El primer encuentro es breve y efectivo. Camino por una calle del barrio cuando siento que me chistan de la mesa de un bar. Son tres mujeres y una de ellas se para y me saluda. Dice llamarse Celina y estar dirigiendo un documental sobre el crimen de Aramburu. Es, según sus palabras, el trabajo de tesis para terminar la carrera en la Escuela de Cine. Celina alude a un par de actuaciones mías que vio y le gustaría contar con mi presencia como relator en cámara, que actúa su texto. La propuesta me atrae y arreglamos para otro encuentro donde me entregará el guión que debo memorizar.

Un par de semanas después, un sábado a la mañana, me pasan a buscar. El grueso del rodaje que me corresponde será en una casa de fin de semana en Timbúes. Al salir a la calle veo a Ricardo, uno de los integrantes del grupo, delante de una camioneta cuatro por cuatro negra, tal vez una Cherokee. Luego del saludo de rigor y viendo que en la cabina hay dos ocupantes, Ricardo me invita a subir a la parte de atrás, donde se apilan varios fardos, y a modo de explicación dice, esbozando una sonrisa:

– Por si nos persiguen.

Entiendo que bromea si bien no deja de llamarme la atención que me lleven en la parte trasera del vehículo. No es lo que yo llamaría un tratamiento preferencial. Tampoco me molesta ya que me dará la oportunidad de recordar la época en que recorría con frecuencia la ruta ll y mi modo de traslado favorito era el auto stop.

Le pregunto a Ricardo si será un medio metraje o un largo y me responde que eso lo decidirán en la edición, según se den las alternativas del rodaje.

– Por ahí surge algo que no estaba previsto – agrega.

– Eso es lo interesante de rodar. Y si además lo podés aprovechar, está completo.

De ahí pasamos a charlar sobre el grupo original de Montoneros, todos muy jóvenes en el momento del secuestro, y a unas incursiones que hicieron en Timote, incluido el campo de los Ramus, adonde estuvo secuestrado Aramburu hasta su ejecución. Según parece, para subvencionar sus primeras actividades los Montoneros traían ganado de otro campo que los Ramus poseían en Santa Fe y lo vendían en Buenos Aires.

Esto es como decir que antes de guerrilleros fueron cuatreros. Lo que me impresiona de lo que alcancé a leer y los detalles agregados por Ricardo es la decisión y el espíritu de aventura que impregna las acciones de un grupo de chicos formados en el más crudo catolicismo y con una orientación nacionalista de matices ambiguos, que luego viraría a posiciones socialistas.

Más allá de las valuaciones ideológicas en juego, la creación de Montoneros parece representar la onda de una generación embarcada, literalmente, en la interminable tarea de transformar la realidad.

Ricardo agrega que los Montoneros en reclusión voluntaria solían ver películas de Truffaut y que él no pudo ver ninguna.

-Truffaut fue junto a Godard – digo- la cabeza de ese grupo revulsivo del cine francés que dio en llamarse la “nouvelle vague”. Una de sus películas emblemáticas fue “La noche americana”, que narra la historia de una filmación.

-Mirá vos. Ya la voy a conseguir y podré verla tranquilo.

– Truffaut era el más realista y romántico a la vez. Godard, en cambio, es el más irreverente.

– Hay una frase suya que escuché por ahí.

– Seguro que fue esta: “El cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo”.

– Tal cual. Interesante, ¿no?

– Sin duda. Lo interesante es que, mientras haya un proyector dando vueltas, la consigna se mantiene.

La camioneta parece haber cruzado a la autopista porque el paisaje es más despejado. Para mí empieza lo que llamo el subtrópico, cuya irrupción señalan los espinillos, los chañares y otras plantas propias de un clima cálido. Cuando veo el puente que cruza el Carcarañá, recuerdo el mismo río marrón que pasaba cerca de mi pueblo. A ese río solía ir a pescar con mi padre, ya que era el  límite de una estancia que él administraba.

Después la espesura crece y entramos a los suburbios de Timbúes. La casa de Celina no tarda en aparecer.

Con Ricardo bajamos de un salto de la Pick up. Luego él se acerca a la cabina, habla dos palabras con el conductor y lo saluda.

-Ellos siguen – me dice, colgándose la mochila.

-¿No vienen a la filmación?

-Se ocupan de la logística- concluye, como si dijera algo natural.

Un coro de ladridos subraya nuestra entrada al patio de la casa, que en realidad es un parque. Celina, ubicada cerca de un molino sin aspas, agita un brazo en señal de saludo. Más atrás veo una silueta negra que se desplaza entre los árboles.

– No te preocupés por la memorización – comenta Celina, cuando está cerca – porque yo te voy a tirar letra antes de cada escena.

La silueta de negro es una chica de pelo oscuro, calzas ceñidas y un buzo a rayas grises y negras. Su rostro remite, indistintamente, a Angela Molina cuando era más joven o a una muchacha itálica y meridional en la calle soleada de un pueblo gobernado por la mafia. Se llama Flavia y lleva la claqueta que abre el registro de la cámara.

