Por Jorge Isaias
Los únicos recuerdos que me acompañan con insistencia, como llovizna encarnizada son los de la infancia. No importa si se reiteran, si vuelven empecinados como animalitos que tiritan en la intemperie.
Por allí pasan aquellos hombres, aquellas mujeres que destriparon terrones en amaneceres con escarchas, pasan aquellos seres que no se fueron en vano a descansar bajo la tierra, aunque la realidad que llamamos real así lo testifica son sus lápidas.
Saer decía que uno debe ser fiel a una zona, en realidad lo decía Lezcano, su personaje en ese texto magistral que se llama “Discurso sobre el término zona”.
Para un hombre que respiró y anduvo esa llanura despojada, lisa, con el cielo como un plato estremecido que se junta allá a lo lejos con una línea verde que el crepúsculo tiñe de violáceo, ella tiene sentido.
Para un hombre que miró el vuelo libre de los pájaros, los vio rodeando con sus alas el aire claro de diciembre.
Para un hombre que recibió ese paisaje en esa hora primigenia del existir donde todo era principio y ese aire que daba vueltas sobre él, ese cielo, ese sol y esos crepúsculos no podrán ser luego cambiados por ningún otro paisaje.
Un hombre que vivió una infancia de espacios abiertos queda marcado para siempre.
No es raro entonces que a veces lo recuerde.
Por aquella calle no pasaba nunca nadie, ni siquiera para levantar el polvo que se asentaba con toda su inclemencia.
En verdad que no era una calle cualquiera, era una que pasaba detrás de las casas últimas que quedaban como colgadas del casco del pueblo, la que detrás de unos pinos solitarios devenía en callejón, se ensanchaba y recuperaba para sí todo el aire, la luz y la plenitud del campo que la rodeaba por todos lados como a una larga isla, el mar.
Era como un espolón, una escollera, con su malecón que formaban esos pinos verdosos que lo cuidaban como para que no escapara hacia el cañadón cercado de juncos y de ruidos de pájaros acuáticos y patos y cigüeñas y garzas pensativas que se paraban largo rato en una pata y parecían dormitar desde el fondo de los tiempos.
Ese callejón entonces, el mismo que sólo suelen transitar a veces los niños con sus tramperas para cazar mistos o corbatitas, su gramilla que alimenta cuises y ese polvillo para que los hurones dejaran marcadas sus patitas diminutas.
Por ese callejón sigue trotando ese grupo de niños, con sus hondas cazadoras y sus pies descalzos, sus cuerpitos que denotan una pobreza heredada como el color de los ojos o la piel sufrida.
Trotan en un atardecer con el sol que los persigue y pinta de reflejos dorados sus cabecitas rapadas, con otros soles más depredadores y salvajes que éste que, moribundo, rastrea entre los pastos como una víbora herida.
Como su andar es errático no podemos saber hacia donde se dirigen. O hacia alguna de las taperas que resisten con sus ruinas a los vientos de agosto y a los soles de enero; o bien hacia alguno de los numerosos cañadones donde pescan bagres barrosos o mojarritas tontas y nerviosas, o, no sería raro que enfilaran hacia alguno de los tanque australianos donde zambullirán sus cuerpecitos sudorosos.
Esos chicos, como hilachas perdidas en el viento, se dispersarán con los años como esos vilanos de los cardos que tocan a veces sus rostros tostados por el sol de eneros sucesivos. Esos rostros tan nuevos y ateridos de necesidades futuras que hoy circulan la costra injusta del planeta donde no eligieron vivir.
El azar los puso allí, como a esas semillas de cardo que el viento zarandea en su liviandad peregrina.
Cuando pasen los años, alguna vez si por azar también se encuentran, alguno de ellos recordará estas incursiones inocentes –aventuras módicas- que insistían en las tardes y que, agrandados en el tiempo y el recuerdo, le parecerá la felicidad alcanzada que se trae al presente con sólo memorarla.
Y tal vez sea ese momento el de las reflexiones amables, con referencia a los “paraísos perdidos” para siempre, aunque no se lo exprese así, tan contundente.
Pero algo en el tono de sus voces cansadas, que se reviven con el vino y los recuerdos que se comparten luego de mucho tiempo, los hará creer en esa tabla que viene a rescatarlos de todos los naufragios.
Ese recuerdo amable que prefieren salvar de todas las miserias no les permite razonar que es sólo un deseo de retener el tiempo –que no vuelve ni tropieza, decía Quevedo- que pasó con su indiferencia implacable sobre ellos y sobre todos los sueños que perdieron para siempre.
Jorge Isaías
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