1 – LOS MUERTOS SOLOS                     

Con la resaca de un empate sufrido frente al Lobo de la  Plata, con la densidad de un Clonagin que ingerí luego para distenderme, me despierto alrededor de las cinco y siento que todo está en calma. La pantalla del televisor encendido muestra, como un espejo, un film de zombies. Diez minutos después en el celular suena un mensaje de Alvaro. “Falleció el Negro. Lo velan en Caramuto hasta las diez”. Una mala noticia previsible. La última vez que lo vi al Negro, café de por medio, creí notar un tinte violáceo en su expresión quieta. Mi tendencia a escapar de los velorios o velatorios debería tomarse una licencia en este caso. No era un amigo cercano  pero siempre fue un leal compañero en muchas tertulias de bar, padre de seis hijas,  un hombre afable que a veces se ponía el uniforme de duro.

Me visto sin apuro, salgo a la calle y enseguida aparece un cimbel encendido. Deben  ser las cinco y media de la mañana. Durante el viaje pienso en “Una puerta abierta”, un cuento que escribí hace tiempo y que incluye al Negro, al emisor del mensaje y al Colorado. Aquel grupo, con otros adherentes, se partió con la sanción de la ley antitabaco en sitios cerrados, cuando algunos boliches todavía permitían. Ahora prendería un pucho de buenas ganas pero mi promesa de no fumar me lo impide.

En la planta baja de la funeraria solo está el encargado que atiende. Le pregunto por el piso porque sin lentes no veo muy bien. Me dice que es el tercero y agrega que la sala está cerrada.

-¿Cómo cerrada?

-Sí, los familiares se retiraron a medianoche y volverán a las siete y media.

-Pero cortaron el velorio.

-Mire, que yo sepa lo que ese corta es el café con unas gotas de leche. Pero hoy es común. Tengo cuatro salas más en las mismas condiciones.

Voy a discutirle antes de darme cuenta de que no cabe. Me quedo parado en el hall y pienso en el difunto en su ataúd en una sala que tal vez esté a oscuras – ¿para qué querría luz? – o en penumbra y se me ocurre que  no debe haber imagen más cruda de la soledad. Si ni siquiera está él mismo para acompañarse. ¿Será verdad que lo peor de morirse es que uno se queda definitivamente solo? Luego matizo con un gag de mal gusto. En cada sala velatoria no habilitada deberían poner un cartel que dijera “Cerrado por duelo”.

2 – AQUELLOS VELORIOS

Vuelvo pensando en los primeros velorios que conocí en mi pueblo. Tertulia en voz baja toda la noche, mechada incluso con algunos chistes, un pocillo de café y una copa de anís o de licor Ocho Hermanos, un llanto de fondo que indicaba la tristeza de haber partido. Al muerto se lo velaba y eso suponía acompañarlo hasta el momento de llevarlo al cementerio. Llegué a ver algunos carros fúnebres tirados por cuatro caballos oscuros. Era el cortejo que anunciaba un viaje más largo. La función simbólica de los funerales y el entierro asomaba en ellos sin reparos. Luego vinieron los coches motorizados y el margen de pompa se redujo. Hay, por otra parte, difuntos que no pueden bancarse los costos de un funeral completo, si bien es cierto que lo presentable no debe confundirse con lo respetable.

Tal vez una solución sería la cremación obligatoria y a cargo del Estado, para nivelar diferencias en el arte de partir. ¿Pero quién se encargaría de resarcir a una funeraria que factura siete millones de dólares anuales? 

El auge de las casas mortuorias y el hábito de velar al difunto fuera de su domicilio  marcan una nueva fase. El hombre – o lo que queda de él – se va fuera de las coordenadas de espacio y tiempo que habían signado su existencia. La muerte no aparece como prolongación de la vida sino como un acontecimiento extraño que hay que pasar cuanto antes. 

