos diálogos intermitentes que necesitan, para prosperar, poner entre paréntesis los temas ideológicos y políticos. Si eso no sucede, debo someterme a un aluvión verbal que, no importa el conflicto social en cuestión, siempre desemboca en la solución final. O, lo que es igual, el trágico dispositivo nazi aplicado a la eliminación de los negros villeros, los tobas y los mapuches,  comunidad aborigen a la que adhería el joven desaparecido. Todos, curiosamente, descendientes de los habitantes originarios de estas tierras. En esta oportunidad el Vecino Uno se limita a cruzar la calle con un brazo en alto y el rostro sonriente mientras me grita: “Volvieron”. El sentido del término es inequívoco, viniendo de quien viene, y lo único que merece subrayarse es el uso de la tercera persona, lo cual lo convierte en adherente no participante.

  Al día siguiente, alrededor de las nueve de la mañana, voy a comprar el diario y mientras estoy viendo las tapas de los matutinos de la ciudad y la Metrópolis, se me acerca un hombre conocido – llamémosle Vecino Dos – con el que suelo tener charlas deportivas. “Van a volver” – me dice, casi al pasar y no tengo margen para una réplica. También el Vecino Dos se ocupó de usar la tercera persona, sugiriendo una prescindencia ambigua. De haber dicho “volveremos” tal vez lo habría confundido con el general Mac Arthur en la Segunda Guerra.

 Prescindentes que en realidad toman partido, mis dos anunciantes de infortunios forman parte de una masa de ciudadanos que en sus ribetes pueden confundirse con el común – o ser literalmente el común – y en su centro suelen hacer gala de un neofascismo acendrado. Más allá de sus intensidades, todos comparten algo: nunca condenaron el terror de Estado. ¿Cuántos serán? ¿Cinco millones? ¿Diez? ¿Serán todos los que votaron al candidato que dijo “se va a acabar el curro de los derechos humanos?

No importan las cifras precisas. Lo que cuenta es que la única línea demarcatoria infranqueable en este país – más allá de la fábula de las grietas – es la que separa a los que en algún momento o en muchos han hecho saber su repudio a la acción genocida de la última dictadura de aquellos que a lo sumo dijeron “por algo habrá sido”.

   OTROS CASOS

  Dos o tres días después del breve incidente frente al quiosco, creo que el jueves, estoy en la misma zona del barrio cuando un tercer vecino, el Comerciante Tres, se acerca esgrimiendo un celular con pantalla y luces de estacionamiento. El es afecto a hacerme escuchar o ver cosas por las redes y yo soy poco afecto a plegarme pero, como respeto a los vecinos aunque piensen distinto, lo atiendo. Me muestra un video viralizado o un montaje similar, hasta que veo la palabra Maldonado en los subtítulos y le digo: “Disculpe, pero no veo ni acepto chistes sobre un desaparecido”. El Comerciante Tres, para no quedar mal parado, replica.” ¿Y quién le dijo que es un desaparecido? ¿No lo habrán escondido ellos?”. No tengo ganas de discutir en vano pero tampoco lo voy a dejar pasar.

  “¿Ellos? ¿A quienes se refiere? Para no polemizar al cuete, se la voy a hacer corta. En la Argentina hoy nadie puede alegar que no sabe qué es un desaparecido. Y como en nuestra historia reciente hay miles y miles, la única consigna aceptable es “Aparición con vida”. Después, si por milagro aparece, veremos. Antes no. Antes todo lo que se quiera especular, oscurece”.

  “Lo que pasa – tercia el Comerciante Cuatro, quien estaba escuchando – es que usted es zurdo. Y los zurdos tienen cola de paja”.

  Estoy tentado de contestarle pero la palabra me hace mella. No porque me importe que me identifiquen como “zurdo” sino por su daños colaterales. La primera observación es que a los “derechos” nadie los registra. ¿Será porque hoy la derecha es el común? Y la segunda y básica es que en los años sombríos “zurdo” era la previa de “subversivo”, estigma que bastaba para chupar gente, torturar, asesinar, robar chicos y arrojar cuerpos vivos desde el aire. Una palabra, zurdo, con un enorme daño colateral.

