Por Bruno Del Barro
De un niño motivado pero sin especificidad en descubrir e inventar mundos e historias, sin finalidad rentable o lucrativa; se debe esculpir y formar un adulto pragmático, responsable y diplomático, profesional en su campo laboral específico, administración de dinero, tarjetas de crédito, impuestos, etc.; y en sus ratos de ocio, quehaceres gregarios, imitaciones de las mayorías, no tanto por elección personal, sino por tradiciones familiares y costumbres nacionales (asados, carros, vinos, deportes, familia, impuestos, trabajo, democracia, himnos, etc.).
Hay algo que un padre jamás se perdonaría, y que es la razón de sus desvelos: el miedo a que el niño, en exceso de libertad, tome el camino equivocado. Su libertad debe encaminarse inmediatamente en tareas predecibles que ocupen toda su agenda: computación, idiomas, deportes, equitación… es indistinto; si no hace nada de esto, si su libertad no es encausada, se corren riesgos de que acabe siendo un ocioso artista improductivo que desdeña el capital, o un simple delincuente.
Se sostiene en el universo adulto, implícitamente, que para sobrevivir en sociedad no es conveniente poseer amores ni pasiones inconstantes, propias de la adolescencia inmadura e inexperta. Exceptuando a aquellos artistas que viven del desamor, y con el desamor hacen dinero: telenovelas, series, literatura, música, etc. Si mediante el comercio de pasiones se hacen negocios, entonces está bien. Si a través del “niño interior” se factura, es aceptable.
Rápidamente diremos que en este ensayo no se está invitando de ningún modo a abandonar el mundo adulto de las responsabilidades, sino a desacralizarlo como el único devenir posible según los parámetros occidentales de madurez. Está claro que es necesario poseer los estudios y la experiencia que sólo un mayor puede adquirir para salvar vidas médicamente, crear vacunas, alfabetizar. Que sólo un adulto puede construir edificios, instrumentos de supervivencia y contenidos para salvaguardar y entretener a la especie humana por su circunstancial y posiblemente difícil tránsito en la Tierra.
Pero es también en la madurez donde necesariamente se crean los elementos tangibles de la autodestrucción y los productos culturales de la segregación, como la violencia simbólica, la superioridad racial, la falta de empatía, el machismo.
Todos somos iguales, hasta que la política, la economía, la ideología, la nacionalidad, nos separa y divide. Y esto son producciones sociales perfeccionadas y arrastradas a través de los años que se inculcan a los futuros adultos como verdades absolutas, infranqueables, anacrónicas.
La sacralización de ciertos valores han hecho actuar a hombres y mujeres por fuera de sus instintos y deseos, siguiendo un supuesto bien común y la aprobación social: la estabilidad de un matrimonio vale mucho más que el amor que lo sostiene; hacer actos de presencia en eventos o reuniones, incluso funerales, vale mucho más que el deseo de estar ahí o no; y la apariencia de interés vale mucho más que el verdadero interés.
El adulto debe idealizar su búsqueda desesperada y obligatoria de dinero, ennoblecer su trabajo monótono y posiblemente mediocre, de horas extenuantes; debe enaltecer todo esto brindándole un carácter dignificante, envolverlo en una hazaña singular y heroica, para evitar términos deprimentes como resignación y fracaso, falta de aptitudes y oportunidades.
Del mismo modo que con las actividades que acaparan su tiempo, procede con las ideas que mantiene a través de los años, pues parece ser que una idea fija, inamovible, impertérrita, está muy bien visto y es sinónimo de entereza, de gran estimación entre los pares de una sociedad: “yo siempre dije que…”, “yo siempre sostuve y lo sigo sosteniendo…”, “yo siempre le digo a mis hijos…”, “hace 50 años que pienso lo mismo, que amo lo mismo, que laburo haciendo lo mismo, que repito lo mismo, que rezo por lo mismo, que hincho por lo mismo, que voto por lo mismo”, demostrando así como el estancamiento, la paralización del pensamiento, el hermetismo intelectual, esto es, el agarrotamiento de las conexiones neuronales, es un valor en nuestra sociedad, incluso una virtud.
Cualquier evolución o cambio de opinión es reprimida, disimulada, encubierta, en nombre de la coherencia y la no contradicción, negando el cambio o desmintiendo toda opinión que contraste y nos coloque en situación de paradoja.