Esa fue la cultura en que crecimos y que alcanza su paroxismo en el maquillaje para que la cara del muerto no parezca un muerto,  para que la palidez tome un color más vivido y no se perciba mucho lo que cualquiera registra. Si hay miseria, que no se note, y si la Parca llama, tampoco. Afuera, en el entorno, los planes de vida a largo plazo, los cuidados del cuerpo, la exaltación fantástica de una juventud sin límites y la desconsideración de la vejez confirman que este es un mundo para vivir, no para morirse. Y que el acontecimiento capital de toda una vida no es una prioridad que merezca rituales ni ceremonias, aunque siga habiendo miles de criaturas que mueren antes de llegar a la pubertad.

Es el mundo feliz de Huxley pasado por el filtro de la birra, los autos de media gama,  las pepas y los celulares con pantalla panorámica. 

Es la exaltación de lo funcional  y lo utilitario o, como sugiere Baudrillard, de aquello que sirve o cumple sin obstáculos la función para la que fue pensado. Y adiós a la función simbólica, que solo trae gastos y engorros.

Quienes así piensan y son legión, olvidan que, antes de la rueda, de la palanca y la máquina de vapor, lo primero fue el símbolo. Es el símbolo  el que le da sentido a un mundo que a veces parece no tenerlo y es a través de él que el  sujeto se humaniza, del modo más literal. Sin símbolo no hay comunicación y sin comunicación no hay cultura. 

Los rituales ligados a la muerte, más allá de su variedad en las distintas civilizaciones, son puestas donde, antes que la despedida de un ser querido, lo que se busca es la incorporación al universo de los que no están. Imposible pensar en una amalgama semejante cuando los velorios se extinguen y la practicidad es el único valor en juego. Imposible pensar en el valor de la muerte, sin la cual nuestra propia vida no tendría razón de ser. 

Estamos vivos porque un día moriremos.

Esta cultura que nos envuelve, con sus reality y sus comodities,  representa una fuga a ninguna parte que no puede aceptar aquella verdad de Perogrullo.

3 – MUERTE Y MEMORIA

El primer muerto que vi en mi vida fue mi nono Carlín. A los diez años, después de compartir con él mucho tiempo el mismo dormitorio, del que mis padres me sacaron cuando el Nono enfermó. Carlín fue además el único abuelo al que pude tratar y escuchar, cuyo sudor de laburante olía a través de la camisa rústica  y que me enseñó a puntear la tierra para hacer la quinta. Aquella madrugada mi madre me despertó y me llevó a la pieza que también era la mía. El cuerpo de Carlín estaba sobre su cama, con ropa sencilla y un pañuelo anudado a su cabeza, tal vez para evitar que permaneciera con la boca abierta.

Yo estaba muy triste pero no podía llorar. Mucho después descubrí que no podía llorar porque sentí la muerte de mi abuelo desde el día que supe lo irremediable de su enfermedad.

Había venido de su Piamonte natal dispuesto a hacerse un sitio en la América. Lo velamos en una esquina de un pueblo llamado Villa Eloísa, en plena llanura santafesina. Ahora que soy abuelo, sé que me transmitió parte de su memoria aunque solo refiriera algunos hechos dispersos. La memoria, por ejemplo, del laburo y la subsistencia y la posibilidad de cuidar a su prole y comer todos los días.

Proletario viene de “prole”, por si alguno no lo sabe.

Y la memoria debe pasar en algún momento por el reto de la muerte, para constituirse como tal y ser fecunda.

En este país de locos, tierra de promisión y feudo de genocidas, una pandilla de esbirros quiso hacernos creer que había una tercera condición entre lo vivo y lo muerto contenida en la palabra  “desaparecido”. Hoy sabemos que miles de víctimas de la represión militar más sangrienta no fueran veladas ni tuvieron derecho a una digna sepultura.

Para ese crimen, para la memoria de Carlín y tantos inmigrantes, no puede haber olvido.