   De modo que si para los defensores de los derechos humanos y de la dignidad consiguiente, la desaparición de Santiago Maldonado es motivo de preocupación y protesta, para los argentinos derechos y humanos – por separado – abre un espacio donde el crimen de Estado pasa a ser causa de un chiste. No es que sean fanáticos de Videla, el teniente general que murió preso y sentado en el closet, como correspondía. Solo son fanáticos de ellos mismos y de sus cofrades ya que piensan un país concebido para la clase media, el medio pelo y sus variantes, la corte de desclasados detrás del status. La auténtica clase alta no entra porque la tiene clara, sabe lo que es suyo y no se alimenta de expectativas fantásticas sino del poder que emana de los capitales y sus fugas. ¿Y los otros? Los otros, para los mismos, son el infierno, según afirmó un célebre filósofo, y es allí donde deben estar. El desprecio que les profesan es parte de la mitología que los alimenta.

  No hace falta agregar que la figura del desaparecido es la primera encarnación del Otro. Revertida en parte por la acción infatigable de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y otros organismos, no remite solamente a reparar la pérdida de un ser querido sino a la restitución simbólica de una identidad que los esbirros quisieron borrar.

     CHICA DE TAPA

  Como el neurótico que vuelve al lugar de la culpa, el sábado paso frente al quiosco de diarios y veo que la última tapa de Noticias está ocupada por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Es un diseño esperable si se tiene en cuenta que el caso Maldonado involucra al área política que la descendiente de una familia patricia – Patricia es de familia ídem, digamos-  tiene a su cargo. “De montonera a gendarme Pro” titula con fidelidad a la historia el semanario de Perfil. Y el copete no es menos sugerente: habla del pasado guerrillero de la actual ministra liberal, de su relación cercana con Galimberti y de que estuvo a punto de desaparecer, aunque no es seguro (Si hablara de los trazos sórdidos que jalonan su paso por la Orga, que también supo convocar voluntades nobles, daría para una novela).

  Todo un disparate pero dotado de coherencia. Al fin  y al cabo, después de perfilarse como el aventurero de la cúpula montonera, el loco Galimba se asoció con Jorge Born, secuestrado por su organización antes del pago de un rescate que superó los 60 millones de dólares. Patricia, por su parte,  tuvo o tiene que resolver el caso de un artesano del Bolsón que, hasta mediados de setiembre, no da señales de vida. Es que la trayectoria de esta chica es un zigzag continuo de un polo a otro, sin que hasta ahora haya sufrido frío. A ella le gusta aparecer en las fotos con uniforme de fajina, confundiendo al público sobre su condición de funcionaria o de suboficial guerrillera, con licencia por deslealtad.

  La diputada Donda

 asegura que en reunión con la ministra, escuchó dos veces

la sugerencia de que a algunos gendarmes se les pudo “ ir la mano “ con el joven disidente de piel blanca. Y otra vez la teoría de los excesos, bajo el mandato de una coalición que anunció “cambiemos” y hasta ahora, luce cada vez más parecida a un modelo que se creía perimido. El tema es de nuevo el efecto colateral. Si gendarmes, policías y servicios, notan que están en un régimen más preocupado por la preservación del derecho a la propiedad que el derecho a la vida, es improbable su contención a la hora de meter mano, palo y guadaña.

  Esto ya ocurre en zonas periféricas adonde no llegan las denuncias de Lilita Carrió y los augurios de Durán Barba.

  ¿Cambiemos? Sí, claro, cambiemos, esa debería ser la consigna.

   Sabiendo que los cambios de verdad te muerden el cuerpo y el alma en tanto la serpiente, según cantó el Flaco, viaja sin cesar.