“Los únicos que dicen la verdad son los locos y los niños. Por eso a los locos se los encierra, y a los niños se los educa”, es una frase atribuida al psicólogo y filósofo Michel Foucault.
El lenguaje, que debiera ser aprendizaje a través del juego, un juego dinámico y movilizador que brinda la posibilidad de comunicación fraternal entre pares, divide, constriñe y atenaza. Nos llena de convicciones y dogmas, y por lo tanto, crea un posible enemigo en cada prójimo que posea otros puntos de vista.
El niño está lleno de dudas, es decir, de afán de descubrimiento, y la adultez, que debiera ampliar esta curiosidad por más interrogantes y enigmas por resolver en la sociedad y mejorarla, para suplir los errores constantes y sonantes que segregan y matan en el mundo, por el contrario, se ciñe y solidifica, la actividad del pensamiento se cansa y duerme sin querer despertar, abocado a una única tarea que es la supervivencia resignada, aburrida, mediocre, egoísta y pragmática en un mundo que tiende, sin grandes impedimentos, a la autodestrucción.
El miedo a la calma
Como muchos adultos estudiosos y antiguas comunidades han observado, el aprendizaje de la naturaleza, sus procesos, sus ciclos y regeneraciones, las estaciones, el instinto de algunos animales en su supervivencia, brindan soberbias lecciones sobre cómo vivir sin joder al prójimo ni destruir el ambiente que nos alimenta y cobija. No obstante, estos indicios de calma, pensamiento y meditación para muchos es visto como “involución” e improductividad, un retorno a un pasado salvaje: irónicamente salvaje, cuando había menos guerras, menos contaminación y protección de los recursos. En cambio, nuestra actual concepción del progreso humano siempre hacia adelante no es más que un absurdo concepto tecnócrata y sin méritos, pero que sostenido a través de las generaciones, se convierte en la norma, en lo natural, en lo incuestionable.
“Los países más avanzados están conduciendo al mundo al desastre, mientras que los pueblos hasta ahora considerados primitivos están tratando de salvar al planeta entero”, dijo el lingüista y activista Noam Chomsky. “Y a menos que los países ricos aprendan de los indígenas, estaremos condenados todos a la destrucción.”
Está demostrado que el conocimiento que nos puede otorgar una tribu de “incivilizados” con su cultura, o la observación de ciclos naturales de las plantas y animales, puede ser de muchísimo valor. Y también podríamos incluir la psicología tan particular de los niños, que pareciese, sin más, ser una especie completamente distinta del hombre-adulto-ocupado-occidental.
¿Todo progreso es, metafóricamente, hacia adelante sin mirar atrás, ni abajo, ni a los costados? ¿Nada se puede aprender de antiguas comunidades, o del vecino de al lado, o de un niño? ¿No podemos aprender, incluso, observando al cielo, o a nuestras mascotas, o los ciclos de la naturaleza?
“No hay que considerar a los adultos como propietarios de la verdad que anuncian desde una tarima”, explicó el reconocido pedagogo italiano Francesco Tonucci, quien propone, en primer lugar, que los maestros aprendan a escuchar lo que dicen los niños; que se basen en el conocimiento que ellos traen de sus experiencias infantiles para empezar a dar clase. “¡Que se acaben los deberes! Que la escuela sepa que no tiene el derecho de ocupar toda la vida de los niños. Que se les dé el tiempo para jugar. Y mucho.”
“Los conocimientos ya están en medio de nosotros: en los documentales, en Internet, en los libros. El colegio debe enseñar utilizando un método científico. No creo en la postura dogmática de la maestra que tiene el saber y que lo transmite desde una tarima o un pizarrón mientras los alumnos (los que no saben nada), anotan y escuchan mudos y aburridos. El niño aprende a callarse y se calla toda la vida. Pierde curiosidad y actitud crítica.”
La paradoja del fraude de la madurez es que sólo poseyendo esa madurez puede ser percibida su farsa con plena consciencia, mientras fuera de ella sólo puede sospecharse intuitivamente.
Bruno del Barro
15/4/17
-(Francesco Tonucci, pedagogo italiano, entrevista La Nación, diciembre 2008: http://www.lanacion.com.ar/1085047-la-mision-principal-de-la-escuela-ya-no-es-ensenar-cosas)