Por Daniel Briguet

                                           “Una flor crece donde estuvo preso y murió Toussaint

                                            Louverture”    – Juan Gelman

Me dijo Vanessa y no me sonó convincente. No me parecía que por su aspecto pudiera llamarse así. Me dijo que venía de Haití y eso era más seguro. El color de su piel y el blanco de sus grandes ojos rodeando pupilas oscuras y brillantes parecían dar testimonio. Yo venía de una charla con el Alemán, entretenida pero algo extenuante, en el nuevo Resorte y al salir por la puerta de la ochava la vi a escasos metros, un celular de última generación en una mano y la mirada fugaz que hacía un paneo por la calle y me incluía. Era la segunda vez que la veía en una semana, en el mismo sitio, de modo que la pregunta de la primera vez se repetía: ¿Qué hace una chica de sus características, a la hora del crepúsculo, en una esquina que salvo el boliche o restobar no tiene otros motivos de atracción?  Treinta o cuarenta años atrás, cuando el barrio guardaba matices reos o resabios de otros tiempos, habría sabido la respuesta. En el trajín del presente, en medio de las casas residenciales y algunas torres infiltradas, no sabía a qué atenerme.

 Esta vez caminamos juntos casi una cuadra, yo le indiqué por las dudas cuál era la entrada a mi pasillo, ella me dijo que alquilaba una habitación más allá de Richieri y después pronunció la palabra “wifi”, que disipó mis dudas. La presunta Vanessa merodeaba la esquina de Jujuy y Pueyrredón porque en el boliche citado había un dispositivo que le permitía manejarse con amplitud en la producción o la recepción de mensajes. Y más no puedo decir aunque descuento que el lector informado en asuntos digitales, habrá de imaginar. También me contó que trabajaba en un geriátrico a partir de las seis de la mañana y en la fase tarde-noche cursaba una carrera terciaria ubicada en el campus de la Siberia. ¡Qué casualidad! Yo doy clases ahí – comenté y ella se limitó a sonreír con sus labios rosados y carnosos.

  De inmediato registré lo que debía resultarme evidente. La muchacha haitiana encarnaba una mitología que representaba, para mí,  la atracción de la mujer negra.

Nos despedimos con la posibilidad de volver a vernos.

  A la mañana siguiente, yo trataba de llegar al fin de un relato que se alargaba cada vez que intentaba darle un corte. Eran más de las once, el aire estaba pesado y el gorgoteo característico de la lluvia empezó a sonar detrás de la puerta que da al patio. Las gotas finas, según pude mirar, pronto se convirtieron en goterones  preanunciando un temporal de cierta dimensión. Alrededor de las doce escuché un par de golpes en la puerta del pasillo. Justo cuando había encontrado una ruta en el texto que tal vez me llevaría al ansiado final. Pero no podía dejar de atender y al salir, vi detrás de la rejilla sin vidrio el rostro de la chica haitiana, el pelo oscuro recortado, de matices rojizos, más bien mojado y los hombros cubiertos por una tela blanca y húmeda. Al abrirle, vi que era parte de un saco de enfermera o mucama, arriba de unas calzas y unas botas coloradas.

 Entramos a la cocina comedor donde tengo la compu y luego de pedirle disculpas por el desorden reinante, le traje una toalla para que se secara. Cuando, por unos segundos y todavía parada, se frotó el pelo con aplicación, imaginé por un instante su cuerpo pródigo, calzado solo con los botines colorados de caña corta. Fue una imagen que irrumpió sin cálculo previo y se borró del mismo modo. Me contó que venía caminando del geriátrico, que no le quedaba lejos  y cuando sintió que la lluvia arreciaba se acordó de mi pasillo para evitar los efectos de un remojón capaz, en su caso, de derivar en gripe. Hablaba con un siseo dotado de cierta música, evitando algunas consonantes fuertes, y parecía menos animada. Le pregunté si le pasaba algo y vagamente susurró “problemas”. Tampoco parecía con muchas ganas de hablar y como yo no dejaba de hacer de anfitrión, por un rato prudencial le hice preguntas que ella contestaba de modo lacónico. Había inclinado su cabeza y apoyaba su cara en una de sus manos. Desde ahí vi caer algo equivalente a una gota que no podía ser de lluvia. Pero tampoco, por su consistencia, pasaba inadvertida.

