Como ustedes saben, mi mundo fue de endriagos y luces malas y espacios abiertos, y el de hoy es virtual, si pronto prescindiremos del pan y el desodorante.

En este mismo momento, me avisan que se me ha muerto como del rayo Azúcar Corso, que fue el hombre más alegre y huracanista que vieron los tiempos y que no verán los venideros.

¿Qué pasa en un mundo donde las ranas croan y los demás batracios hacen bulla por las noches? Ese mundo de las cañadas de mi pueblo, que tanto frecuentó Azúcar con sus hermanos y su padre, el inefable Nicolita Corso, gran bichero y cazador, hombre baqueano que no le hizo asco al cielo abierto de la naturaleza y al trabajo manual y bruto sobre la tierra. Yo no conocí a nadie que pudiera devolverle sus “saques” envenenados cuando venía pegada a la pared, en la vieja cancha de paleta que no sé por qué tiraron abajo cuando hicieron la pileta de natación, si no hacía falta, hoy cualquiera lo dice. Ese fue otro lugar de esparcimiento niño, de aprendizaje en esa escuela libre que nos reunía en el frontón pintado de rojo y blanco. Allí se sucedían los mayores y entre los grandes pelotaris estaban Toni Olaviaga, su hermano el Ruso, el Loco Peralta,  Vicente Molina, a quien llamaban Chaconay nunca supe por qué, que antes de sacar decía “Vamos al baile”, y sobre todo, Nicolita, del quien el Toni advertía que en la época de los choclos su remate era más contundente y no había que jugarle.

Pocas veces vi un ser más pacífico que Nicolita Corso, el mismísimo padre del Azúcar Corso, y me hubiera gustado saber el porqué del sobrenombre que usó en la vida Omar Corso, que se ganó ese mote para siempre como esa gracia de la cual todos debemos dar fe si es que no nos pasamos al bando de los tibios que, como todos saben, los escupe Dios.

— Viste, Massei, que en este mundo siempre se mueren los más buenos — supo decirme hace mucho Albertito Nocino con esa cara de inmenso asombro que no disimulaban sus ojos celestísimos, sino que lo delataban frente al mismísimo mundo que se encaramaba sobre nosotros como una enredadera sobre una columna dórica, que permanece incólume en esa pampa bruta que las palomas volvieron indignas como sus visitas diurnas luego de tragarse todo el maíz que pueden con exquisita insolencia sin tener en cuenta a nadie. Muchas veces he pensado que Dios inventó la palabra “bueno” cuando conoció a mi amigo Albertito Nocino, antes de que se fuera de este mundo. Si yo hiciera un gran listado para ejemplificar con toda la gente buena que conocí en mi pueblo, no me alcanzarían todas las páginas de este cuaderno y aún las de algunos otros donde la gente anónima no entra, y es por eso que yo quiero nombrar con entusiasmo y sentido cabal de la justicia al gran Azúcar Corso, hijo directo de Nicolita y de mi pueblo, que zozobra bajo las tormentas gozosas que saturan de buen gusto al dominio maravilloso de la patria del choclo donde Nicolita dio existencia en los veranos silentes de mi pueblo en los buenos días que ya se fueron para siempre, y cuando Nicolita no esté más sobre el cuero del planeta, será como si nunca hubiera existido.