Por Daniel Briguet                                   

La mañana es ventosa y gris, con ráfagas de viento que empujan la llovizna hasta doblarla. Enfilo hacia el banco para retirar unos mendrugos que me permitan atravesar el largo fin de semana. Debería recurrir al cajero pero un extravío de la tarjeta de débito me lo impide. La cola de usuarios no es corta ni larga, solo no da señales de movimiento. Empezar es lo más lento.

Al lado, caminando hacia el fondo o el ascensor, pasan las chicas de la Dirección de Impuestos en Mora (DIM). Predomina el sector joven o es el que más se nota. Calzas pegadas a bien torneadas piernas, jeans ceñidos a muslos trabajados en clases de gimnasia, pañuelos estampados o de arabescos que rodean finos cuellos. Y el toque de variedad como un matiz de la moda que avanza: entallado saco cuadrillé encima de un pantalón negro y chinelas de charol exhibiendo los talones.

Más atrás, policías uniformados vigilan que la cola guarde las correspondientes distancias, como si se tratara de entrar al aula de un colegio, y un agente con las manos en jarra le grita a un usuario marginal, sentado en un banco, que apague su celular porque está precisamente en un Banco (Si el lector no aprecia el juego de palabras, no debe preocuparse. Es tonto)

 A punto estoy de anotar que a ciertas máscaras del desfile improvisado el matiz soñoliento les cae ya que un rostro de mujer sin pintura ni maquillaje, con los párpados algo bajos, la aproxima a la condición sauvage (además de indicar que la portadora recién abandonó la cama), cuando advierto que la cola se está alargando sin que los primeros se muevan de su lugar. En ese momento una voz proveniente de algún sitio suelta tres palabras que pegan igual que un escalofrío.

  “No hay sistema”.

De inmediato, todo se detiene o se congela, como si el Capitán Frío hubiera entrado al amplio recinto para neutralizar cualquier asomo de actividad con su pistola lanzarrayos de hielo.

 Las chicas dejan de caminar en el punto justo en que el eco de la voz escalofriante llega a sus oídos. Algunas con un pie pronto a despegar y otro en el piso, otras con una clina que les cruza la frente antes de que la arreglen, una que quedó a medio entrar por la puerta del ascensor y solo deja ver el perfil de su mochila. Los policías prolongan la escena de una charla detrás del puesto de guardia y el que cuida la presencia de celulares encendidos, muestra su mano izquierda alzada como si estuviera dirigiendo el tránsito. Del otro lado de la mampara que protege las ventanillas de los cajeros de cualquier intromisión insospechada, han cesado los golpes de sellos de goma o plástico, el ruido a ventilación del secador de billetes y el diálogo sostenido entre la cajera número uno y el primer usuario.

   Durante un lapso indeterminado no se podrá retirar ni depositar dinero, no habrá pago de impuestos ni cheques al portador o a la orden.

  Inmóvil en mi propio sitio, veo el rostro de costado de la mujer pelirroja que está adelante y me atrevo a preguntarle:

-Disculpe, ¿tiene idea de cuánto puede durar esto?

-Ninguna. Pero debo esperar. Soy contadora de una empresa y el trámite por el que vengo es impostergable.

-Al menos podemos hablar y escuchar.

-Claro. También podemos movernos y desplazarnos pero en ese caso violaríamos la nueva consigna del sistema.

-¿Y cuál es, si no es mucho preguntar?

-La nueva consigna dice que, en caso de caída del sistema, todo el mundo debe permanecer inmóvil e inactivo hasta que vuelva o se levante. De ese modo, la caída se notará menos.

-¿Quiere decir que yo puedo dejar la cola y salir?

-Está en condiciones, si se atreve a enfrentar los riesgos.

Muevo un pie y luego otro y veo que responden a sus mandos naturales. No tardo en dejar la cola atrás. Al pasar frente al guardia con la mano alzada, le saco la lengua, le hago morisquetas y compruebo que se mantiene imperturbable. Luego enciendo mi celular y la no reacción del policía es la misma.

Salgo contento y cruzo al minimarket que está frente. Cruzo sin mirar porque todos los vehículos están detenidos en sus respectivos sitios. En el market encuentro a mi amigo Toto.

– Toto, qué alegría.

– Salí, no me vengás con una de tus verduras que el horno no está para bollos – dice él, moviendo apenas los labios, con la cabeza rígida como un poste de luz.

– No está para bollos pero si para una tarta de acelga – digo yo, buscando aguijonearlo.

– Decime – replica, con un movimiento ligero de sus labios – con la cantidad de boludeces que largás, ¿cómo hiciste para laburar en la tele?

 – Precisamente por eso – respondo – .Toto, veo que el tele sigue funcionando. ¿No será un corte del sistema localizado?

– No sé. Lo único que te puedo decir es que no son tan giles para perderse los mangos de la publicidad política. Además, la tele no para nunca, salvo que se corte el cable. Y los candidatos son buena gente, ¿no viste que aparecen siempre sonrientes? Estos seguro que nos van a salvar.

La frase de Toto cierra cuando abre un spot de Amalia Granata.

-Yo me conformaría con que me salvara esta chica – digo.

-Vos porque tenés el sexo en la cabeza. ¿Nunca la viste cuando vivía acá a la vuelta? Si te asomás al ventanal, ves el edificio. A veces venía al market.

-La verdad que no.

