Bajó del barco ese caluroso enero de 1948, agotado de la chapa caliente de la cubierta del  Bahía San Marco, la mala comida, las gaviotas y el mar. Bajó en Buenos Aires y se perdió entre la multitud, prefirió una ciudad más tranquila, en el mapa que le dieron eligió Rosario. No lo era. Al menos para él.

Para esa época Rosario estaba llena de italianos recién venidos y Enrique Ferri prefirió alejarse de ellos. Quería olvidar la guerra, Europa, comer carne de ratas, matar una y otra vez, las bombas, la amarga retirada, el campo de prisioneros, la humillación de pedir pan a los norteamericanos. Con el tiempo y un conchabo bastante pesado –cargaba cajones con latas  de arvejas en la Centenera- se hizo confiable y adquirió un crédito medianamente pagable.

“El Gringo” como le llamaban en la calle Rawson, no difería de los otros que poblaban la pampa, el pelo rubio y los ojos celestes contrastaban con el requemado de la piel, resultado indeleble de la guerra, la pólvora y el sol. No hablaba nunca de la guerra.

Algunos criollos –como Ramón, el vecino de al lado- querían tirarle de la lengua.

 

-Fea. La guerra, digo.

-Es espantoso eso. Mejor no acordarse.

-Pero usted se debe acordar de todo.

-Es espantoso eso. Mejor no acordarse, le dije.

 

Oscuramente los vecinos pensaron en un trauma: “-Debe haber quedado mal”, “-Andá a saber que vió”, “-Yo la pasé feo también, pero se ve que el tipo…”. Para el barrio, la guerra era a la vez lejana y cercana, una cosa de parientes, de vecinos y del diario; no era raro uno o dos italianos que habían estado en África, uno solo estuvo en Rusia y le faltaba una mano, muerta por el frío ruso. El resto de los gringos había peleado en Italia hasta que cayó “Il Crapún” o sea Mussolini, amaban a los yanquis que los habían “liberado” pero –a pesar de la derrota- todavía estaban orgullosos de sus barcos enormes, sus aviones modernos y de la Roma Imperial. El Gringo no hablaba de esas cosas.

La casita la fue haciendo de a poco y Enrique supo que el barrio era de trabajadores, muy dispuestos a meterse en las cosas ajenas. Algo taciturno, prefería sentarse solo en el Bar Cosmopolita, pedir una grappa con algunos maníes, y retirarse a eso de las siete para cenar, solo.

En Centenera conoció a Emilce (“La Gallega”), una española chúcara de Sección Empaque, bastante agresiva y que lo sedujo descaradamente, Enrique pensó que se complementarían, salieron dos años a bailar al Socorros Mutuos y se casaron en 1950.A la fiesta fueron tres o cuatro italianos y la gran parentela de la chica, dos años mayor que él: Enrique -podía decirse- estaba contento. Las cosas marchaban y ya era un vecino, triste y amargado, pero uno más del barrio, no era raro que le pidieran herramientas o ayuda para levantar paredes o arreglar el motor de un Mercedes.

Esta última ocupación le daría con qué vivir.

Pensaba técnica y no comercialmente, como muchos de los vecinos del barrio. De ese modo, instaló un pequeño taller que al principio costaba llevar.

En un breve galpón, podían verse dos caballetes y una madera verde en la pared que  tenía pintadas en negro las clásicas siluetas de las herramientas, para detectar la falta de alguna olvidada. También había un gran gato hidráulico y un guinche. Las herramientas delicadas (calisuares, un calibre yanqui, un pasa-no-pasa, un galvanómetro de artillería) las guardaba en una alacena al resguardo de la humedad y las goteras. “Don Enrique” como le decían los pibes, a veces se enternecía y les regalaba rulemanes descartados, “aceritos” para jugar a las bolitas. El apodo era para cuando él no estaba. En presencia era “Don Ferri o “don Enrique”: la clásica hipocresía barrial negaba las críticas a su cerrazón y lo elogiaba en público, pero le medían la austeridad de la casita, le criticaban la rudeza de la mujer y evaluaban la posible cobardía del soldado.

 

Don Enrique, buen día…

-Cómo le va, Garmendia. (Enrique solía llamar a todos por el apellido)

-Bien… mire, a ver si usted me da una mano con el forcito… le macaquea el burro, a lo mejor el cable…

-No. Seguro son las escobillas. Dejemeló y vuelva mañana.

-Metalé.

 

Estas charlas breves (y algo secas) eran cotidianas, la sociabilidad del Gringo pasaba por las herramientas. No eran ferroviarias, de esas sustraídas  -y a veces vendidas- por los que trabajaban en los Talleres de calle Junín. Enrique no permitía el mínimo latrocinio, el hurto lo enfurecía hasta volverlo irreconocible. Más de una vez le habían ofrecido algunas  chucherías ostensiblemente robadas, unos platos Rigopal, una bicicleta Bianchi ya cachuza, un motor. Casi se va a las manos.

Consideraba a Perón un delincuente más, pero le agradecía reconocerle el tosco pasaporte hecho a las apuradas en Italia, más parecido a uno falso que a uno de verdad. Dos veces tuvo agarradas con peronistas y la mano pesada de Emilce lo detuvo.

 

-Pensá en tus hijos, boludo…

-Lo voy a matar.

