Es probable que haya sido en la densidad amarilla y adocenada del verano con su resabio de trigo. Es decir, el verano de aquel tiempo era una explosión de trigales y el rojo en invasión de la chorreante y pulposa sandía. El verano era ese espacio –para nosotros– vacío, un rompecabezas que podríamos armar con ingenio, una rayuela posible, una capacidad móvil que dependía de nuestra deliberada creatividad, cuando ya las órdenes eran un lazo que se aflojaba en su tensión hasta su ardorosa explosión que daba abasto a lo ardido, a lo más enjundioso que no cubría silencios ni astillas emergiendo del fondo del tiempo.

Con lluvia abundante, era todo verdor el ofertorio mayor de los choclos, con el inequívoco esplendor de sus dientes. El verde alfalfar solo una bandera muy verde, acostado con sus pezones de florcitas muy blancas.

¿Era real ese paisaje bucólico, dijera Guillermo, el amigo en viaje? Siempre presente en la conversación, en los sueños, en la falta sin fondo que nos hace, por decirlo vallejianamente. Lo recuerdo pensativo, sentado muy serio en ese banquito del patio, me dice Silvana, su esposa. Y nos quedamos en silencio. Sin atrevernos a colegir qué pensaría con la mirada colgada en el claror de la tarde, con el libro sostenido en su mano derecha, como haciendo un alto en su lectura que estallaría después en un haz de asociaciones en su agudeza sin fin.

El verano siempre era un hiato esperado de aquella infancia lejana, y tal vez deberíamos usar una pasión más superlativa, que diluyera la luz de la media mañana en el frescor de la parra, que era el primor que encendía el corazón de la abuela, ahora que sabe ya que nunca regresará a su tierra porque ella dice que su tierra es esta, donde está enterrado su marido, donde viven sus hijos y sus nietos, donde puede cultivar sus azaleas tan rojas en esas macetas que orondamente adornan la terraza donde cada vez sube con mayor dificultad, esa terraza donde duermen los gatos, esa terraza que le recuerda a su aldea que ya no recuerda, que solo aparece en sueños, en esos sueños que recurren a ella cuando olvida el color de las avellanas y las nueces, cuando todos esperaban a sus 20 años que ella cosechara para las fiestas y que eran con seguridad las más ricas del pueblo de Orsogna y sus alrededores, cuando había terminado la guerra y no esperaba ver aparecer a mi abuelo, que estuvo cinco años prisionero de los austríacos. “Fue el día más feliz de mi vida”, repetía.

Cuando ese hombre a quien no reconoció en principio entraba en el vano de ese gran patio de tierra, cuando la felicidad era posible, y los hijos no estaban para oír sus historias de prisionero de guerra.