  A la segunda lágrima, acerqué mi silla a la suya, toqué apenas su pelo a la garconne y volví a preguntarle. Me dijo que había hablado con su madre pero no lo hacía con frecuencia porque la comunicación le resultaba cara. Quise saber cuánto, busqué un billete de cien pesos y se lo di sin más trámite. No se trataba de mi presunto altruismo ni de que ella me lo pidiera, las cosas empezaban a suceder como si fueran parte de una secuencia fílmica, a una acción le seguía una reacción o viceversa, no eran buenas o malas intenciones sino el desnudo curso de los hechos. Logré sacarla un poco de su mambo caribeño cuando dije “Toussaint Louverture”, héroe de la independencia de Haití, la primera del continente latino. Y un poco más cuando dije “Vudú” y ella se encargó de explicarme que, más allá de las connotaciones de magia negra generadas por cierta ficción, el Vudú auténtico había inspirado a los libertadores de su Patria. Lo que suele circular desde hace bastante es una versión distorsionada o perversa que no excluye sacrificios humanos.

   Después me aclaró que su nombre no era Vanessa sino uno que por discreción no voy a reproducir, a lo sumo pondré su primera letra. La primera letra es la S, creo, y el conjunto significa, según me cuenta, “la enviada”. Vuelven las asociaciones libres y  pienso, de buenas a primera, en los zombies, tan en boga en estos tiempos, no solo en la tele sino ocupando en nuestro país cargos públicos. Y en Papá Doc Duvalier y los Tonton Macoute, azote de un país tan castigado por la Historia y la Naturaleza (terremotos, huracanes), pero me sorprendió que S dijera: “Con Duvalier no estábamos mal”, hasta que advertí que se refería a Baby Doc, hijo del padre y tirano al fin pero tal vez más tolerante. No tenía, por otra parte, un grado de conocimiento que me permitiera pontificar sobre la realidad de los pueblos del Caribe, solo apreciaba que S estaba cansada y, como seguía lloviendo fuerte, le ofrecí mi cama para que durmiera un rato o la posibilidad  de salir y encontrar un taxi que la llevara.

 Ella dudó y al fin se puso de pie.

 Se acostó luego de quitarse las botas cortas y se libró de las medias al sentir que estaban húmedas. Sus pies lucían más bien pequeños. Rocé con mis dedos uno de sus empeines, lo sentí frío y busqué un par de mis calcetines. Acostada del lado izquierdo, que habitualmente ocupo, aparecía totalmente cubierta por la manta y sin emitir señales de ningún tipo. Debí inclinarme y acercarme al sitio en que descansaba su cabeza para oír su respiración ligera. Recordé entonces que varios años atrás ofrecí mi cama a otra chica luego de que me pidiera albergue por unas horas (Albergue transitorio sería el chiste si no fuera tonto). Se llamaba Alicia, tenía el pelo de un rubio casi amarillo y. luego de algunos enredos sin relieve, terminé escribiendo un relato llamado “Todos hablan”. Esta historia se perfilaba distinta,  confiaba en mí sin muestras de haber perdido su recato, una combinación difícil de sostener o por lo menos delicada. Era cierto que yo mismo estaba vacío de turbulencias y no volví a sentir la ráfaga de deseo que me asaltó al comienzo, como si esperara nada más que las cosas siguieran su curso.

Se despertó media hora después, se puso mis ojotas porque quería hacer pis y al salir me pidió un gorro colgado del perchero, con la inscripción Chapaldmalal en la visera.

Ahí le mostré una foto encuadrada de mi nieto Pelín (o Vitu), a quien describí como “la criatura más bella”, con palabras de abuelo. “Tiene la luz de su madre” agregué y al ver que ella no terminaba de entender, hice la señal de silencio con el índice sobre los labios. Afuera solo goteaba.

