POR JORGE ISAÍAS
Hacía un frío insoportable y el hombre iba abrigado como si sus pasos no lo llevaran por las calles desoladas de un pequeño pueblo sino al mismísimo Polo Norte. Vestía un abrigo muy usado con un cuello de piel de cordero, unos jeans gastados y zapatones para caminar por la nieve.
En los pueblos muy pequeños como este, la gente filia a un forastero en el acto. La primera que lo vio fue doña Saturnina Díaz, una mujer criolla, de indefinible edad, pero es seguro que se acercaba al centenario como todos los pueblos de la redonda y éste mismo.
Vivía en la última calle cercana a la ruta y permanecía largas horas sentada en una silla de paja que posaba en la vereda de tierra apisonada, debajo de un paraíso añoso, casi tanto como ella.
Siendo su posición estratégica, examinaba e interrogaba a todo el mundo, conocido o desconocido. A los que habían sido del pueblo, les inquiría de frente por su partida, por ejemplo:
–Vos sos Jacinto Sosa, ¿y cuando te volves, che?
–Vine por dos días, doña Saturnina.
–Qué bueno -exclamaba sin variar la expresión, así fuera la estadía larga o corta.
Y se encargaba entonces de mandar a avisar a los amigos para que lo visitaran, porque se tomaba el trabajo de investigar donde pernoctaba el ocasional visitante, si no era que ya lo sabía, como es de todos conocido en las comunidades chicas.
En este caso que relatamos, el desconocido fue sorpresivamente detenido por el perentorio grito de la mujer:
–Señor, ¿adónde va?
Distraído como iba, se paró en seco, con su barba de varios días, su gorro de lana y su mochila al hombro. Satisfizo como pudo las preguntas de la mujer sin contar demasiado, y cuando tuvo un hueco en el policíaco interrogatorio, salió disparado.
Como hemos escrito al principio, el día era demasiado frío en ese pueblo que habitualmente poblaban los pájaros vagabundos, las abejas que libaban el polen de las flores, las cigarras que aserraban en rodajas los veranos y las glicinas y las enredaderas que suscitaban la emoción en las muchachas casaderas, que llenaban sus amplios pechos de palpitaciones que guardaban oculta una pasión escondida que no aparecía en las confesiones llevadas a los oídos atentos del cura párroco, un poco viejo y un poco sordo y un poco ciego.
Luego de un tiempo del encuentro del forastero con la señora anciana y como no fuera posible haber descubierto dónde estaba escondido, y era demasiado ir casa por casa con un agente como razonaba el comisario, y trataba de hacer pensar a las fuerzas vivas que él no se iba a «comer un sumario» por una paranoia colectiva cuyo origen era el cuento de una vieja.
Doña Saturnina hasta el último día de su vida se mantuvo firme:
–Era un hombre joven, con escasa barba y nunca había estado en el pueblo.
Otros le agregaban al relato que se fijó la vieja: el hombre llevaba en la mirada de sus ojos glaucos la pasión suicida de los alucinados.
Pero tal vez fuera el embeleco que se contaba en los boliches donde el vino corría generoso.