-A quién vas a matar, vos.

 

Los hijos –Adolfo y Enrique- crecieron y Enrique envejeció siempre igual a sí mismo.

El taller crecía con soltura, el puerto, los camioneros y sus pesados Ford y Mercedes le daban bastante trabajo. Curiosamente, Enrique no se ensuciaba jamás, las manos limpias –hasta donde puede lucirlas así un mecánico- y seis mudas de ropa de trabajo lo hacían lucir impecable, a pesar de las invectivas de la Gallega quería lavarlas puntualmente. La camisa abotonada hasta arriba, los puños abrochados, eran la única vestimenta  que los vecinos veían, si bien Enrique solía ponerse una luenga bata de algodón para estar en casa. Dos veces lo vieron salir un domingo de traje, una para el velorio del suegro, la otra para ir a pedir un crédito, era tan anodina su presencia que las pocas veces que fue al almacén, el dueño creyó que alguien se había muerto y venía a avisar.

En 1962 le vendieron dos camiones fundidos, el chasis estaba casi nuevo pero los motores Perkins habían salido malos, de dos hizo uno, compró otro motor, lo instaló y vendió los camiones con una ganancia del 50%. No hizo falta garantía, el posible arreglo se incluía en el precio, por un año.

Este negoció lo entusiasmó y se animó a un rastrojero, dos estancieras y un auto Mercedes, En 1965 no era raro que frente a su casa hubiera dos o tres autos con un tarro de duraznos encima del techo.

Los hijos ya eran grandecitos y ayudaban al padre. El taller ya no estaba en la casa, era un galpón grande por Gorriti y el taller se llamaba “La Heroica”, algo que el vecindario tomó como una forma de confesar la cobardía en África o vaya a saber dónde.

La Heroica era de verdad una gran empresa para el barrio. Tenía un camión para los materiales, dos tornos, pañol de herramientas, puente grúa, oficina y teléfono: el 39339 se hizo famoso entre camioneros. En el taller trabajaba Enrique, dos mecánicos y los dos hijos de quince y doce. Todos de mamelucos azules, entre los vecinos le llamaban “La Marina” por el color o “Lo del Gringo”.

 

-Le traje el camión, me parece que los frenos…

-Déjemelo ver

-Le decía que…

-Déjemelo ver le digo.

 

Estas sequedades, antes que repeler, atraían. Se veían como un signo de seriedad profesional, de justeza técnica y de severo respeto por el cliente.

Las cosas cambiaron abruptamente con la muerte de la Gallega. La comida grasosa que el Gringo detestaba y no comía, taparon las arterias de la española, que sucumbió a un infarto. Las empanadas  y las milanesas cotidianas, sumadas al cigarrillo mataron a la mujer del mecánico a los 50 años bien puestos, el barrio la lloró, pero Enrique apenas volvió del entierro, a eso de las tres del domingo, se puso con ese Bedford que lo tenía a  maltraer. Sus hijos hicieron lo mismo.

Y un día llegaron, eran cinco.

Él los vio de lejos, eran atentos, cordiales, hasta amistosos. Habían puesto también un tallercito, bastante completo, para arreglar motos, algo que a Enrique no lo inquietó pues detestaba esas “bicicletas con motor” que eran las Puma. Los cinco eran socios y sucios, las camisas fuera del pantalón y dos en particular  insistentes, curiosos. Nunca habló con ellos.

Pero una mañana lo supo.

Vendrían a las once, lo escuchó en el almacén de boca de un amigo de un amigo de ellos y se preparó para la visita. Se preparó bien. Mandó a los hijos a buscar un camión a Villa Diego. Sacó las diez cartas crudamente amorosas, a máquina y ostensiblemente falsas, perfumadas con Polyana y que quedaron sobre el escritorio.

Afuera hacía algo de calor otoñal, las gallinas cloqueaban y  un compresor se escuchaba claramente, a lo lejos. Nada raro en ese barrio de fábricas, bares para camioneros y casitas ya de clase media, la mañana lo ignoraba al Gringo, como siempre.

Parado frente al espejo, Enrique se puso de nuevo el viejo uniforme, escondido bajo el doble fondo del viejo baúl verde oliva, intocado desde 1948.

Le quedaba muy bien a pesar de los años, el negro no se había ajado, las calaveras de plata relucían aún y la gorra intimidaba, como siempre. Escuchaba las voces en otro idioma, cada vez más cercanas, pródigas en jotas tartajeantes y que conocía muy bien, porque él mismo hablaba esa lengua desde 1941.

La larga espera había terminado: ese 30 de abril de 1965 (habían pasado 20 años) supo lo que debía hacer y que siempre supo haría, desde el principio. El SS-Obersturmbannführer Heinrich Stahl, comandante del campo de Reinstadt-Meiny condenado por dos tribunales por genocidio, tomó la Walter PPK y se pegó un tiro frente al retrato de su amado Führer, mientras el comando israelí tiraba la puerta abajo.

 

“Muerte pasional sacude Refinería”, diría La Capital al día siguiente, contraviniendo las normas editoriales sobre el suicidio.

El barrio nunca creyó lo del pasado nazi del Gringo.

Lo de la novia escondida daba más tela para cortar.

 

Investigación: Arq. Gustavo Fernetti

Imágenes: Diego González Halama