-Es lo que digo. Vos llegás tarde adonde nunca pasa nada. Y encima la vas de cronista.

La frase del Toto me toca una fibra íntima. Si algo no he resignado nunca es mi tarea de cronista. Me paro en medio de los muñecos de cera que pueblan el market.

-¿Adónde vas? – pregunta mi amigo sin mover su cabeza – Tomate un café que yo te invito.

-No veo cómo si Martín, el cafetero, está inmóvil sobre la barra.

-Por eso te invito, tonto…Tené cuidado: afuera dicen que hay un cazador de replicantes.

-¿Y yo que tengo que ver?

-Vos tenés cara de androide y por ahí te confunden.

Lo escuché antes y no me preocupa. La gilada dice que los únicos capaces de desobedecer las consignas del Sistema (con mayúsculas) son los replicantes rebeldes. Pura fantasía. Salta y Oroño es uno de los vértices del barrio imaginario de Pichincha. Quiero llegar a ese ángulo pero me distrae un tipo que corre con dificultad, empuñando una pistola, detrás de un rubio oxigenado que va más rápido que él, por la vereda opuesta. De sombrero y pilotín, el tipo de atrás tiene un aire a Harrison Ford en “Blade Runner”, treinta años después.

 Suena un disparo y me meto en el primer edificio que encuentro. Casualmente, en el 5ºA  leo el nombre de Amalia Granata. Se habrán olvidado de cambiar la placa. Toco y alguien me abre. Ya frente al depto, golpeo una puerta de madera lustrada que no tarda en mostrar una chica de cara idéntica a Amalia, el pelo peinado en ondas de un rubio metalizado y una boa de plumas por todo atuendo.

-Hola – dice, con una voz de sensual naturalidad – ¿Me buscabas?

-No sé – digo, atolondrado-. ¿Vos sos Amalia? Te hacía de campaña.

-No, exactamente. Digamos que soy una doble de Amalia. O si preferís, según dicen en la película, una replicante…Pasá.

Entro a una habitación sin muebles, con algunos almohadones desparramados.

-No sabía que Amalia tuviera una doble – digo, mientras trato de no mirar fijo la espléndida figura de la muchacha-. ¿Ella lo sabe?

  -Ella no me conoce pero sabe de mi existencia. Mañana me puede necesitar. Yo la adoro porque si algo tengo de humano es el narcisismo. Hoy muchos personajes públicos tienen dobles idénticos, incluso por seguridad. Pero si querés saber la verdad, yo soy una suerte de doble agente. Formé parte de la fuga de replicantes rebeldes que huyeron de la colonia de Marte. Acá seguí las órdenes del jefe, Roy Batty, hasta que me cansé de andar escapando, en un estado de permanente stress, y negocié con mis perseguidores: por cada replicante que yo les entregara, me pagarían una suma en dólares.

-Pero yo no soy replicante – digo por las dudas.

-Creo que no pero debo estar segura. Te someteré a una prueba infalible, que es el beso de la serpiente.

– ¿Qué serpiente?

–  Esta, tonto – dice y luego de agarrar su boa de plumas, la hace girar hasta convertirla en una boa a secas o mejor, una serpiente desplumada. La serpiente, de escamas verdinegras, se desliza detrás del cuello de la doble Amalia y asoma por el costado izquierdo, mostrándome sus ojos sesgados. Luego mueve su lengua bífida.

 – La prueba consiste en un beso de Casimira, ese es su nombre – dice  la chica y la agarra de la cabeza.

– Es que soy tímido. ¿No podríamos resolverlo jugando a “papel, piedra y tijera”?

– Imposible. Vamos, no es tan difícil, te va a gustar.

Miro sus delicados pies de uñas pintadas que alternan el verde y el negro. Es ahora o nunca.

– ¡No me va a gustar! – grito y corro a los saltos hacia mi única salida, el ventanal del balcón, cuyo vidrio hago trizas para zambullirme en el aire. Después de todo, son solo cinco pisos. En el primero caigo sobre un toldo que amortigua el golpe. Ya en el suelo y con solo magullones, sigo corriendo hacia el boulevard. Salta está poblada de estatuas de peatones y autos nuevos en exposición.

  Al llegar a la esquina, cruzo al cantero central donde asoman hombres y mujeres quietos, con las correas en suspenso de sus respectivos perros.

  Siento el silbido de otro disparo y veo la silueta del viejo Ford, ocultándose detrás de una palmera.

  Me tiro cuerpo al pasto, tratando de protegerme. Los disparos ahora me pasan muy cerca. Ford debe estar un poco chocho si no diferencia un replicante de un asalariado. ¿O no? Empiezo a rezar como si fuese creyente.

  La balacera cesa y se abre una pausa de silencio, que matizan un coro de voces y ruidos de autos que pasan. Un líquido tibio atraviesa la espalda de mi campera tejida. Levanto la cabeza y veo un caniche, que tenía una pata levantada,  orinando sobre mí (Se cumple el adagio “meado por los perros”)

  Todo lo cual significa que el sistema ha vuelto y podré ir al banco a retirar dinero y pagar la mora de las tasas vencidas y la cuenta de la telefonía móvil.

  ¡Albricias!.

  Una vez más volvió el sistema. O el Sistema, con mayúsculas.

  La verdad, no sé si debería ponerme tan contento.

                                              A la memoria de Roy Batty (R.Hauer), replicante rebelde