Un poco más atrás están Fernando y Ornella con sendos equipos de video para tomarme desde distintos ángulos.

Mi preocupación, en realidad, no está en poder memorizar todo sino en el tono que le daré al texto. De movida había pensado en cierta ecuanimidad con matices, dramatizar sin tomar partido. Ahora no estoy seguro. Hay un aura que proviene de la memoria más histórica y me lleva por los fusilamientos de León Suárez, el bombardeo a Plaza de Mayo, los últimos días del mayor populismo que conoció América Latina.

“En el régimen de Juan Carlos Onganía” comienzo diciendo y sé que podré lograr fluidez si me olvido de las cámaras. Salvo algunos detalles técnicos el rodaje avanza sin mayores tropiezos. La acción se traslada al quincho y debo tirar piñas y trozos de leña para avivar el fuego. Luego me siento en un extremo de la mesa y del otro lado, asoma un yunque y una maza de hierro. Pregunto por qué y Ricardo me dice:

-Es para replicar una acción de Firmenich en Timote. Alguien lo manda al piso de arriba para que golpee con la maza y no se escuche el disparo de la sentencia.

Una operación que desconocía y requiere de una óptima sincronía.

Flavia está dispuesta a abrir la escena siguiente, que tal vez sea la última. Dos metros atrás, yo no puedo evitar un registro de la curva de sus nalgas calzadas.

Celina grita de atrás:

-Chicos, vamos a dejar lo que queda para esta tarde. El sol está muy fuerte.

Luego mira a Flavia y le pide que vaya a comprar carne. La chica de pelo negro se descalza, busca la yegua en el palenque que está junto al molino, la monta de un salto y sale al trote. Pienso en María, a los l8 años, caminando calzada con un fierro por las calles de Córdoba, pobladas de esbirros.

El asado de costilla transcurre plácidamente. Son costillas anchas, de carne jugosa y abundante. Bebo más vino del conveniente, sin llegar a marearme. El calor crece y Flavia ha cambiado su atuendo original  por unos shorts ajustados y una blusa sin mangas. Sale de la cocina con una fuente de ensalada y al llegar a la mesa, me pregunta:

– ¿Te sirvo?

– Todo lo que quieras –respondo tontamente. Debe ser el vino.

Ricardo dice que soy un experto en cine francés contemporáneo y que podría dar una charla en la escuela sobre la obra de Godard.

-Toda la obra de Godard es una reflexión sobre la realidad del cine – digo, nada más que por agregar algo.

-Está bien – replica Celina -. Pero acá estamos para rodar y no para un debate.

Celina, sin duda, baja línea.

En la toma siguiente – es un modo de decir – estoy dormitando en una reposera y al abrir los ojos, tropiezo con la piel de Flavia, con lo que sugiere la abertura de su remera blanca. Está a punto de encender un pucho que parece un porro.

Ella advierte que la observo y me aclara que es “marihuana con hachís”.

– Hachís es un derivado de la palabra “asesino” en turco o árabe, no lo sé- explica-. Antiguas tribus lo fumaban antes del combate.

Da un par de secas profundas y me lo ofrece pero le digo que dejé de fumar y también de porrear.

A las cuatro y media las cámaras están listas para la última escena. De la casita de los cuidadores, a unos cincuenta metros, sale el rumor de una cumbia. Celina se acerca y me dice:

– Estuviste bien hasta hora. Es una lástima que tengas que inmolarte.

– ¿Inmolarme? ¿Por qué?

– Es la sentencia del tribunal. Anoche te sometimos a juicio sumario y descubrimos que tu viejo apoyó a UDELPA, que era el sostén político de Aramburu. Además, tu segundo nombre es Eugenio, como el de él.

– ¡Pero yo me rebelé contra mi padre!

– No importa. Algo de la sangre queda…Eso por no mencionar que miraste adonde no debías.

– ¿Pero cómo evitar el encanto de esa chica?

– Ah, la disciplina del militante…Como condenado, tenés derecho a un último deseo.

Miro los cordones desatados de mis zapatillas, recuerdo la figura del otro general y, de nuevo, a María por una calle de Córdoba, esquivando el acecho de la patota. Al fin pido un beso de Flavia, quien se acerca empuñando una Browning, me agarra del cuello con su mano libre y en un par de segundos me hace sentir sus labios tibios.

Flavia no tiembla cuando toma puntería. El brazo horizontal y los ojos fijos, como un “killer”. Es solo un disparo entre ceja y ceja y después, el sueño de los héroes.

Ricardo, al lado del yunque, empuña la maza.

¿Y si alguien tomara la claqueta?

Imposible que sea la misma Flavia.

Su figura se vuelve difusa cuando algo me oprime el pecho y me deja sin aliento.

Solo permanece en foco el cañón de la Browning.

(“Una muchacha y una pistola bastan para hacer una película” dijo también Godard, a quien le gustaban las sentencias.)