 Antes de despedirnos,  me aseguró que me devolvería todo, incluida una campera azul que le di para abrigarse. Como le resté importancia, ella me dijo “yo no miento”. Hubiera preferido no escucharla ya que a veces una mujer se ve obligada a mentir, sin que esto suponga algún viso de discriminación. La vi alejarse hacia el oeste con su cadencia  “black is black”, músculos que se menean a un ritmo que nuestros cuerpos desconocen.

  “Me gusta estar con vos” – dijo en medio de la segunda visita y sin dejar de mirar el visor de su moderno celular, sobre el cual deslizaba a veces la yema de un dedo. Sonaba halagador pero ella no dejaba de mirar su espejo mágico, como si hacer las dos cosas –  hablar conmigo y comunicarse u observar el tablero deslizante – no le demandara esfuerzo. Le dije si no era una adicta digital y ella desestimó mi temor con un gesto de su mano libre. Creo que fue esa noche que nos dimos un beso, tan fugaz como la segunda ráfaga de calor que me atravesó. A S le gustaba mi compañía pero, al menos de momento, no parecía dispuesta a ir más lejos. Me contó que en un par de días participaría de un viaje a Buenos Aires, organizado por una agrupación de la facultad. Visitar embajadas y centros culturales – me dijo – podía ser propicio para ubicarse en un campo laboral afín a su carrera. Quedó en pasar el jueves – pronunciaba la j como g, dándole un tono más suave – y contarme. Ya salíamos juntos por el pasillo

cuando anunció “Tengo que pedirte un favor”. Y tras unos segundos de suspenso, completó: “Necesito que me prestes dinero para completar el pago del alquiler”. La cifra que me dio no era pequeña ni grande pero contaba para un asalariado que no atravesaba una época de holganza

  No era una inversión lo que iba a hacer ni siquiera, dada las circunstancias, lo debía considerar un préstamo. Pero una mujer en apuros es un estímulo que casi nunca esquivo, más aun recubierta por una piel de ébano. Volvimos a entrar y le di el dinero, oyendo a medias su promesa de que esa misma semana me lo devolvería.

 No la vi el jueves ni tampoco el fin de semana, que me sirvió para redondear una presunción de días atrás. Descartado el dinero, podía agradecer que me hubiese devuelto  el gorro de Chapa – al fin, un emblema del campo popular – la campera  y los calcetines limpios y envueltos con cuidado. Yo debía ver a S como un ave buscando hacer pie en un territorio todavía extraño para ella que, además, no pasaba por un período de calma prosperidad. O, usando una imagen anterior: los hechos habrían de sucederse, como pudieran, y si la próxima secuencia no era buena ni ofrecía una imagen deseable para mí, tendría que saber que S estaría en otros sitio marcando con cadencia sus pasos de joven mujer emancipada.

 Tal vez me dejé llevar por la ola de feminismo pujante.

O simplemente me sumergí un tanto en la diáspora haitiana que se extiende por países del continente y del mundo.

   El lunes salí del pasillo al atardecer y la vi avanzando por la vereda opuesta de Jujuy, con calzas negras, una remera violeta y un saco del todo blanco pero sin pelos. Al verme levantó un brazo, sonriente, y cruzó la calle. Me dijo que el viaje había estado interesante, que visitó la embajada de la Republica Popular China (no le pregunté si había visto  algún retrato del camarada Mao aunque estuve tentado) y que el día anterior pudo hablar por whatsapp con su padrino, residente en París, quien quizá le haría un envío que le permitiera saldar su deuda-. Yo ya no pensaba en la deuda y el horizonte que me dibujaba la figura de S era del todo incierto. El encuentro aún así fue afable. No volví a verla.

  Aproveché el hueco de su ausencia para darle un toque final al cuento que no lograba terminar. Tiene más de cincuenta páginas, se llama “Lágrimas y cosquillas” y juro por los dioses del Olimpo que no guarda vínculo alguno con la historia de la chica que bajó de Puerto Príncipe.